Se siente incómodo el de Gandía y abandona el lecho cojeando levemente.
– No me subestimes, Sancha.
Paso por ser un conquistador de mujeres y un caudillo.
– Mujeres no lo dudo, pero tú no eres un caudillo. Sé distinguir a un caudillo. Lo es tu hermano César. Tu padre. Lo podría ser Ascanio Sforza. Ese Gran Capitán del que tanto se habla. Son cazadores y un día cazarán corzos y otro hombres. Lo que a ti te gusta, Joan, es marcharte.
– ¿Marcharme?
– No estar donde estás. Marcharte de Gandía. Marcharte de Roma. Te gustaría marcharte de allí donde estuvieres.
Se ha levantado Sancha, corre hacia el herido, se le abraza, trepa por él hasta poder acariciar su oreja con los labios.
– ¡Somos tan diferentes, Joan, tú y yo! ¡Te quiero tanto!
De negro y espada van los caballeros que secundan el avance del Gran Capitán hasta el trono del papa y cuando se arrodillaba el militar le sale al encuentro Rodrigo, lo alza y le abraza porque, lo proclama, no puede estar de rodillas el hombre que rindió al moro
en Granada y al francés en Nápoles. Doble victoria sobre los bárbaros. La cristiandad tiene una deuda con el Gran Capitán. No parece halagado el castellano por tanto elogio aunque opone al papa la insistencia en arrodillarse y besarle el anillo de la mano, tolerada esta vez su actitud benevolentemente, al precio de que el militar acepte un aparte con Alejandro Vi, ante la inquietud de un prohombre del séquito al que el pontífice envía una mirada despreciativa.
– Qué mal nos mira el embajador de España. Ni yo puedo soportarlo a él ni él a mí, don Gonzalo. Es un maleducado que no sabe hablarle a un papa. Me costó Dios y ayuda meter a un Borja en el segundo viaje de Colón a las Indias Occidentales y me sorprende que se contemple con desconfianza la presencia de los Borja en los nuevos territorios a conquistar y cristianizar.
– Vengo de un país montaraz, santidad, que ha estado guerreando durante ocho siglos.
– Yo también vengo de por allí y desciendo de altos mandos del ejército del rey Jaime el Conquistador. Sé lo que fue la Reconquista, capitán. Guerrear y sestear. Un país de contraste, siempre entre la guerra y la siesta.
Pone Alejandro Vi sus manos sobre los hombros del militar, que da un paso atrás como rechazando el contacto físico, pero no le deja retroceder el papa, le retiene y aún le atrae hasta hablarle cara a cara.
– Necesitamos el brazo armado de Castilla y Aragón para alejar la barbarie francesa de Italia y ya he hablado con el rey Fernando de la necesidad de un Estado pontificio fuerte, capaz de hacer valer su fuerza espiritual con su poder político y militar. Mi hijo será el instrumento militar de ese poder espiritual y ha de marchar
con sus tropas a la conquista de Ostia.
No hay recelo, pero sí alejamiento crítico en los ojos del Gran Capitán, a pesar de la poca distancia que guardan con los de Alejandro Vi.
– No lo impongo.
Conserva el castellano la distancia y la frialdad.
– Lo pido.
Se aguzan las miradas y sin emoción apreciable los labios del papa musitan:
– Lo pido.
Esta vez se altera Gonzalo Fernández de Córdoba, cierra los ojos y mueve la cabeza rechazando la simple posibilidad de la súplica.
– No hay que pedir lo que ya está concedido.
Atrae hacia sí el papa al capitán, mal que le disguste el abrazo al castellano, y una vez conseguido lo exhibe como un trofeo a la corte y al indignado embajador.
– ¡Proclamo grandes noticias!
Las tropas de Castilla y Aragón marcharán contra los últimos reductos franceses, y al lado del Gran Capitán, hombro con hombro, ¡el duque de Gandía!
El señalado Joan acoge con una simple sonrisa la ovación que respalda la proclamación del papa y sus ojos buscan la inteligencia con Sancha. Pero los ojos de Sancha no le aguardan. Diríase que Sancha sólo mira al militar castellano y espera junto a Lucrecia, Giulia y las damas de la corte ser presentada al héroe de Granada. Conduce el papa a Gonzalo hacia el duque de Gandía primero, los cardenales después, entre ellos César, y finalmente las damas, y hay cruce de miradas primero, luego de palabras, entre Fernández de Córdoba y Sancha.
– Vengo de Nápoles y he querido ofrecerle un regalo, doña Sancha.
– ¿Un escudo de armas? ¿Una espada?
– Una persona.
– ¿Viva? ¿Muerta?
A un gesto del capitán, de entre el séquito sale el joven Alfonso de Aragón y hermano y hermana se abrazan primero, para coger después Alfonso a su hermana por las manos y darle vueltas alrededor del eje de su propio cuerpo como si Sancha levitara a una velocidad de tiovivo. Forman círculo los asistentes, momento que aprovecha el embajador para acercarse al Gran Capitán.
– Pero ¿se ha vuelto loco? Las instrucciones del rey Fernando son bien precisas. Hay que parar los pies a los Borja. ¿Y qué hace usted? Primero le dice que sí a la grotesca farsa de promocionar a su hijo y ahora trae a la corte al hermano de doña Sancha y se lo pone en bandeja al papa para que lo case con Lucrecia. No era ésa la estrategia del rey Fernando y mucho menos la de la reina Isabel.
Ella detesta a este papa hereje.
No tiene ojos el militar para el embajador. Todos los tiene para la morena napolitana, en situación de presentarle su hermano a Lucrecia. Ascanio Sforza ha abandonado el círculo de cardenales y pasea junto a César.
– Voluble es la muchacha. Parece que acaba de dejarnos a todos por el capitán español.
– Es una sibila.
– Pitia desde luego, no, tal vez Casandra. Oportuna asociación. Casandra fue sibila porque Apolo, enamorado, le dio el don de la profecía, pero cuando ella lo rechazó, Apolo divulgó que todas las profecías eran falsas. ¿Quién de nosotros hará de Apolo? ¿Tú, César?
– ¿Por qué no? Doña Sancha tiene el cerebro en la entrepierna y lo tiene muy desarrollado.
Desangelado, Joan contempla los juegos oculares de Sancha y el Gran Capitán, hasta que se siente vigilado el soldado por los ojos del duque y cambia la atención por
la mujer por la dedicación a su inmediato compañero de armas.
– Deberíamos hablar a fondo sobre la campaña, duque. Yo calculo mis expediciones metro a metro, pan a pan de la intendencia. Y quisiera que comenzáramos haciendo un análisis sin piedad de los defectos de la campaña contra los Orsini, en la que no me explico cómo fracasó un militar tan experto como Guidubaldo de Urbino.
– Guidubaldo tiene una mentalidad de condotiero clásico. Hoy la guerra es un arte, mejor, una ciencia.
Se toma tiempo para contestar el Gran Capitán y cuando lo hace trata de filtrar la ironía para que no soliviante al displicente duque.
– Qué razón tiene, señor duque.
El tiempo de los aventureros victoriosos se ha terminado y empieza el tiempo de la ciencia de las derrotas.
– Es un honor recibir al duque de Gandía, el conquistador del castillo de Ostia, al lado del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba.
Ascanio Sforza ha levantado la copa y secundan el brindis cardenales y patricios.
A pesar del homenaje no se siente cómodo el duque, semirrecostado en una tumbona, sobre las sienes una corona de laurel, con la copa por enésima vez vacía y el brillo de la embriaguez en los ojos con que recorre el grupo de invitados de Ascanio sentados a la mesa.
Un viejo clérigo coloreado por el alcohol, también sobre las sienes una báquica corona de laurel, se dirige al duque.
– Con la venia, caudillo victorioso.
Ascanio le corta con la mirada y retoma el discurso de la amabilidad.
– Os preguntaréis por qué un Sforza, familia tan agraviada últimamente por los Borja, organiza este homenaje al duque de Gandía. Y os limitaréis hoy, mañana, siempre, a la explicación que voy a daros. A pesar de que mi sobrino Giovanni ha sido repudiado como marido de Lucrecia y a pesar de los recelos que tradicionalmente se cruzan Milán y la Santa Sede, mi lealtad al papa y a su proyecto de Estado Vaticano está fuera de cualquier sospecha.
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