– No podemos pedir a todas las personas la misma estatura moral.
Ya se iba, recuperado el andar de lidia, cuando se volvió quiso dejar alguna luz en el ambiente.
– ¿Otra caída?… ¡Qué caída! ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, a tu Madre, el Amor Misericordioso de Jesús. Un miserere y ¡arriba ese corazón!
Costó desvanecer los vapores ligeros del miserere pero Álvaro Conesal había solicitado entrar para comunicarles que uno de los retenidos, el editor Fernández Tutor, había tenido un ataque de nervios y podía repetirse de no darle prioridad en el interrogatorio.
– Prepárense para el espectáculo.
Fernández Tutor había perdido el sitio de la corbata, de la raya del peinado, incluso había perdido la mirada y la medida de la voz, aunque trataba de contenerse y dominar la situación por el procedimiento de no tirarse al suelo que era lo que le pedía el cuerpo.
– ¿Hasta cuándo, señores? ¿Hasta cuándo? ¡Tengo claustrofobia! No soporto ni un minuto más esta situación.
– Lamentamos mucho lo ocurrido, señor Fernández.
– Si me llama Fernández no sabré que soy yo. Me he llamado toda la vida Fernández Tutor.
– Disculpe, señor Fernández Tutor y tratemos de ser lo más breves posible. Váyase. Pero no al salón. Váyase a su casa. A usted no le necesitamos para una puñetera mierda.
Fernández Tutor estaba desconcertado y fue sustituyendo el ataque de nervios por el de indignación.
– Así que me paso aquí las horas más mortíferas de mi vida y todo para nada. ¡Ah, no! ¡Eso sería demasiado fácil!
No era amable el tono de voz de Ramiro. -¿Prefiere entonces declarar? -Claro. Inmediatamente. Breve pero inmediatamente,
– Bien. ¿A causa de qué se entrevistaron usted y Conesal esta noche?
– Soy editor de libros singulares, raros, mimados en todo el proceso de elaboración y estaba preparando colecciones selectas para el señor Conesal, que tenía un gusto exquisito y quería obsequiar a clientes o enriquecer el acervo de las bibliotecas de sus centros financieros y comerciales. Todo estaba un poco en el aire. Circulaban rumores sobre dificultades económicas terribles y me angustié.
– Después de la entrevista, ¿continuó angustiado?
– El señor Conesal me dijo: «Fernando, ponte a bien con los que van a ganar las próximas elecciones generales porque necesitarás subvenciones. Yo continúo en mi empeño, pero he de empezar a tomar posiciones. Descuida, lo nuestro sería lo último que dejaría caer.» Eso me dijo.
– Es decir, sí pero no, no pero sí.
– Exactamente.
– ¿Que representaría para usted una pérdida de este proyecto?
– La ruina.
Tenía la gestualidad en desbandada pero había reunido la suficiente entereza para confesar la raíz de su angustia y algo parecido a una nube de agua asomó a sus ojos mientras la nuez de Adán subía y bajaba como un émbolo. Ramiro le invitó a marcharse con una excesiva amabilidad y así hizo el editor mediante unos pasos de punta a talón que trataban de transmitir la imagen de un aplomo excesivo para la situación. Suspiró Ramiro.
– No soporto los hombres descompuestos. -Comprobó de reojo el efecto de sus palabras. Añadió-: Tampoco soporto a las mujeres descompuestas.
A salvo de cualquier acusación de sexismo trató a relajarse mediante movimientos gimnásticos de anciano chino. Los dos policías se miraron socarrones pero nada exteriorizaron. Carvalho era implacable contra la gimnasia pero tolerante con los gimnastas.
– Hace un calor insufrible, pero no creo que sea por culpa de la calefacción. Las palabras calientan el aire.
Se llevó las manos a la boca a manera de amplificador y gritó:
– ¡Marchando otro buitre! ¡Regueiro Souza!
Pero cuando Regueiro Souza se instaló en la silla el ambiente recuperó parte del hielo perdido desde la marcha de Hormazábal. El recién llegado les obsequiaba con la frialdad del que se dejaba interrogar por subalternos para ayudarles a cumplir con los deberes de subalternidad.
– Digamos que fui a ver a Lázaro porque apenas me había querido recibir durante el día, en una fase de despegue personal y de negocios que yo no tenía por qué tolerar. Además me interesaba por la suerte de una novela presentada, de un amigo mío, de hecho es una novela que yo le he inspirado, porque me gusta fabular a partir de las vidas que vivo y que viven los demás, incluso las que los demás viven en mí. ¿Quieren que les cuente el argumento?
Ramiro no expresó ningún entusiasmo pero se solidarizó con la tajante afirmación de Carvalho.
– Sí.
– Pues adelante.
– Es una novela sobre el mundo de los negocios. Entre banqueros y negociantes de rapiña, según el título que nos dedicó el señor Ekaizer. Una de esas aves de rapiña quiere desprenderse de su socio porque ya no le interesa en la etapa de crecimiento que vive en este momento. El rapiñero suele utilizar los dossiers sobre la vida privada de sus enemigos para chantajearles y dejarlos vampirizados en las cunetas de las autopistas de la modernidad. Consigue un dossier en el que se demuestra que su socio vive una doble vida sexual, esposo amantísimo y sin escándalos durante el día y homosexual de noche o durante los viajes al extranjero. Cuando más dura es la extorsión, el carroñero descubre que su propio hijo es uno de los amores del bisexual hombre de negocios y tiene que actuar en consecuencia. El chantaje se vuelve contra él y se suicida. Mi argumento entusiasmó a mi amigo novelista, escribió la novela, la presentó y yo quería saber si tenía alguna posibilidad de ganar.
Carvalho se trasladó a la zona de luz y Ramiro le dejó tiempo y espacio.
– El arte imita a la realidad.
Regueiro Souza asintió.
– ¿Sus relaciones amorosas se parecen a las de la novela que usted ha inspirado?
– ¿Se refiere usted a mis relaciones amorosas?
– Sí. A las reales. No a las noveladas.
– No sé si se da cuenta de lo que acaba de decir.
– Me doy cuenta.
– Si pone usted nombres posibles a los personajes de nuestra novela, ¿se da cuenta del resultado?
– Me doy cuenta.
– ¿Pretende usted ir tan lejos como su ayudante?
Ramiro estaba en plena operación de poner nombres reales a los personajes de la novela imaginada, pero Regueiro le frustró poniéndose en pie.
– A partir de este momento considero que debo negarme a declarar nada, a no ser que se explicite mi condición de retenido y yo pueda reclamar la presencia de mi abogado.
Le dejó ir Ramiro con un ademán pero la voz de Carvalho le detuvo:
– Sólo quisiéramos que facilitara mínimamente la investigación con un dato.
– Soy todo oídos.
– ¿Podría indicarnos el nombre del novelista concursante al que usted encargó la novela?
Regueiro sonreía de oreja a oreja cuando dejó el nombre en el aire.
– Ariel Remesal.
– Es de suponer que la novela la conozcan usted, Ariel Remesal y don Álvaro. ¿Alguien más?
Regueiro seguía dándoles la espalda y avanzaba parsimoniosamente para ganar la puerta.
– Se la di a leer a Milagros, la señora Conesal.
Ramiro le persiguió aceleradamente, le puso una mano en el hombro y le obligó a darle la cara con brusquedad.
– Prefiero que las personas me hablen con la cara no con el culo. ¿Por qué se la dio a leer a la señora Conesal?
– Quería que interesara en su lectura a su marido.
El rostro no sólo estaba maquillado, sino que era de una materia impenetrable. El policía le soltó el hombro y compuso un gesto de asco que tampoco inmutó al financiero. Fue sustituido por Ariel Remesal quien no se sorprendió cuando Ramiro le preguntó por su novela. Parecía alertado por Regueiro Souza y reveló que se presentaba con el seudónimo Ayax y el título Telémaco, aunque trató de minimizar el papel de Regueiro en el tratamiento de su novela.
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