Lorenzo Silva - Nadie vale más que otro

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El asesinato de una mujer en el que todas las sospechas recaen en un marido con un largo historial de malos tratos, la violación y la muerte de una niña, el hallazgo del cadáver de un delicuente común donde todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas y el crimen contra un inmigrante en un pequeño pueblo son los cuatro asuntos que tienen como nexo, además de suceder todos en periodos estivales, el hecho de ser crímenes tan cotidianos como lo que se leen a diario en los periódicos, alejados de la extravagancia y de la sofisticación y, en consecuencia, tan reales como la vida, o la muerte, misma.

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– Juiciosa actitud. En fin, vamos a ver, por ir atando algunos cabos. Nos dijo el guardia que habéis cogido pelos, huellas diversas, etcétera. ¿Habéis tenido tiempo de mirar algo?

– Afirmativo, compañero -dijo-. Somos pocos pero pringados. Las huellas dactilares que levantamos, de los dos cónyuges. Bueno, habrá que mirarlas con el microscopio y eso, pero así a ojo de buen cubero, no esperes mucho más que lo que te estoy diciendo. Las pisadas, por lo menos la mayor parte, concuerdan con el calzado que llevaba ayer el marido. Hay una, parcial y muy pequeña, que nos resulta dudosa, pero eso tendrán que verlo en el laboratorio, no aseguraría nada de momento. Y en cuanto a los pelos, pues hemos hecho un análisis morfológico basto, rápido y con los ojos ya cayéndosenos. No me atrevo a sacar conclusiones.

– ¿Y el pajarito?

El sargento se restregó los ojos, logrando sólo enrojecérselos un poco más. Luego, con aire resignado, declaró:

– Pues mira, así como para irse de copas con él o encargarle que te cuide a los hijos, no me parece. En su honor, que no ha intentado negar nada de las denuncias por agresiones y amenazas. Vamos, ni siquiera las agresiones y las amenazas en sí. Ya veréis, tiene una curiosa idea acerca de las relaciones entre hombres y mujeres y el papel que a cada uno le viene asignado en la vida.

– ¿Curiosa? ¿De veras? -inquirió Chamorro.

– Por usar una palabra suave. Ahora bien -siguió el sargento-, en cuanto a lo que nos ocupa, se cierra en banda como un galápago. Lo hemos probado todo. Le hemos dicho que el hacha aparecerá, que las circunstancias lo dejan a los pies de los caballos, le hemos presionado, dentro de la legislación vigente, por supuesto, y hasta he intentado hacerme colega suyo. Lo único que no he hecho ha sido ponerle el culo para que me diera, que uno tiene sus prejuicios. Pero oye, como si hablara con la pared. Que no sabe. Que no ha sido. Que algo debía de haber en la vida de su mujer que él no conocía, aunque se lo olía. Pero cuando habla de esto último me parece que le patinan bastante las neuronas.

– O sea, que trata de vendernos una teoría -dijo Chamorro.

– No sé si llamarla tanto como una teoría. Es más bien una paranoia. Se le ponen los ojos desorbitados y todo. Ya la escucharéis. Al parecer tiene la idea de que su Sandra era un pendón, que le engañaba y no sé qué más, y supongo que a partir de ahí se sentía con derecho para calentarla siempre que algo se le torcía o le sentaban mal las copas que se iba a tomar después de trabajar.

– ¿Alcohólico? -consulté.

– No que nos conste. Vamos, lo normal, un par de copazos para encontrar el camino de la cama, algún carajillo en invierno. Eso es lo que él dice. Por otra parte, ayer estaba sobrio, y lleva ya casi diecisiete horas sin combustible, como poco, y no ha pedido.

– ¿Tenéis por ahí las fotos del cadáver?

– Y el cadáver mismo, en las neveras del depósito comarcal. Si queréis hacer la excursión, poco más de media hora.

– Pues no de momento -rehusé-. A ver luego. Pasa las fotos.

Son duras, las fotografías de cadáveres. Están como doblemente muertos. Porque si la foto siempre mata el instante que registra, en estos casos viene a ser una tétrica redundancia. Y si el difunto ha sufrido destrozos como los que presentaba el cuerpo mutilado de Sandra Navarro, la sensación resulta todavía más deprimente. Conté no menos de catorce tajos. Una barbaridad sin paliativos.

– ¿Y de la autopsia, qué deduces? -pregunté a mi colega.

– ¿El alcohol y el semen, dices? Pues que Sandra regó bien la comida y que tuvo sexo. Respecto de lo uno, en la basura encontramos dos birras y una botella de tinto. En cuanto a lo otro, pues ya sabes que acabaremos sabiendo si es o no de nuestro hombre.

En ese momento oímos un tumulto en el exterior del puesto. Nos asomamos. Había una concentración de probos ciudadanos indignados que, por lo que pudimos oír, reclamaban para el marido de Sandra medidas profilácticas tan ponderadas como caparlo, quemarlo, darle garrote vil o descuartizarlo con un hacha, igual que él había hecho con la interfecta. Entre ellos, algunos periodistas, un par de cámaras de televisión. En fin, el circo.

– No sé yo si Aranda no tendría que llamar al jefe de línea para considerar la posibilidad de mandarnos unos cuantos chicos de la porra -sopesó el sargento-. Yo a esa horda no trato de pararla.

– Ni ellos van a tratar de entrar -aposté-. Sólo es un acto de afirmación de su conciencia de rectitud. Vamos, Chamorro, que nos toca despertar a ese hombre. Casiano se llama, ¿no?

– Bernal Taboada -completó el sargento-. Por lo que se ve, aquí son un poco sádicos para cristianar a los hijos. Oye, que os cunda. Nosotros vamos a controlar mientras que se envíen todas las muestras en condiciones al laboratorio. Si te parece bien.

– Desde luego -aprobé-. Pero no mandes todavía los pelos, hazme el favor. Quiero verlos.

– Como tú digas.

Me ocupé de que Casiano tuviese, dentro de las disponibilidades, un desayuno reparador. Café con leche, un par de donuts y un zumo de naranja que le hice yo mismo con los suministros de materia prima y utensilios que le pedí a la mujer del brigada.

– En momentos como éste, alucino contigo -dijo Chamorro.

– ¿Por qué? -pregunté, mientras apretaba la mitad de naranja contra el exprimidor-. Cristo lavó pies de pecadores. ¿Por qué voy a juzgar a mi hermano Casiano indigno de que yo le sirva?

– Nunca pierdas la ocasión de hacer bromas sacrílegas.

– ¿Broma? ¿Sacrílega? En absoluto, creo en lo que digo. Y además me relaja. Mientras realizo este pequeño y poco oneroso esfuerzo manual, preparo mi mente para la lucha que se avecina.

– Menos mal que sé que te estás quedando conmigo -apreció Chamorro-, porque si no me vería obligada a hacer el comentario tópico sobre la gente que decide estudiar Psicología.

– Es así. La mitad estamos pirados al entrar. Y la otra mitad, al salir. Pero esto no es chifladura, sino afán de originalidad.

Chamorro meneó la cabeza y decidió no seguir dándome gusto. A veces me sentía un poco tonto, pero después de tantos años llevando asuntos tristes, había aprendido que uno tiene que mantener una reserva de humor para no perder las ganas de vivir y no tratar inhumanamente a la gente que por hache o por be se cruza en el camino de un investigador de homicidios. Una parte de ella resulta ser inocente. Y la otra siempre está muy sola.

Solo como un perro, como el perro que todos le consideraban, estaba Casiano en el cuartucho que hacía de celda en aquel puesto. Aunque las paredes habían sido revocadas recientemente, eran las mismas que podían haber visto la desesperación de los detenidos a lo largo de una pila de décadas. Casiano no dormía.

– ¿Quién es usted? -preguntó al verme.

– Soy el sargento Vila. He venido de Madrid, con mi compañera, Virginia. Le traemos el desayuno.

– ¿Eso es mi desayuno?

– Sí. Disculpe que no sea mejor, nuestros medios son humildes. También tenemos que interrogarle. Pero antes reponga fuerzas.

– Oiga, ¿esto qué es, para despistarme? ¿O me han echado algo?

– No. Le necesitamos bien despejado. Coma.

5. Su hombre para los restos.

Un buen desayuno siempre se agradece en medio de la adversidad. Lo sabía, lo había comprobado muchas veces, en carne propia y ajena, y por eso me había preocupado de facilitárselo a Casiano Bernal. Después de dar cuenta de él, los ojos que volvió en mi dirección no eran hostiles. Cansados, asustados, un poco desconcertados, pero no hostiles. Un alentador comienzo.

Repasamos, porque la repetición también es una técnica policial, aunque resulte demasiado gris como para sacarla en los telefilmes, todas las cuestiones generales. Su edad, cuarenta años; sus circunstancias familiares, ahora viudo, y sin hijos; su profesión, carpintero; sus medios de vida, un taller de carpintería en el que empleaba a cinco personas y cuya producción abastecía a varios mayoristas de muebles. Era esta industria, por cierto, junto a los albañiles y otros operarios especializados que prestaban sus servicios en Madrid, la que allegaba el grueso de los ingresos con los que se sostenía, más que airosamente, la economía local.

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