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José Somoza: La dama número trece

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José Somoza La dama número trece

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Salomón Rulfo, profesor de literatura en paro y gran amante de la poesía, sufre noche tras noche una inquietante y aterradora pesadilla. En sus sueños aparece una casa desconocida, personas extrañas y un triple asesinato sangriento, en el que, además, una mujer le pide ayuda desesperadamente. Por este motivo, Salomón acude a la consulta del doctor Ballesteros, un médico que le ayuda a desentrañar el misterio de los sueños y le acompaña en lo que se convertirá en un caso mucho más terrible y escalofriante que cualquier fantasía: el escenario del crimen es real y la mujer que pide socorro a gritos fue realmente asesinada. En compañía de una joven de pasado enigmático, el doctor y un ex-profesor de la universidad con el que mantiene una relación compleja, Salomón se adentrará en un mundo donde las palabras y la poesía son un arma de gran poder. En ese mundo, habitan las doce damas que controlan nuestro destino desde las sombras… O, ¿son trece brujas? En esta novela el autor hilvana con destreza y elegancia una fascinante historia de intriga, en la que se desafía la inteligencia y la fantasía del lector.

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Fue durante una fiesta que él dio para celebrar el estreno de su piso de Argüelles. Vinieron casi todos sus amigos y numerosos conocidos, así como su hermana Emma, que vivía en Barcelona con un joven pintor y se hallaba de paso por Madrid. Rulfo estaba contento de recibir a tanta gente en su nueva casa, aunque la ausencia de su amiga Susana Blasco resultara dolorosamente notable; pero Susana ya vivía con César, y Rulfo había dejado de verla hacía meses. Pese a todo, se hallaba de buen humor, abierto a cualquier posibilidad. No sospechaba la clase de posibilidad que estaba a punto de encontrar.

Después se reían juntos (esa risa de copa de cristal de ella, que parecía derramarse de sus labios) recordando que la culpa la había tenido Cupido. En el flamante salón de su apartamento había algunas esculturas, y una de ellas, de pie sobre una estantería, era un pequeño Cupido de arco tenso y saeta apuntando al aire, regalo de Emma, tan aficionada al arte clásico. Por alguna razón, Rulfo, que había estado ejerciendo hasta entonces de anfitrión satisfecho, se detuvo un instante a admirar aquella pieza, y, sin querer, siguió la dirección señalada por la flecha. Descubrió una línea exacta y franqueable, un pasillo vacío entre los invitados que finalizaba en una persona de espaldas. El Cupido apuntaba hacia ella. Era una muchacha alta, de chaqueta beige, con el cabello castaño oscuro atado en una coleta y un vaso en la mano. Contemplaba abstraída su colección de libros de poesía.

Lo primero que le llamó la atención fue que no lograba recordar quién era, ni siquiera si la conocía o no. Intrigado, se acercó. Simultáneamente, ella se dio la vuelta. Quedaron mirándose sonrientes y él se presentó primero.

– No nos conocemos -le dijo Beatriz con la voz que después oiría tantas veces y poblaría todos sus silencios-. Acabo de llegar. Soy la amiga de una amiga de uno de tus amigos… Me hablaron de esta fiesta y decidí acompañarles. ¿Te importa?

A él no le importó. Ella tenía veintidós años, era hija de padre alemán y madre española y carecía de otra familia. Había estudiado psicología en Madrid y en aquellos días comenzaba a preparar su tesis doctoral. Enseguida descubrieron que coincidían en muchas cosas, incluyendo la pasión por la poesía. Dos meses después, ella dejaba su pequeño apartamento de estudiante, que compartía con una amiga, y comenzaba a vivir con él. Le leyó una carta que había escrito a sus padres, que residían en Alemania, anunciándoles que había conocido «al mejor hombre del mundo». A partir de entonces la felicidad había gobernado la vida de ambos.

Estaba recordando aquel Cupido cuando sonó el teléfono. Se sobresaltó. La fiebre le había subido. En la ventana había dejado de llover y las estrellas habían desaparecido.

El teléfono sonaba.

De algún modo, comprendió que ese teléfono estaba a punto de cambiar su vida por completo.

Descolgó con mano temblorosa.

– Sus padres le habían facilitado mi número y pedido que me diera la noticia. Era un tipo de la embajada española en París. Me dijo que todo había sucedido muy rápido. -Alzó los ojos y miró al médico-. Se resbaló en la bañera de la habitación del hotel, se golpeó la cabeza y quedó inconsciente… La bañera estaba llena y murió ahogada. Una muerte romántica, ¿eh?

– Todas las muertes son vulgares -replicó Ballesteros sin inmutarse con el sarcasmo-. Lo romántico es seguir vivos. Pero ¿ha notado los detalles? La bañera, el acuario…

– Sí. Acabo de recordar que anoche soñé que oía ruidos en la bañera antes de ver a esa mujer muerta.

– ¿Comprende ahora lo que le dije cuando le hablé de «residuos» de la mente? La bañera y el acuario son la misma cosa: lugares llenos de agua. Estamos a mediados de octubre, el mes próximo van a cumplirse dos años exactos de la muerte de esa chica, y su cerebro ya ha empezado a celebrar por su cuenta el aniversario. Pero no permita que eso le perjudique. Usted no tuvo la culpa de lo que sucedió, aunque sé que no me cree. Ése es el primer demonio que debemos expulsar: no somos culpables. -Abrió sus grandes manos abarcando un invisible espacio de aire-. Se han ido, Salomón, eso es todo lo que sabemos. Nuestro deber es decirles adiós y seguir caminando.

Tras un instante de silencio, Rulfo percibió por primera vez la humedad que cruzaba sus mejillas. Se secó con la manga de la chaqueta y se levantó.

– De acuerdo. No volveré a molestarle.

– Se le olvida el libro -advirtió Ballesteros-. Y venga a verme cuando quiera. No es ninguna molestia.

Se dieron la mano y Rulfo salió de la consulta sin hablar más.

Incluso antes de llegar a su apartamento de Lomontano descubrió que se sentía mas lúcido que nunca. Quizá todo lo que necesitaba era hablar con alguien como había hecho con Ballesteros. Desde la muerte de Beatriz, su soledad había ido en aumento: había abandonado el trabajo de profesor, vendido el piso de Argüelles y roto el contacto con sus amigos de siempre. Solo César y Susana lo llamaban de vez en cuando, pero, naturalmente, después de todo lo sucedido entre ellos, era impensable reanudar una amistad.

Se han ido. Nuestro deber es decirles adiós y seguir caminando.

Las decisiones impulsivas formaban parte de su carácter. En aquel momento se propuso encontrar un trabajo estable. Hasta entonces, una invencible desidia le había impedido afrontar el problema con la energía apropiada. Sin embargo, estaba seguro de que, si se lo proponía, podría terminar hallando un empleo adecuado a sus capacidades. El dinero de la pequeña herencia de su padre estaba evaporándose y ya no le quedaba nada de la venta del piso. Por otra parte, la mera idea de que sus hermanas le prestaran le resultaba repelente. Era necesario moverse, pero hasta ese día no había encontrado fuerzas para hacerlo. Ahora sentía un ímpetu renovado.

Se han ido, eso es todo lo que sabemos.

Pasó el resto de la tarde perfilando su currículo en el ordenador y elaboró varias copias. Luego quiso hacer algunas llamadas telefónicas, pero miró la hora y decidió dejarlas para el día siguiente. Se dio una ducha, calentó una tortilla de la que apenas había probado bocado aquella mañana y la devoró con apetito. Se acostó y encendió el televisor. Optó por no tomar los somníferos que aún le quedaban: se dormiría con la televisión, y, si la pesadilla regresaba, la soportaría. Ya comprendía claramente su origen, y no le preocupaba tanto.

Manipuló el mando a distancia hasta dar con una película. Al principio le pareció entretenida, pero luego se aburrió y le quitó el sonido. Se durmió durante una escena en la cual el protagonista avanzaba por un bosque de enebros estriado por la luna. No supo qué hora era cuando despertó, pero aún era de noche. La película había terminado y la televisión seguía ofreciendo imágenes silenciosas: una especie de debate con personas sentadas en círculo. Cayó en la cuenta de que el sueño no había vuelto a repetirse y lo interpretó como un regreso aparente a la normalidad. Giró para ver la hora en el reloj, y en ese instante sus ojos se detuvieron en la pantalla del televisor.

La imagen había cambiado. Ya no aparecían personas sentadas sino un paisaje nocturno con tipos en uniforme de policía yendo y viniendo y una locutora hablando frente a un micrófono.

Y, al fondo, una casa con un peristilo de columnas blancas.

II. LA CASA

El ambulatorio se hallaba atestado aquella tarde. Ballesteros aún no había terminado de ver a la mitad de los pacientes que tenía citados. Estaba despidiendo a uno y aguardando a que entrara el siguiente cuando escuchó una algarabía de protestas, la puerta se abrió y penetró «el hombre de las pesadillas», como lo llamaba Ana, la enfermera, vestido con el descuido que le caracterizaba. Unas profundas ojeras labraban sus párpados inferiores. Se plantó frente a Ballesteros y espetó con tranquilidad:

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