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José Somoza: La dama número trece

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José Somoza La dama número trece

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Salomón Rulfo, profesor de literatura en paro y gran amante de la poesía, sufre noche tras noche una inquietante y aterradora pesadilla. En sus sueños aparece una casa desconocida, personas extrañas y un triple asesinato sangriento, en el que, además, una mujer le pide ayuda desesperadamente. Por este motivo, Salomón acude a la consulta del doctor Ballesteros, un médico que le ayuda a desentrañar el misterio de los sueños y le acompaña en lo que se convertirá en un caso mucho más terrible y escalofriante que cualquier fantasía: el escenario del crimen es real y la mujer que pide socorro a gritos fue realmente asesinada. En compañía de una joven de pasado enigmático, el doctor y un ex-profesor de la universidad con el que mantiene una relación compleja, Salomón se adentrará en un mundo donde las palabras y la poesía son un arma de gran poder. En ese mundo, habitan las doce damas que controlan nuestro destino desde las sombras… O, ¿son trece brujas? En esta novela el autor hilvana con destreza y elegancia una fascinante historia de intriga, en la que se desafía la inteligencia y la fantasía del lector.

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Rulfo vio alejarse lentamente el coche. Encontró su viejo Ford blanco en el lugar donde lo había dejado, subió y arrancó. Llegó a la urbanización en plena noche. Se encontró rodeado de árboles y tinieblas, dulcamaras altas y húmedas, espinos oscuros y sombras que trepaban como hiedra por los muros. Estacionó en la esquina de Vereda de los Castaños y caminó hacia el final de la calle con las manos en los bolsillos.

Lasciate ogne speranza.

Aquellas palabras sobre los azulejos le parecieron irónicas, porque había decidido que entraría como fuese. Ya pensaría después qué iba a hacer a continuación, pero albergaba la certeza de que, si no lograba penetrar una sola vez en aquella casa de forma real, estaría condenado a hacerlo muchas más durante sueños terribles, sin escapatoria. El razonamiento de Ballesteros era correcto: la espantosa muerte de Lidia Garetti no tenía nada que ver con él ni con su vida. Era una desconocida, y su tragedia un crimen más, una atrocidad de las muchas que deslumbran los ojos del público como horrores fugaces y luego se apagan en el olvido. Sin embargo, de alguna forma, aquellos sueños eran una deuda pendiente: y sabía que solo podría saldarla entrando en la casa y buscando un acuario de luz verde.

Se detuvo a concretar un plan. Pensó que lo más práctico sería saltar por la puerta sirviéndose de alguno de los contenedores de basura. Mientras estudiaba la mejor manera de trasladar el contenedor sin alertar al vecindario, se levantó una repentina ráfaga de viento con algo de lluvia. Los faldones de su chaqueta se alzaron, la llovizna le sembró la cara de besos gélidos y la puerta metálica se separó unos centímetros de la cerradura sin hacer el menor ruido.

Estaba abierta.

III. LA ENTRADA

La muchacha despertó bruscamente, se incorporó como un resorte y rodeó su cuerpo con los brazos. Al pronto no supo dónde se encontraba. Luego miró a su alrededor y advirtió la luz del alba deslizándose por las cortinas y las formas familiares de una habitación casi tan desnuda como ella: una cama con barrotes, sábanas arrugadas, paredes pardas, cortinas magenta, el armario, los espejos multiplicadores. Aquello era su dormitorio y todo estaba en orden.

Apoyó el mentón en las rodillas y permaneció un instante respirando acompasadamente. Conservar la calma era una de sus obligaciones. Luego cerró los ojos intentando recordar todos los datos importantes: el día que era, lo que le aguardaba, lo que debía hacer. A veces, hacer memoria constituía un serio problema para ella. Por fin concluyó que era jueves, mediados de octubre, y que por la mañana tenía cita con un cliente en un hotel de Madrid y debía apresurarse si quería estar lista para entonces.

Cuando se levantó, los grandes espejos de la pared y del techo reflejaron una anatomía que ostentaba algo más que simple belleza. Su propietaria había oído muchos adjetivos y visto muchos ojos detenerse sobre ella, pero ni unos ni otros le resultaban agradables porque nunca se dirigían a la persona que sentía y pensaba dentro, sino a las cabales formas de su cuerpo. Vivía como encerrada en una deslumbrante figura. Sin embargo, en la oscuridad solitaria de su mente, la muchacha se sabía fea y miserable.

Se dirigió lentamente al baño caminando descalza sobre las frías y sucias baldosas y haciendo oscilar el extremo de una cabellera negra y torrencial sobre unos glúteos de mármol terso. Mientras se recogía el larguísima pelo aguardando a que la ducha se calentase, volvió a pensar en las pesadillas.

No era propio de ella preguntarse cosas. Estaba acostumbrada a reprimir su curiosidad, incluso a anularla, y nada de lo que ocurría a su alrededor le intrigaba en exceso. Pero aquellos sueños habían logrado hacerla dudar. Al principio había creído que se trataba de simples fantasías terroríficas y no les había concedido importancia, ya que le sobraban razones para sufrirlas. Sin embargo, cuando los detalles se repitieron casi exactos noche tras noche, ya no supo qué pensar. ¿Tenían algún significado? Y si no era así, ¿por qué siempre soñaba lo mismo?

El agua no se calentaba, lo cual no le sorprendió. El gas y la electricidad apenas funcionaban en su diminuto apartamento. Sin pensarlo dos veces, se introdujo bajo la lluvia helada. No esbozó siquiera una expresión de queja: cogió el gastado jabón de la repisa y empezó y a lavarse cuidadosamente. Si no te bautizas irás al Limbo , le había dicho en cierta ocasión un hombre antes de dirigir contra ella el chorro de hielo acerado de una manguera durante una de las fiestas en las que había trabajado. Reprimió un escalofrío al recordar aquella escena: muchos instantes de su vida habían sido peores que la peor de sus pesadillas.

La cita de la mañana era normal. Ello significaba que no esperaba complicaciones, solo otra sesión con un hombre o varios, o quizá con una mujer (el nombre que le había dado Patricio era masculino, pero estaba acostumbrada a las sorpresas). Se trataba de un hotel del paseo de la Castellana. Fue tan puntual como siempre, se dirigió a recepción, mencionó el nombre y, tras una breve pausa, le indicaron que esperase, si tiene la bondad, en aquel salón , al tiempo que un brazo se levantaba señalando algo. Dio las gracias y caminó hacia allí ignorando las miradas que la seguían. El hotel era grande y lujoso pero ella se movía con naturalidad en sitios como aquéllos. Dos mesas de billar de refulgente caoba, un cartel con la foto de un plato de ossobuco y un centro de mármol rodeado de sofás blandos formaban el decorado. Rechazó los sofás y aguardó de pie. Alrededor de un búcaro con celindas se distribuían varios ejemplares de revistas atrasadas.

Fue entonces

se miraron

cuando vio la fotografía en una de las portadas.

se miraron, absortos

La inquietud que le produjo aquel hallazgo fortuito le hizo cometer dos o tres torpezas con el cliente (un hombre, a fin de cuentas). Por fortuna, el tipo estaba ebrio y las pasó por alto.

Se miraron, absortos.

El autobús la había dejado en la entrada de la urbanización y la muchacha había venido caminando por la acera sin hacer ruido y se había detenido tras él en el momento en que la puerta metálica se abría. Él se percató de su presencia y se volvió. Quedaron mirándose en silencio, como esperando a que el otro hablara.

– ¿Vives… aquí? -preguntó el hombre con cautela.

Ella negó con la cabeza.

Nubes densas otorgaban convexidad al cielo que planeaba sobre ellos. La llovizna proseguía. De los carnosos labios de la muchacha escapó un espectro de vaho. Parecía aguardar, titubeante, una nueva pregunta.

De repente los semblantes se volvieron signos, casi palabras, y las bocas se abrieron temblorosas. Ambos, sin saber cómo, comprendieron al mismo tiempo lo que sucedía.

El golpe del asombro había sido brutal, y Rulfo le propuso asimilarlo hablando con calma dentro de su coche. Media hora después, ya habían compartido sus nombres y sus respectivas pesadillas. La muchacha dijo llamarse Raquel, pero quizá era un seudónimo, ya que su acento era fuertemente extranjero, centroeuropeo o, con mayor probabilidad, de los países del Este. Rulfo le calculó unos veinte años de edad. Su cabello era un terciopelo ondulado y azabache que rodaba por la espalda y su piel poseía una blancura cegadora, casi mineral. Las cejas gruesas, los ojos grandes, negrísimos y rasgados y los labios como un misterioso animal vivo de carne rojiza otorgaban a su rostro un aspecto cautivador pero también extraño, remoto. Estaba sentada en el lugar del copiloto, erguida, sin mirarle. Una cazadora de cuero, minifalda ceñida y botas de piel ampliadas con medias de lana negra hasta la mitad del muslo constituían su vestuario; bajo la ropa, como una serpiente, se estiraban las arrogantes formas de un cuerpo asombroso. Era la mujer más hermosa que había ocupado jamás aquel asiento dentro de su coche. La más hermosa que había conocido nunca. Ni siquiera Beatriz lo había impresionado tanto la primera vez.

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