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José Somoza: La dama número trece

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José Somoza La dama número trece

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Salomón Rulfo, profesor de literatura en paro y gran amante de la poesía, sufre noche tras noche una inquietante y aterradora pesadilla. En sus sueños aparece una casa desconocida, personas extrañas y un triple asesinato sangriento, en el que, además, una mujer le pide ayuda desesperadamente. Por este motivo, Salomón acude a la consulta del doctor Ballesteros, un médico que le ayuda a desentrañar el misterio de los sueños y le acompaña en lo que se convertirá en un caso mucho más terrible y escalofriante que cualquier fantasía: el escenario del crimen es real y la mujer que pide socorro a gritos fue realmente asesinada. En compañía de una joven de pasado enigmático, el doctor y un ex-profesor de la universidad con el que mantiene una relación compleja, Salomón se adentrará en un mundo donde las palabras y la poesía son un arma de gran poder. En ese mundo, habitan las doce damas que controlan nuestro destino desde las sombras… O, ¿son trece brujas? En esta novela el autor hilvana con destreza y elegancia una fascinante historia de intriga, en la que se desafía la inteligencia y la fantasía del lector.

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– Pero anoche soñé que la veía en mi propio apartamento, muerta, en la cama. Y sigue diciéndome lo mismo, que la ayude. Y siempre menciona el acuario. Sé que se refiere al acuario de luz verde que veo en la antecámara de la casa, el que se encuentra sobre el pedestal de madera… -Los dientes de Rulfo mordieron un padrastro de su dedo pulgar-. Eso es todo. ¿No quería conocer mi pesadilla…? Pues ya la conoce. Ahora, ayúdeme. Necesito algo más fuerte que me haga dormir toda la noche.

Ballesteros lo miraba fijamente.

– ¿Había estado alguna vez en una casa así…? ¿Había visto antes a ese hombre? ¿Y a esa mujer? -Rulfo negaba-. ¿Lo relaciona con algo que le haya ocurrido a alguien que usted conozca…?

– No.

– Salomón -dijo Ballesteros al cabo de un breve silencio. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre de pila, y Rulfo, extrañado, le miró-. Le seré franco. No soy psiquiatra ni psicólogo sino médico de familia. Para mí, resolver su problema sería fácil: un volante para el especialista, con la consabida espera hasta la primera cita, o un hipnótico más fuerte, y santas pascuas. Problema resuelto. Veo demasiados pacientes en mi consulta, y no tengo tiempo para pesadillas. Pero déjeme decirle una cosa: el cuerpo humano tampoco pierde tiempo. Todo síntoma tiene su motivo, su porqué. Incluso las pesadillas son necesarias para que la máquina funcione. -Sonrió y cambió de tono-. ¿Sabe lo que me decía un colega sobre ellas…? Que son las ventosidades del cerebro. Los pedos de la mente, vamos, y perdone la vulgaridad. Residuos de una especie de indigestión. Pero carecen de importancia Gracias a ellas arrojamos fuera lo que nos sobra… Por ejemplo: dice usted que no ha visto nunca esa casa de columnas blancas, o a esa mujer, y yo le creo, pero puede ser que se equivoque. Quizá las haya visto en algún sitio, y ahora su cerebro las recuerda. Y luego está el acuario. ¿Tuvo usted un acuario alguna vez?

– No. Nunca.

Rulfo bajó los ojos y quedó un instante pensativo. Ballesteros aprovechó para echar un vistazo a su reloj. Tenía que irse ya, el ambulatorio iba a cerrar. Pero decidió aguardar un poco más. A fin de cuentas, ¿quién le esperaba en casa? Por otra parte, aquel paciente seguía interesándole. El hecho de que estuviera allí y accediera a hablar, tan reservado y lacónico como parecía ser, probaba, según él, su urgente necesidad de confiar en alguien. Pensó que la única ayuda que podía ofrecerle era aquella conversación.

– Me dijo ayer que vivía solo y no tenía muchos amigos… ¿Sale con alguna chica?

– En realidad -dijo Rulfo repentinamente-, he venido a por un somnífero más fuerte. No voy a hacerle perder más tiempo. Buenas tardes.

La muela cariada, reconoció Ballesteros. Vio a Rulfo incorporarse en el asiento y, de improviso, sintió algo incomprensible. Tuvo la súbita certeza de que no podía dejarle marchar, de que, si aquel paciente se iba, ambos, el paciente y él, estarían perdidos. Ballesteros tenía cincuenta y cuatro años y ya sabía que existen momentos en que todo depende de una palabra pronunciada a tiempo. Ignoraba la razón de tan extraña cualidad de la vida, porque no siempre la palabra salvadora era la más acertada o lógica, pero así era. Decidió arriesgarse.

Rulfo alargaba la mano hacia un libro que había dejado sobre la mesa, pero el médico lo cogió antes y empezó a hablar.

Antología poética , de Cernuda… Caramba. ¿Le gusta la poesía?

– Mucho.

– ¿Es usted poeta?

– He escrito algo, pero soy profesor, se lo dije ayer.

– Hombre, si ha escrito poesía, también es poeta, ¿no? -Rulfo hizo un gesto vago y Ballesteros siguió adelante-. Uf, reconozco que soy incapaz de leer esto. La verdad es que es raro encontrar a alguien que lea poesía por costumbre, ¿no cree…? Dígame la verdad, ¿quién lee poesía hoy día…? Bueno, a mi mujer sí que le gustaba. No mucho, pero, desde luego, más que a mí…

Hablaba mientras hojeaba el libro, como si no se dirigiera a Rulfo. Con el rabillo del ojo, sin embargo, percibía que éste seguía inmóvil. Ignoraba si le escuchaba o no, pero ya no le importaba: había abierto la puerta para que aquel tipo se asomase un poco a su interior, y si rechazaba la invitación era cosa suya. Siguió hablando como si estuviera a solas.

– Soy viudo. Mi esposa se llamaba Julia Fresneda. Murió hace cuatro años en un accidente de automóvil. Yo conducía y resulté ileso, pero la vi morir. Llevábamos casi treinta años de feliz matrimonio y tres hijos, que son ya mayores e independientes. Lo nuestro no fue una pasión desbordada, poética, valga la expresión, sino una alegría tranquila y segura, como saber que el sol va a salir mañana. Desde que murió, tengo pesadillas esporádicas. Pero, observe esto, jamás se me aparece ella. A veces son pájaros que quieren dejarme ciego, otras son estrellas que se vuelven ojos de monstruos… Nunca es Julia. Ella no me daría miedo jamás, pobrecita. Pero fue su muerte la que me provocó estos sueños. Créame, son pedos mentales. Carecen de importancia -agregó, pese a lo cual parecía muy afectado.

Hubo un silencio. Rulfo había vuelto a sentarse. Ballesteros alzó los ojos del libro y lo miró.

– Usted tiene también algo. Lo sé, se le nota… Ayer, cuando lo vi por primera vez, supe que usted, igual que yo… En fin, perdone si me equivoco… Supe que usted también soporta el peso de un recuerdo malo… No pretendo que me lo cuente, solo deseo decirle que las pesadillas pueden venir de eso. Y le aseguro que no importa cuánto tiempo haya pasado: las tragedias siempre son jóvenes.

De pronto el mundo comenzó a licuarse para Rulfo: la figura de Ballesteros, la mesa, el flexo de luz, la camilla, el aparato de tomar la tensión,

llovía

el diagrama del cuerpo humano colgado en la pared. Todo se hizo oscuro y fluvial. Sintió la cara ardiendo y un escozor rojo en la garganta. No lograba entender qué le sucedía. Antes de que pudiera darse cuenta ya estaba hablando.

– Se llamaba Beatriz Dagger. Dagger, con dos ges. Nos conocimos hace cuatro años.

llovía pertinazmente

Ella murió hace dos…

Llovía pertinazmente.

Sin embargo, Rulfo podía ver un remoto brillo de estrellas desde la amplia ventana del dormitorio, incluso a través de los orificios del agua. Beatriz le había dicho algo acerca de la coincidencia de la lluvia y las estrellas que ahora él no lograba recordar. ¿Traía buena suerte o mala? Lo que sí recordaba muy bien era el beso que había depositado en su frente antes de marcharse: tibio en comparación con su fiebre, casi maternal. Y sus palabras: «Estás pachucho», le había dicho, había empleado aquel término. Le convenía cuidarse hasta que ella regresara, lo cual sucedería muy pronto. Tenía que ir a París a revisar unos cuantos «pesados tomos» sobre el tema de su tesis, algo relacionado con la evolución de la respuesta ansiosa ante diversos estímulos. Se trataba de un viaje sin importancia, no más de tres días. Él ya la había acompañado a Lovaina el mes anterior, y a Florencia. Siempre buscaban la forma de no separarse. Pero aquel día de noviembre Rulfo había cogido un fuerte resfriado y Beatriz hizo un mohín de disgusto cuando, pese a todo, él insistió en ir.

– De eso nada. Estás pachucho. Te quedas en casita. Vendré enseguida para cuidarte.

Aquélla era casi la primera noche -que él recordara, y no creía equivocarse- que no pasaban juntos desde que se habían conocido. Y de repente, al pensar esto, cayó en la cuenta de la fecha y lamentó no haberlo sabido antes: casi sintió la tentación de llamarla a París para decírselo, pese a que ya era bastante tarde y no quería despertarla.

Ese día se cumplían dos años justos desde que se habían visto por primera vez.

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