– Trabajo.
Había cola y empujones para abandonar cuanto antes el regusto de la fiesta abortada y ya iba de boca en boca la noticia de que el escritor Oriol Sagalés permanecía retenido por la policía. Los tertulianos radiofónicos debían comentar todo lo ocurrido ante los micrófonos de sus respectivas emisoras y apenas les quedaban dos horas para desperezarse y encontrar una argumentación crítica. Pero ¿contra quién?, ¿contra qué? ¿Contra los premios literarios? ¿Contra la estricnina? ¿Contra Sagalés?
– Hablad mal de los socialistas. Tenéis el éxito asegurado. Hablad mal de mí -les ofrecía Leguina retador.
– El crimen puede ser la más completa de las Bellas Artes -opinaba el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas a quien quisiera retener sus opiniones, pero eran tantas las prisas por abandonar el comedor que ya sólo le quedaba como interlocutor el naviero borracho, entre dos cabezadas y dos regüeldos de su perplejo estómago, incapaz de comprender cómo había podido almacenar tanto alcohol desde el mediodía.
– Tienes toda la razón, chico. Sobre todo si no te matan a ti.
– ¡Hay tantas maneras de que te maten!
– Sólo hay una, muchacho. Que te maten.
Había nacido una gran amistad y Sagazarraz se puso en pie apoyándose sobre un brazo de Andrés Manzaneque. Así consiguió el naviero de barcos dedicados a la pesca del calamar ponerse en pie, dar los primeros pasos y los segundos utilizando a su joven compañero como muleta. Pero nada más llegar a las puertas del hotel, Sagazarraz se desplomó en lo alto de la escalinata con la exactitud del plomo y de la retaguardia dé los fugitivos. Manzaneque repescó a un médico y a Terminator Belmazán que acudieron a su llamada. El médico desabrochó el cuello de la camisa del caído, le palpó las venas del cuello, le tomó el pulso. Estaba evidentemente muerto y los tres únicos testigos de lo sucedido reaccionaron profesionalmente. El médico habló de no tocar el cadáver, Terminator Belmazán señaló al yaciente como si se lo ofreciera a Manzaneque.
– Ahí tienes un best seller. Te lo ofrezco a ti porque tienes mucho futuro por delante. Te garantizo el premio Almansa.
Fue cuando el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas recuperó de pronto el fragmento de Oscar Wilde que había querido rememorar a lo largo de toda la noche y se lo recitó a Belmazán.
– Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama, sépanlo todos. Unos lo hacen con una mirada de odio. Otros con palabras que acarician. El cobarde con un beso. El valiente con una espada. Unos matan su amor cuando son jóvenes, otros cuando son viejos. Algunos lo estrangulan con las manos del deseo, otros con las del oro, los mejores utilizan un cuchillo, porque asilos muertos se enfrían en seguida…
Álvaro y Carvalho habían esperado la vaciedad total del comedor y lo atravesaron, así como el hall bajo las palmeras dormidas aunque muertas, para buscar refugio en el bar. Fue allí donde Carvalho vio al falso negro con los ojos llenos de telarañas y el tinte amenazado por el sustrato blanco. También estaban las dos mujeres. Una era Carmela que dormitaba en una esquina del sofá que marcaba el perímetro de toda la estancia, con los brazos cruzados sobre el bolso y la boca ligeramente abierta. La otra era la madre de Álvaro que se levantó para abrazarse a su hijo. Estaba conmovida y asustada.
– Álvaro. Tú estás a salvo. Eres lo único importante que me queda.
Él no estaba ni conmovido ni asustado y lo exteriorizó sacándosela de encima con enérgica suavidad. Parecía estar acostumbrada la mujer al distanciamiento de su hijo y volvió a dejarse caer en su asiento jugueteando con la mirada con los pocos asideros que le ofrecía el bar casi vacío.
– No puedo velar a tu padre. Me horroriza ese aspecto, esa horrible muerte, ese horrible cuerpo que le ha quedado. No me parece él.
– Es él, mamá, es él.
– Ha muerto tan horriblemente como ha vivido. Tan horriblemente como era. Sin saberlo. Nunca me pidió todo lo que yo podía darle.
Álvaro se había situado más allá de la barra y estaba sirviéndose, prescindiendo del falso camarero negro en pleno decoloramiento. Carvalho no quiso despertar a Carmela y se acodó en el mostrador para compartir lo que bebiera el muchacho. Ron, tónica, mucho hielo, lima. Estaba bueno y era refrescante. Carvalho distrajo la mirada sobre el camarero y éste le correspondió abriendo desmesuradamente los ojos para exagerar el contraste del blanco de sus ojos.
– ¿A qué hora le subió las pastillas de Prozac a don Lázaro?
Los ojos del falso camarero negro se abrieron hasta la desmesura, pero luego se cerraron, como tratando de consultar un reloj mental interior. No se apartaban de los de Carvalho como preguntándole: ¿Por qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué te he hecho yo para que me preguntes esto? ¿No te he dado conversación y buen whisky?
– ¿No era usted el jefe de intendencia? ¿No era usted el encargado de que no faltara el whisky ni el Prozac?
– A las once y media aproximadamente. Fue a causa de una llamada interior desde el teléfono directo que el señor Conesal tenía en su suite. Había observado que no estaba allí la caja de Prozac.
– Usted es su proveedor habitual.
– Sí.
Carvalho hizo un gesto como entregándole a Álvaro al culpable, pero al muchacho sólo le quedaba cansancio. Fue Carvalho quien le preguntó al barman:
– ¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Ha sido por lo de su hermana?
– Por lo de mi hermana, ¿qué?
– Las pastillas contenían veneno.
Los buenos barman deben acoger con frialdad la acusación indirecta de que pueden ser el asesino, pensó Carvalho, pero en el aplomo del falso negro había otro componente que se hizo sonrisa negra. Ahora Simplemente José le hablaba inplacablemente a su señorito:
– La caja de pastillas me la dio su madre, don Álvaro. Me dijo que había notado que su padre no las tenía en la mesilla de noche y me las dio para cuando él las reclamara. Si usted recuerda me acerqué a la mesa durante la cena abandonando mi habitual puesto de trabajo. Su madre me había hecho llamar.
Esta vez Carvalho se separó de la barra y pensó qué debía decir. El cansancio le caía encima como una catarata de relente y madrugada. No debía decir nada. Simplemente despedirse. Le tendió una mano a Álvaro que él le estrechó sin entender por qué se la tendía, ni por qué se la estrechaba.
– Asunto terminado. Me vuelvo a Barcelona. ¿Quién me acompaña al aeropuerto?
Simplemente José se estaba quitando la negritud con un delantal.
– Yo lo haré. El aire fresco me desvelará.
Carvalho removió el cuerpo de Carmela hasta despertarla. De reojo veía todas las heridas de la noche grabadas en el rostro hierático y arrugado de la madre de Álvaro y al muchacho con la cabeza entre las manos y los codos sobre la barra.
– Me llevan al aeropuerto. Vente conmigo, Carmela.
Había cara de susto en el rostro de Carmela, resucitado de entre los sueños.
– ¿A qué aeropuerto? ¿Qué pasa?
– ¿No recuerdas que nos despedimos en un aeropuerto hace quince años?
Carmela lo recordaba y se dejaba conducir por Carvalho hacia la salida donde se mezclaron con el último reguero de invitados a la desbandada. Se hablaba de un muerto, de dos muertos y vieron partir una ambulancia que Carvalho supuso llevaba los restos de Conesal. Al pie de la escalinata del Venice un coche de la policía esperaba a un huésped, el personaje de la noche y del día, Sagalés, el novelista desairado que asesinó a Conesal por despecho literario y sexual. El inspector Ramiro estaba junto a la portezuela con los brazos cruzados sobre el pecho y al ver que Carvalho y una acompañante femenina se situaban a unos metros, como a la espera de un taxi, hizo una señal amistosa hacia el detective y luego lo pensó mejor y fue a su encuentro.
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