José Somoza - La Caverna De Las Ideas

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Una novela enigma. Un desafío de ficción, diversión y espejismo, donde nada es lo que parece y donde hasta el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado.
La caverna de las ideas es una obra griega clásica que narra una intrigante historia: diversos asesinatos ocurridos en la época de Platón. Cuerpos mutilados de efebos son descubiertos en las calles de Atenas, crímenes inexplicables que no parecen seguir ningún orden lógico. Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, se encargará de resolverlos con ayuda de uno de los filósofos de la célebre Academia platónica, Diágoras de Medonte.
Pero el propio texto de La caverna de las ideas, que el lector tiene ahora en sus manos, también esconde secretos: sus traductores desaparecen o mueren, y el actual se enfrenta a un enigma milenario que desborda su capacidad de juicio y en el que se imbricará tanto la novela como la percepción de cada lector.

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IV [20]

La Ciudad se preparaba para las Leneas, las fiestas invernales en honor a Dioniso.

Con el fin de adornar las calles, los servidores de los astínomos arrojaban cientos de flores a la Vía de las Panateneas, pero el violento paso de bestias y hombres terminaba convirtiendo el tornasolado mosaico en una pulpa de pétalos deshechos. Se organizaban concursos de canto y danza al aire libre, previamente anunciados en tablillas de mármol sobre el monumento a los Héroes Epónimos, si bien las voces de los cantantes no eran, generalmente, muy agradables de oír, y los bailarines, en gran medida, ejecutaban saltos torpes y furiosos, y desobedecían la instrucción de los oboes. Como los arcontes no estaban interesados en contrariar al pueblo, las diversiones callejeras, aunque mal vistas, no habían sido prohibidas, y adolescentes de distintos demos competían entre sí con pésimas representaciones teatrales y se formaban corros en cualquier plaza para contemplar violentas pantomimas sobre los antiguos mitos realizadas por aficionados. El teatro Dioniso Eleútero abría sus puertas a autores nuevos y consagrados, en particular de comedias -las grandes tragedias se reservaban para las Fiestas Dionisiacas-, tan repletas de brutales obscenidades que, por regla general, sólo los hombres acudían a verlas. En todas partes, pero sobre todo en el ágora y el Cerámico Interior, y desde la mañana hasta la noche, se aglomeraban los ruidos, los gritos, las carcajadas, los odres de vino y el público.

Como la Ciudad presumía de ser liberal, para distinguirse de los pueblos bárbaros y aun de otras ciudades griegas, los esclavos también tenían sus fiestas, aunque mucho más modestas y solitarias: comían y bebían mejor que el resto del año, organizaban bailes y, en las casas más nobles, a veces se les permitía asistir al teatro, donde podían contemplarse a sí mismos en forma de actores enmascarados que, haciendo de esclavos, se burlaban del pueblo con torpes chanzas.

Pero la actividad preferente de los festejos era la religión, y las procesiones mantenían siempre el doble componente místico y salvaje de Dioniso Baco: las sacerdotisas enarbolaban por las calles brutales falos de madera, las bailarinas ejecutaban danzas desenfrenadas que imitaban el delirio religioso de las ménades o bacantes -las mujeres enloquecidas en las que todos los atenienses creían pero que ninguno, en realidad, había visto- y las máscaras simulaban la triple transformación del dios -en Serpiente, León y Toro-, imitada con gestos a veces muy obscenos por los hombres que las portaban.

Elevada por encima de toda aquella estridente violencia, la Acrópolis, la Ciudad Alta, permanecía silenciosa y virgen. [21]

Aquella mañana -un día soleado y frío-, un grupo de burdos artistas tebanos obtuvo permiso para divertir a la gente frente al edificio de la Stoa Poikile. Uno de ellos, bastante viejo, manejaba varias dagas a la vez, aunque se equivocaba con frecuencia y los cuchillos caían al suelo rebotando entre violentos chasquidos metálicos; otro, enorme y casi desnudo, deglutía el fuego de dos antorchas y lo expulsaba brutalmente por la nariz; los demás hacían música en maltrechos instrumentos beocios. Después de la actuación preliminar, se enmascararon para representar una farsa poética sobre Teseo y el Minotauro: este último, interpretado por el gigantesco tragafuegos, inclinaba la cabeza en ademán de embestir a alguien con sus cuernos, y amenazaba así, en broma, a los espectadores reunidos alrededor de las columnas de la Stoa. De improviso, el legendario monstruo extrajo de una alforja un yelmo roto y lo colocó ostensiblemente sobre su testa. Todos los presentes lo reconocieron: se trataba de un yelmo de hoplita espartano. En ese instante, el viejo de las dagas, que fingía ser Teseo, se abalanzó sobre la fiera y la derribó a golpes: era una simple parodia, pero el público comprendió perfectamente el significado. Alguien gritó: «¡Libertad para Tebas!», y los actores corearon salvajemente el grito mientras el viejo se erguía triunfal sobre la bestia enmascarada. Se desató una breve confusión entre la cada vez más inquieta muchedumbre, y los actores, temerosos de los soldados, interrumpieron la pantomima. Pero los ánimos ya estaban exaltados: se cantaron consignas contra Esparta, alguien presagió la inmediata liberación de la ciudad de Tebas, que sufría bajo el yugo espartano desde hacía años, y otros invocaron el nombre del general Pelópidas -que se suponía exiliado en Atenas tras la caída de Tebas- llamándolo «Liberador». Se formó un violento tumulto en el que imperaban, por igual, el viejo rencor hacia Esparta y la divertida confusión del vino y de las fiestas. Intervinieron algunos soldados, pero, al comprobar que los gritos no iban contra Atenas sino contra Esparta, se mostraron remisos a la hora de imponer el orden.

Durante todo aquel violento barullo, un solo hombre permaneció inmóvil e indiferente, ajeno incluso al vocerío de la muchedumbre: era alto y enjuto y vestía un modesto manto gris sobre la túnica; debido a su tez pálida y a su brillante calvicie, más bien parecía una estatua polícroma que adornara el vestíbulo de la Stoa. Otro hombre, obeso y de baja estatura -de aspecto completamente opuesto al anterior-, de grueso cuello rematado por una cabeza que se afilaba en la coronilla, se acercó con tranquilos pasos al primero. El saludo fue breve, como si ambos esperasen aquel encuentro, y, mientras la muchedumbre se dispersaba y los gritos -insultos soeces ahora- iban amainando, los dos hombres se dirigieron calle abajo por una de las estrechas salidas del ágora.

– La plebe, furiosa, insulta a los espartanos en honor a Dioniso -dijo Diágoras, despectivo, acomodando torpemente su impetuosa forma de andar a los pesados pasos de Heracles-. Confunden la borrachera con la libertad, el festejo con la política. ¿Qué nos importa en realidad el destino de Tebas, o de cualquier otra ciudad, si hemos demostrado que nos trae sin cuidado la propia Atenas?

Heracles Póntor, que, como buen ateniense, solía participar en los violentos debates de la Asamblea y era un modesto amante de la política, dijo:

– Sangramos por la herida, Diágoras. En realidad, nuestro deseo de que Tebas se libere del yugo espartano demuestra que Atenas nos importa mucho. Hemos sido derrotados, sí, pero no perdonamos las afrentas.

– ¿Y a qué se debió la derrota? ¡A nuestro absurdo sistema democrático! Si nos hubiéramos dejado gobernar por los mejores en lugar de por el pueblo, ahora poseeríamos un imperio…

– Prefiero una pequeña asamblea donde poder gritar a un vasto imperio donde tuviera que callarme -dijo Heracles, y de repente lamentó no disponer de ningún escriba a mano, pues le parecía que la frase le había quedado muy bien.

– ¿Y por qué tendrías que callarte? Si estuvieras entre los mejores, podrías hablar, y si no, ¿por qué no dedicarte primero a estar entre los mejores?

– Porque no quiero estar entre los mejores, pero quiero hablar.

– Pero no se trata de lo que tú quieras o no, Heracles, sino del bienestar de la Ciudad. ¿A quién dejarías el gobierno de un barco, por ejemplo? ¿A la mayoría de los marineros o a aquel que más conociera el arte de la navegación?

– A este último, desde luego -dijo Heracles. Y añadió, tras una pausa-: Pero siempre y cuando se me permitiera hablar durante la travesía.

– ¡Hablar! ¡Hablar! -se exasperó Diágoras-. ¿De qué te sirve a ti el privilegio de hablar, si apenas lo pones en práctica?

– Te olvidas de que el privilegio de hablar consiste, entre otras cosas, en el privilegio de callar cuando nos apetece. Y déjame que ponga en práctica este privilegio, Diágoras, y zanje aquí nuestra conversación, pues lo que menos soporto en este mundo es la pérdida de tiempo, y aunque no sé muy bien lo que significa perder el tiempo, discutir de política con un filósofo es lo que más me lo recuerda. ¿Recibiste mi mensaje sin problemas?

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