– A ver, sitúame -le pedí.
– Tengo varias cosas que contarte -comenzó-. La mañana nos ha cundido bastante, lo que prueba que la ausencia del jefe es un factor crucial para el fomento de la productividad.
– Nunca he dudado de eso, en términos generales. Desembucha.
– Yendo a lo más urgente, por qué vamos hacia Gavá. Resulta que Stefan tiene el teléfono activo y que, según Rubio, que estaba allí al quite con los mossos, desde el mismo momento en que se lo han pinchado ha empezado a hablar por él. Lamentablemente en rumano, con lo que tenemos grabadas varias conversaciones que pueden ser muy enjundiosas y de las que no entendemos ni papa. Pero bueno, que hable por el teléfono es buena señal. Significa que no nos espera y que no teme que le tengamos puesto el canuto. Supongo que a Cata le quitaron el teléfono y se deshicieron de él con el propósito de que no pudiéramos ver que le había llamado, sin sospechar que era ya a Cata a quien teníamos pinchada. Por una vez, la suerte está de nuestro lado.
– Para variar, no está mal.
– La otra buena noticia es que sabemos por dónde se mueve. Ha tenido una mañana inquieta, pero desde hace media hora está clavado en Gavá. Y además, desde que llegó ahí, no habla. Sólo ha recibido dos llamadas que no ha cogido. Eso quiere decir que está enfrascado con algo, por eso Riudavets ha pensado que era una buena oportunidad para ir por él. Viene de camino con su gente y con Rubio y Tena. Según dicen, la zona donde está Stefan es un polígono industrial, nos bastará con vigilar un par de naves o tres para acabar dando con él.
– Sí, aunque a ver cómo le reconocemos.
– También respecto de eso tengo novedades interesantes. Hace poco, según su compañía telefónica, recargó el teléfono desde un cajero automático. No me preguntes cómo hizo esa pardillada, lo mismo le pilló en un apuro sin efectivo o sin dónde comprar una recarga. La tarjeta de débito donde cargó el gasto corresponde, mira tú que casualidad, a un tal Stefan Gheorghiu, y la gente de Riudavets ha conseguido la foto de alguien con permiso de residencia bajo ese nombre que vive en Viladecans. Los de extranjería nos dicen que el apellido es relativamente común entre los rumanos y que no nos entusiasmemos, pero algo es algo. Y Viladecans, según me dicen, está al lado de Gavá.
– Bien, ¿algo más?
– Sí. Y agárrate para cuando te lo diga. Hemos mirado el listado de llamadas del teléfono móvil de Cata y también el del móvil prepago que nos dio Vinuesa. Desde donde le llamaba aquel misterioso Jaime, según su versión. Del de Cata no hemos sacado gran cosa, por ahora, pero en el otro hay varias llamadas a un número que te va a gustar.
– Virginia, por tus muertos, no me juegues al suspense, que ya he entrado en la edad de riesgo coronario. Lárgalo ya.
– El de Stefan. ¿Qué te parece?
Apreté la mano izquierda contra el volante y dije:
– Que ha sonado la hora de las hormiguitas. Que después de inflarnos a amontonar grano llega el momento de sacarle partido. Ahora sí, Vir. Yo tampoco he perdido el tiempo, aunque te lo parezca.
– ¿Has encontrado algo?
– Más o menos -dije-. Un anónimo amenazante. Alguien le advirtió a Neus, de bastante mala manera y con una pésima ortografía, que si seguía por donde iba se encontraría pronto bajo tierra.
– Eso termina de darle color al dibujo, ¿no?
– No sé, siempre cabe que fuera un chalado al que no le gustara su programa. Pero Neus se había guardado el anónimo en un libro que parecía interesarle mucho. Hay razones para pensar que tenemos encerrado a alguien que podría no ser el causante del estropicio.
– He hablado esta mañana un rato con él -dijo Chamorro-. No ha sabido decirme nada más, o nada más que nos sirva a efectos prácticos. La verdad es que el hombre está hecho polvo. O eso, o finge muy bien. Me ha hecho sentir mal, por la caña que le di el otro día.
– Te mantuviste dentro de los límites. No te tortures.
– ¿Por dónde vas?
– Voy a tomar ya la autovía. Os llamo cuando esté cerca de allí. ¿Dónde habéis fijado el punto de encuentro?
– A la entrada del pueblo.
Llegué el último. Estaban arremolinados en torno al capó de un coche, mirando un plano. Riudavets y cuatro de los suyos, entre ellos Asensi, y la gente de mi equipo. Riudavets comentaba con Rubio la topografía del objetivo mientras Asensi se mantenía en comunicación con su centro de operaciones, desde donde controlaban la posición del teléfono móvil de Stefan. Al verme llegar, Riudavets me apremió:
– Hola, Vila, me dicen que ya estás al corriente.
– Aproximadamente sí.
Me señaló un punto en el plano.
– Podrían ser varias naves, con el margen de error del localizador, pero nos inclinamos a pensar que sea ésta, la que está en la esquina de esta manzana. Las dos contiguas son una imprenta y un depósito de una cadena de supermercados bastante conocida. Ésta, sin embargo, es un almacén de una empresa logística que no le suena a nadie.
– Me sumo a tu criterio. Parece grande.
– Sí, menos mal que somos una pandilla. Propongo rodearla y esperar a que salga. Lo más normal es que lo haga por la puerta principal, así que, si te parece, ahí nos apostamos tú y yo para identificarlo.
– Me parece.
– Con los demás creo que podremos cubrir las otras salidas.
– Y a echarle paciencia.
– Tranquilo -dijo-. Hemos comprado bebida y bocadillos.
– Previsión catalana -bromeé-. ¿Y nos vais a convidar y todo?
– Qué va, hemos traído el ticket del Caprabo para cargaros seis onceavos del importe a los parásitos del Estado centralista.
– Vale, me lo he ganado.
El almacén tenía atrás un pequeño muelle de carga y una puerta lateral, además de la entrada situada en la fachada que daba al frente de la calle. Nos repartimos estratégicamente. Asensi, con otros dos de los suyos y Gil, cubrió el muelle de carga. Rubio y Ponce y un mosso, la puerta lateral. Y Riudavets y yo, junto a uno de sus hombres y Tena y Chamorro, la entrada principal. Salvo que tuvieran un túnel al estilo La Gran Evasión, nadie podría entrar o salir de la nave sin que lo viéramos. Infringiendo su habitual reserva, Tena se permitió observar:
– Es la primera vez desde que estoy aquí que tengo la sensación de haber vuelto al ejército. Me recuerda a las maniobras de despliegue en población. Aunque con malos enfrente, que cambia un poco.
– Tena viene de la mili -le expliqué a Riudavets-. Y no de cualquier parte de la mili, si me dejas que se lo cuente, Tena.
– Yo no me avergüenzo -dijo-. Aunque a la gente le choque.
– ¿Dónde estuviste? -preguntó Riudavets.
– En la Legión -reveló Tena, con orgullo.
Riudavets no supo controlar ahí sus cejas, que subieron hasta casi rozarle el tupé. Consideré oportuno tranquilizarle un poco:
– Pero no te preocupes. Suele avisar antes de disparar.
Tena sonrió forzadamente. Y dijo:
– Ya sé que a todo el mundo se le hace raro. Pero con dieciocho años, a mí me pareció mucho mejor meterme ahí que hacerme camarera, como mis amigas. Y no me arrepiento. Me enseñaron muchas cosas y he podido entrar en la Guardia Civil y tener un camino en la vida.
– Claro -dijo Riudavets, con escasa naturalidad.
Estuvimos vigilando cerca de una hora, sin que nadie llegara ni se fuera del almacén. Ante la entrada de la nave había dos furgonetas y cuatro coches. Una de las furgonetas era de carga, la otra, me chocó, de pasajeros. Los coches eran grandes y relativamente potentes. Destacaba un Lexus deportivo. Mientras daba cuenta de mi sándwich, me pregunté quiénes estarían dentro y qué estarían haciendo. El Lexus, ¿sería de Stefan o de otra persona? ¿Era Stefan el jefe o un subalterno? Recordé la conversación que había tenido con Catalina Iliescu. Ella se refería a alguien que se había vuelto loco y ante quien pedía al hombre que intercediera. Esto, como la respuesta de Stefan, no puedo ayudarte , me inclinaba a pensar que el jefe era otro. Pero no era un argumento definitivo. Y en todo caso, tampoco me servía para descartar que el Lexus fuera suyo. Desde donde estábamos no podíamos ver las matrículas de los coches, pero se me ocurrió enviar a alguien para que las anotara, y ya que parecía que íbamos a tener tiempo, comprobarlas. Se lo comenté a Riudavets, que no sólo estuvo de acuerdo, sino que añadió:
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