Le giré la muñeca a la Fina para ver la hora en su reloj.
Las cinco en punto. «Maitines», pensé, no sé exactamente por qué, quizá porque aquel calvorota tenía pinta de monje. Me recordó a un profe de matemáticas de los maristas; el Hermano Bermejo: se le iba un poco la olla pero no era del todo mal tipo. La Fina, incomodada, había abierto los ojos y estiraba los brazos en dirección a sus rodillas.
– Nos vamos, Flor de Lis.
– Qué.
– Que nos vamos a dormir. Se terminó el trabajo por hoy.
– Mmmm… ¿Has descubierto algo?
– Sí, que tengo una ayudante de pena.
Me despedí de la Bella Durmiente en su portal y esperé a que desapareciera tras la puerta acristalada camino de los ascensores. Tenía todo el aspecto de volver de una iniciación a los misterios eleusinos, y pensé que más valía que el bueno de José María estuviera durmiendo. Después de dejarla me dio pereza volver al parquin con la Bestia y probé suerte buscando hueco en la calle, lo más cerca posible de casa. Al fin y al cabo The First debía de tener contratado un seguro contra todo riesgo imaginable, incluidas las cagadas de paloma. Encontré un espacio a veinte metros de mi portal; acababa de dejarlo uno de esos excéntricos que se levantan a las cinco de la mañana. Recogí las botellas y los vasos y subí a casa. No tenía sueño, no estaba lo suficientemente borracho, y tenía además la sensación de haber dejado algo a medio terminar. Me desnudé hasta quedar en calzoncillos y calcetines, lié un porro y, apurando el cuarto de litro de vodka que quedaba en la botella, seguí mi recomposición de los hechos desde el jueves por la noche hasta el momento.
Sólo cuando hube terminado el relato y el sol empezó a sacarle brillos a la botella vacía, me sentí con ánimos para acometer la imprevisible aventura de meterme en la cama.
La Fina se ha empeñado en enseñarme algo interesantísimo que tiene que ver con un amigo suyo. No me dice más, simplemente me toma la mano y tira de mí por calles desconocidas (pero estamos en Barcelona, el olor y el ruido del tráfico son inequívocos). Llegamos a las puertas de un jardín público rodeado por una verja; entramos, recorremos un amplio sendero; ya estamos ante una elegante mansión victoriana que se alza en el centro del parque. Llamamos a la puerta y nos abre una vieja criada con cofia. Parece conocer a la Fina, nos franquea la entrada; pasamos sin dar explicaciones, la Fina siempre delante, caminando como el que sabe adónde se dirige y quiere llegar cuanto antes. Enseguida atravesamos un elegante salón con la chimenea encendida; una anciana hace calceta sentada en su butaca: no la inmuta nuestra irrupción; reparo también en tresillos, alfombras, telas estampadas, adornos de porcelana; pero no pudo curiosear a mis anchas, la Fina sigue eligiendo puertas como loca y me cuesta seguirla por los vericuetos. Del salón pasamos a un pasillo, de ahí a un distribuidor y de nuevo a un salón donde teje otra anciana sentada ante el fuego. Más puertas y pasillos recorridos con precisión mecánica y enseguida otra tejedora ante el hogar encendido. Los salones son siempre diferentes, las chimeneas también y también las ancianas con sus labores, pero se repite la situación y el personaje homónimo de sala en sala. Extrañado, pregunto a la Fina. «Shhhhhh -me advierte en voz baja-, son las guardianas.» Me doy cuenta de que llevamos un buen rato caminando hacia el interior, siempre sin ver ventanas, y que debemos de habernos internado profundamente en una estructura descomunalmente grande. «El corazón de las tinieblas -pienso-, vamos en busca de Mr. Kurtz.» Así es. Hemos llegado a una vasta estancia cupulada, una cámara enquistada en la monumental construcción; el crepitar del fuego, un libro abierto boca abajo, la copa de vino mediada: signos inequívocos de la presencia de alguien a quien de momento no se ve. La Fina parece haber encontrado lo que buscaba y quería enseñarme: un bajo eléctrico de madera natural, estropeado por un tremendo golpe que le ha descuajado la clavija del Re. Le quedan sólo tres cuerdas, pero está conectado al amplificador y el roce lo hace resonar gravísimo por toda la estancia -boooooong-. La Fina me lo pasa con el cuidado con que me entregaría un niño de pecho; me lo cuelgo y trato de tocar una melodía sencilla. No se puede, el mástil se ha deformado y las cuerdas no quintan, pero el sonido ha llamado la atención del Mr. Kurtz, que aparece en el quicio de una puerta secándose las manos con una toalla. Es un hombre joven, vestido con pantalones de camuflaje, botas militares y una camiseta de tirantes que le deja al descubierto los brazos musculosos. Mira el bajo y sonríe con melancolía, la sonrisa triste con que se recuerda algo grato que se ha perdido para siempre. No hace falta presentaciones, él sabe y nosotros sabemos. Me mira: «¿Cómo está mamá?», pregunta; «Bien, cree que estás en Bilbao». La Fina se enternece y nos besa uniendo su cabeza a las nuestras en un abrazo. «Ya vienen», dice Mr. Kurtz. Miro alrededor: el silencio del bajo malogrado ha despertado a las guardianas de su sueño de tejedora; tras las puertas de acceso que circundan la sala se acercan a paso imperceptible; no han perdido el aspecto de anciana bondadosa, pero su determinación las hace terroríficas: avanzarán inexorablemente, invadiendo cada centímetro de la sala hasta triturar nuestros huesos, más aún: hasta autoinmolarse en cumplimiento del inapelable instinto destructor que las gobierna.
Horror de horrores. Me desperté muerto de miedo ante la imagen de una cara rolliza y blanda de abuelita Paz. Hay que joderse, con los sueños. Traté de volver a dormir, pero no pude borrar de mi imaginación la cara y volví a abrir los ojos para convencerme a la vista de la luz que se colaba por la persiana de que estaba a salvo en mi mundo de siempre. Lo peor fue comprender que mi mundo de siempre había sido perturbado hasta parecer una pesadilla, una pesadilla habitada de calvorotas que salían de su guarida en plena noche para anudar trapitos rojos a las puertas de una casa demencial.
La resaca era la esperada, ni más ni menos: dolor de cabeza, boca seca y miembros castigados como por una paliza. En el reloj de la cocina eran más de las cinco de la tarde. Al menos había dormido lo suficiente como para recuperarme del sueño atrasado, pero la luz amarillenta de la calle anunciaba ya el atardecer y no me apetecía nada la idea de sumergirme en otra larga noche. Bebí agua, mucha agua, y amorrado al grifo deseé por primera vez desde hacía años estar en el campo, al sol de una fresca mañana de primavera. Había que remontar el bajón inmediatamente. Reparé en la botella de Cardhu que había quedado en la mesita, llené con ella medio vaso de los de agua y tomé el licor con la resignación del que ingiere una medicina. Después puse café al fuego, lié un canuto y me senté a fumarlo con impaciencia. Supe que fumar ese porro y tomar café iba a inhibirme el apetito, pero calculé que el día anterior había comido lo suficiente como para aguantar unas cuantas horas más sin repostar. Eché de menos una rayita de coca. Quizá ahora que disponía de líquido podía conseguir un gramito del Nico… Pensé en qué podía tomar como sucedáneo y rebusqué en el botiquín del lavabo una caja de aspirinas que recordaba haber visto. Estaban caducadas desde hacía más de un año, pero de todas maneras tomé dos con lo que quedaba del Cardhu y fumé otro porro mientras sorbía el primer café.
A los veinte minutos volvía a ser el Pablo Miralles de siempre y pude cepillarme los dientes y afeitarme con cuidado de respetar los límites de mi flamante bigotillo.
Next: preocuparme de lo que me tenía que preocupar. Mi primer plan de acción se había completado la noche anterior, ahora no quedaba más remedio que volver a pensar. Lo hice. Se me ocurrieron al menos dos vías de investigación que podía acometer y, sencillamente, empecé por la primera, sin más. Busqué en la mesa del comedor el teléfono móvil de The First, un modelo minúsculo con la parte del micrófono abatible, y me concentré en desentrañar sus misterios. Era seguro que disponía de un sistema de memorización de números, y era quizá posible que pudiera accederse también al origen de las últimas llamadas recibidas, o al menos a las últimas efectuadas desde el propio aparato. Por lo pronto descubrí yo solito cómo funcionaba la agenda y me encontré con un total de diecisiete números memorizados que apunté en un papel. Por los nombres y comparando con mi propia agenda de bolsillo comprobé que cuatro de ellos eran conocidos: el de mis Señores Padres (PaMa), el del domicilio de The First (Casa), el del despacho (Miralles) y el mío (P José). Otros marcados como Taxi, Seguro, Club y Pumares eran también fáciles de identificar y la lista quedó reducida a nueve incógnitas. Entre ellas se encontraba probablemente el número de la secretaria de The First, pero no recordaba su nombre de pila. Probablemente era el correspondiente a aquel Lali tan familiar, pero para ganar tiempo decidí llamar a mileidi:
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