– ¿De qué cambio se trata?
– Yo te doy la noche y tú me das tu destino.
– Hermosa metáfora, César, hijo. Pero un tanto nocturna, oscura, ¿verdad, Carlo?
– Verdad, Vannozza.
– Yo quiero ser el capitán de los Borja y a cambio te doy la libertad de vivir tu vida.
Hay ironía en los ojos de Joan, pero poco a poco se va convirtiendo en interés.
– ¿Cómo se puede conseguir esa alquimia? ¿Has consultado a tu astrólogo Beheim?
– Los astrólogos sólo sirven para ofrecer ritos, como los cardenales. Beheim atribuye mi destino a un hecho tan aleatorio como el que en el momento de mi nacimiento el Sol se encontraba en la casa ascendente, la Luna en la séptima, Marte en la décima, Júpiter en la cuarta. Es bellísimo pero estéril.
Mi vida se condiciona porque nací en casa de Vannozza y mi padre era un cardenal. Y tampoco asumo esta explicación absolutamente. La verdad no existe. La necesidad de actuar sí. Tengo esa alquimia, y no es otra que la necesidad de que nuestro padre se dé cuenta de lo evidente y de que tú seas quien le muestre lo evidente.
– Incluso tengo un papel, aparte del de animal nocturno.
– Tu papel es convencer a nuestro padre de que yo debo ser el capitán y que tú harás… política, por ejemplo. Estás bien situado entre Castilla y Roma, en Gandía. Puedes crear un triángulo de poder y de faldas entre Castilla, Gandía y Roma.
– En Castilla no hay más faldas que las de la reina Isabel y las de su confesor, Cisneros. Por cierto, se dice que la reina Isabel no se cambió la camisa durante toda la campaña de asedio a Granada.
– Una estrategia para rendir a los moros por el olor, supongo. No hablo en balde, Joan. Creo que mi oferta te interesa. Yo tengo ideas militares y creo que la guerra es una ciencia. Tú la ves como un hermoso desfile final en honor del triunfador.
Vannozza acaricia el cabello de Joan, el perfil de la cara.
– Los desfiles son muy hermosos, Joan. Las guerras no tendrían sentido sin los desfiles finales. Pero hay que saber estar en el momento oportuno cuando pasa el verdadero destino, Joan. No me parece ninguna tontería lo que propone tu hermano.
– Iba a decir lo mismo, Vannozza.
Ha opinado Canale, pero un criado ha entrado, se acerca a la anfitriona y le cuchichea una misteriosa noticia que pasma las facciones de Vannozza.
– Extraños amigos tienes, Joan. Me dicen que ha venido a buscarte un caballero. Un caballero o sin caballo y ¡enmascarado!
– ¿Más que nosotros?
Sonríe Joan ante su propia ironía, medita y deduce, porque con un gesto pide que sea introducido el enmascarado. Cuando lo ve se concentra su atención, se pone en pie algo excitado, contempla los manjares como un obsceno obstáculo, no sabe cómo decir lo que va a decir, pero finalmente lo dice.
– Disculpadme. César sin duda tiene razón. Soy un animal nocturno. Me llama la noche. La noche es suave para mí y me reclama. Ya hablaremos de todo eso, César. No lo echo en saco roto. Tú podrías ganar las batallas, pero ¿me dejarías a mí los desfiles?
Besa a su desconcertada madre, se despide de los demás con un gesto y sale seguido del enmascarado.
Supera Vannozza su estupor y corre hacia la baranda a tiempo de ver a Joan subir a su caballo e invitar al enmascarado a que se siente tras él sobre la grupa. Los sigue en mula el guardaespaldas del duque. Parte veloz el corcel espoleado y Vannozza se vuelve lunar y, preocupada, escudriña el fondo de la noche. Y es la noche la que se apodera de la situación con su largueza, recorriendo la silueta de Roma y siguiendo el curso del Tíber a cuya orilla cabalga el caballo doblemente cargado.
El rostro de Vannozza ocupa todo el horizonte que puede ver Alejandro Vi y los labios de la mujer le están llenando los oídos de lacerantes preguntas que no quiere oír.
– ¿Dónde está Joan? ¿Por qué toda Roma es un rumor de que lo han asesinado?
La misma pregunta la dirige dramáticamente Vannozza a su hijo César, a Corella, a Llorca, a Juanito, a la gente armada que los rodea.
– ¿Dónde está Joan? Salió de mi casa vivo, han pasado dos días y no aparece. ¿Por qué corren las calles patrullas armadas? Las nuestras, las de los Colonna, las de los Orsini.
Presiente Vannozza que algo le ocultan porque César y su padre cruzan miradas de advertencia.
– ¿Qué sabéis y no queréis decirme?
Coge César a su madre por los hombros y le habla manteniéndole la mirada. El caballo de Joan ha aparecido. También su guardaespaldas. Mal herido, es cierto, y sin poder dar información coherente.
Todas las tropas fieles al papado recorren las calles de Roma y rastrean las orillas del Tíber. Aquí están todos los embajadores extranjeros que han ofrecido su capacidad de colaboración. Cada información la ha asumido Vannozza como un mazazo y descubre ahora que el salón está repleto de cardenales y embajadores de gestos solidarios.
Se revuelve hacia Alejandro demandándole que las desmienta, que renueve su esperanza. Pero el papa aparece abatido, como si a pesar de su poderosa humanidad el trono tuviera capacidad de engullirlo y desde el melancólico abandono ve cómo se retira Vannozza entre Lucrecia y Sancha. En cuanto las mujeres han desaparecido, César informa a su padre.
– El Tíber está lleno de buceadores. Un guardián de las serrerías ha visto cómo arrojaban un cuerpo al agua. Lo han tirado desde un caballo blanco. Todo lo ha visto un tal Giorgio Schavino, que en un primer momento no le ha dado más importancia, porque cada noche se arrojan al río docenas de cadáveres. El Tíber es el vertedero de todos los crímenes de Roma. Es posible que…
Se ha cubierto el papa el rostro con una mano mientras balbucea angustiado: "En el agua no… en el agua no… Un hombre debe morir con los pies en la tierra." No le cabe más angustia en el pecho y se levanta para liberarla y caer luego de rodillas y rezar en catalán su avemaría talismán dedicada a la Virgen de Lleida. Pero no puede rezar por mucho tiempo. Se escuchan rumores que se acercan y se abren las puertas para dar paso a cuatro soldados que llevan en andas el cuerpo de un hombre. Cuando dejan las andaduras en el suelo, un rugido sale de la boca de Alejandro, que corre al encuentro de la evidencia de la muerte del hijo.
Joan de Gandía tiene el rostro morado y surcado de regueros de limo, en el cuerpo su padre va contando con dedos temblorosos ocho puñaladas y lanza un gemido de angustia cuando cuenta la novena, en la garganta, tan profunda que casi separa la cabeza del cuello. Se levanta el papa y retrocede de espaldas, para abandonar finalmente el salón de audiencias y cerrar tras de sí con furia la puerta que le separa de la evidencia. Ahora es Vannozza la que entra corriendo, grita, llora ante el hijo muerto, se abraza a él, hace descender el cuerpo hasta sentarlo sobre su regazo. Los asistentes están conmovidos y el embajador francés llora desconsoladamente, a su lado el español hasta pestañea. Por fin llegan las mujeres de la familia y consiguen que Vannozza deje el cuerpo de su hijo y las acompañe.
Los soldados devuelven el muerto sobre las parihuelas y recorren con él las dependencias del palacio hasta introducirlo en una estancia donde los espera una desnuda mesa de mármol en el centro, junto a la cual una mesa de madera sostiene las herramientas de la cirugía, recontadas por dos galenos inmutables. César ordena que todo el mundo abandone el salón menos los médicos y contempla a su hermano con los ojos llenos de compasión, no de tristeza.
– Procuren volverle a unir la cabeza al cuello. Ha de ser enterrado tan entero como había vivido.
Se afanan en seguida los cirujanos sobre el cadáver, al que desnudan, para luego baldearlo con cubos de agua aromatizada, mientras César los deja en su trabajo y vuelve al salón del trono para intentar ganar las dependencias de su padre. Pero dos guardias le cierran el paso y Burcardo le advierte:
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