Terminarían revelando quién los ayudaba.
Recordó que la próxima reunión tendría lugar dentro de tres semanas, en el solsticio de invierno.
Miró hacia la lejanía. Varios relámpagos estallaron en los confines de su visión, como si sus propios ojos los provocaran.
– Es una especie de gabinete psicológico. Ya estaba cerrado cuando pasé, pero quizá tengan pacientes ingresados. Se llama «Centro Mondragón».
– No lo conozco -dijo Ballesteros-. Pero no es extraño. En Madrid existe un buen número de centros privados de todo tipo que te prometen el oro y el moro. O más bien el moro a cambio de tu oro.
– No entiendo qué quieres decir -intervino Raquel.
– Es un juego de palabras bastante tonto -se disculpó Ballesteros-. Pero, teniendo en cuenta que son casi las doce de la noche no me pidáis otra cosa, por favor. Salvo café. ¿Alguien quiere más café…? ¿No…? Bueno, pues para mí.
Se sirvió los últimos restos en su taza. Estaba frío, pero pensaba que era mejor que el alcohol que ingería Rulfo. Aún le duraba la resaca de whisky del día anterior.
Rulfo había regresado de casa de César sabiendo que no era portador, precisamente, de las mejores noticias. Intentó soslayar cuanto pudo los detalles desagradables, pero comprendió (y las expresiones de Ballesteros y Raquel delataban que lo comprendían igual de bien) que no era preciso describir todo lo ocurrido para llegar a saber lo fundamental: que apenas les quedaban oportunidades.
– Esto es lo que tenemos. No es mucho, pero quiero entrar en esa clínica, o centro, o lo que sea, y buscar una habitación con el número trece.
– ¿Crees que puede ser importante?
– Lo único que sé es que ése era el lugar con el que soñé, y Lidia se refería a él cuando me dijo: «El paciente de la habitación número trece lo sabe». Sea quien sea la persona que se encuentre en esa habitación, debo hablarle. Tendremos que planear algo para entrar en el Centro Mondragón mañana por la tarde.
– ¿Qué es lo que quieres hacer?
– Por lo pronto, actuar legalmente. Pero si no nos aclaran nada, entrar como sea. Cierran a las ocho en punto: quizá pueda ocultarme hasta esa hora y, cuando el edificio se vacíe, buscar con tranquilidad.
– Necesitarás asegurarte alguna forma de salir después -opinó Ballesteros, asombrado de la naturalidad con la que estaba colaborando en un plan para invadir una propiedad privada.
– Iremos con tiempo y revisaremos el edificio por fuera.
– Perdonad.
Ambos se volvieron hacia la muchacha. Los miraba parpadeando, como indecisa sobre lo que deseaba decir.
– No quisiera cambiar de tema, pero… Me gustaría ver libros de poesía.
Hubo un silencio.
– Entiendo -dijo Rulfo moviendo afirmativamente la cabeza.
– No creo que sirva de nada -se apresuró a añadir ella-. He recuperado la memoria, no la capacidad de recitar. Pero se me ha ocurrido que, quizá… encuentre algo útil.
– Es una idea magnífica, Raquel. -Rulfo asintió otra vez-. Si existe una sola cosa que pueda protegernos o hacerles daño, es la poesía.
Ballesteros se asombraba de escuchar aquella conversación sin que su racionalismo protestara a gritos. Pero en aquel momento su racionalismo sufría dolor de espalda. Se palpó la zona lumbar y reprimió una mueca. Había pasado una hora entera raspando sangre en las paredes y baldosas de la antigua habitación de su hija, en la que había dormido Raquel: sangre surgida de la nada, al igual que aquella niña escalofriante o la horrible imagen de Julia, como un estallido de cuerpos invisibles. Pensó que, frente a esa dolorosa evidencia, toda la incredulidad racional del mundo se desmoronaba como un castillo de naipes. No hay nada como pasarte una hora raspando sangre para convertirte al ocultismo , se dijo. Basta un dolor de espalda para creer en el más allá .
Rulfo le preguntaba algo.
– ¿Libros de poesía…? -Ballesteros se mesó la barba pensativo-. No, no tengo. Míos, desde luego, no… Quizá de Julia… Sí, creo que hay algo de Pemán. A ella le gustaba. ¿Os serviría Pemán?
– No -dijo la muchacha.
– Me lo imaginaba. ¿Qué pasa hoy con Pemán, que no sirve ni para esto?
– No es nada atribuible a Pemán -explicó Rulfo-. Según me contó César, solo unos cuantos poetas a lo largo de la historia han compuesto versos de poder inspirados por las damas. La inmensa mayoría ha creado únicamente poemas bellos pero inofensivos.
– Pues, entonces, no voy a poder ayudaros.
– No te preocupes. En casa tengo una buena colección. Iremos mañana, Raquel. Dispondrás de toda la tarde para seleccionar los libros. Y, cuando me ayudes a entrar en esa clínica, Eugenio, podrás acompañar a Raquel y me esperaréis allí. ¿Os parece bien? -Ambos asintieron y, por un instante, hubo silencio. Rulfo los observó: estaban tan cansados, o más, que él, pero no quería dejar ningún cabo suelto, particularmente un detalle que le parecía vital. Se dirigió a la muchacha-. ¿De cuánto tiempo crees que disponemos?
Ella meditó un momento.
– Primero, deben reunirse para realizar un ritual llamado de «Conjunción Final» y destruir la imago, y eso ha de ser en una fecha concreta… Si piensan dejarnos con vida hasta entonces… Bueno, quizá con mucha suerte nos queden tres semanas, hasta el próximo solsticio de invierno.
Rulfo y Ballesteros se removieron inquietos.
– Tres semanas -dijo el médico-. No es mucho tiempo para encontrar a esa… esa dama número trece. Si es que la encontramos…
– La encontraremos -afirmó Rulfo-. Ahora debemos intentar descansar. Es muy importante que recuperemos fuerzas.
La reunión se disolvió de inmediato.
El vestíbulo del Centro Mondragón se les antojó pequeño y gélido como una tumba. Había cuadros modernos, plantas decorativas y sofás de piel. Rulfo estaba completamente seguro de no haber visitado aquel lugar en su vida, lo cual reafirmó su hipótesis de que los sueños le indicaban una pista importante.
Una mujer se sentaba ante un ordenador en el mostrador de recepción. Habían decidido ya lo que iban a hacer, y Ballesteros fue el único que habló. Mostró su carnet de colegiado y su mejor sonrisa, y citó el nombre de un supuesto paciente que recibía atención psicológica en el centro. Se acodaba en el mostrador para hablar y apenas pronunciaba dos palabras seguidas sin sonreír. La mujer, de pelo rizado y teñido de caoba, le devolvía las sonrisas al tiempo que le ofrecía información. No, aquel centro no tenía ningún paciente ingresado, y no había médicos, solo psicólogos. Tampoco existían habitaciones con el número trece. Lamentablemente, no podía permitir que Ballesteros lo recorriera en aquel momento: había pacientes en terapia. Quizá, si viniera mañana a última hora… Pero se ofrecía a explicarle todo lo que necesitara, por supuesto. De vez en cuando, él le hacía una pregunta que la obligaba a mirar el ordenador. En un momento dado la mujer levantó la vista de la pantalla y no le pareció que hubiese cambiado nada.
Ni siquiera se había percatado de que el joven barbudo que acompañaba al médico había desaparecido.
Rulfo se deslizó por uno de los pasillos. En un recodo había una sala de espera ocupada por cinco o seis personas sumidas en su particular soledad. Por alguna razón, lo observaron con acritud. Siguió caminando sin detenerse y encontró un cuarto de aseo cuya puerta no daba a aquella sala. La abrió y entró.
Parecía diseñado para enfermos modernos. Sombras tajantes y rectangulares dividían las paredes, creadas por luces minimalistas. El aire se hallaba enriquecido con ambientadores caros. Estaba vacío. Escogió el último de los retretes de la hilera, entró y cerró la puerta con pestillo. Comprobó que aquel mecanismo ponía en marcha la luz y el extractor, de modo que prefirió no usar el pestillo y permanecer en la oscuridad. Si alguien intentaba abrir, siempre podía advertirle que estaba ocupado.
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