Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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Eunice se aproximó. Con voz susurrante, repuso:

– No es exactamente como lo pintas. En principio, aquel a quien obedezco prefiere no tener que recurrir a ninguna clase de violencia. Nadie quiere que sufras el más mínimo daño.

Bálder arrugó la frente.

– Pongamos entonces que me has persuadido -concedió-; no discutamos por la palabra. ¿Ante quién has de llevarme?

– Su nombre no te diría nada.

– ¿En qué se ocupa?

– Es uno de los secretarios del Arzobispo. Yo soy su ayudante.

– Ya veo. ¿Y no habría sido más sencillo que me llevaran los guardianes ante él?

– Quiso que pasaras por aquí antes. Pensó que acrecentaría tu interés por verle.

– Han sido los guardianes quienes me han impresionado. No me asombra que este despacho esté vacío. Hace siglos que no sé de Ennius. Casi le había olvidado.

– Pues ayer mismo estaba aquí, dictando el último memorándum en el que pedía tu expulsión de la obra. Un memorándum apasionado, pero reiterativo. Ennius debió haber sopesado el silencio que encontraron sus anteriores peticiones. Sobre ciertos particulares, la dirección de la obra tiende a pronunciarse por omisión.

Bálder se echó hacia atrás en su asiento y colocó el pie derecho sobre el filo de la mesa.

– Lamento profundamente la torpeza de Ennius -deploró, nostálgico-.Ya no podrá esparcir su caspa por esta habitación y en su sillón se sienta ahora una mujer que se burla de su diligencia. ¿Hay algo más en lo que debas instruirme?

– Es probable que no te hagas cargo de la trascendencia de este día.Vas a entrevistarte con 9uien redacta órdenes que el Arzobispo firma sin mirar. Ordenes que a veces nadie, salvo él mismo y quien haya de ejecutarlas, conoce. Ordenes que se cumplen sin rechistar.

– ¿Te encargó que trataras de apabullarme contándome esas cosas?

– ¿Y si lo hubiera hecho?

– Me ayudaría a formarme un criterio sobre él.

– ¿Y?

– Seguirían asustándome los guardianes. Pero no me asustaría tu jefe. Creo que nunca temblaré ante él. No tengo temor de Dios, sino de sus criaturas. Cuanto más intentan parecerse a Dios, menos me preocupan los canónigos. No importa el emboscado que da la orden. Hay que preocuparse del que pone los dedos sobre tu garganta. No existe nada entre uno y el que da la orden. Con el verdugo, por el contrario, existe una especie de intimidad.

Eunice le dedicó un gesto de estupor.

– ¿Eres siempre así?

– ¿Cómo?

– Tan poco disimulado.

– ¿Ganaría algo ocultándome?

– Nadie se desnuda con el primero que se encuentra.

– Tal vez sea que he perdido el gusto por las mujeres, pero no el de estar desnudo ante ellas.

– ¿Es por mí?

– Si me hubieran enviado a un canónigo en tu lugar, me desnudaría menos.

La mujer le miró con sensualidad.

– Puede que debiéramos coincidir en algún otro momento y algún otro sitio.

– Puede, según para qué.Yo no arriesgo nada, pero tú ayudas al que decide por el Arzobispo. Es una posición que te entristecería perder.

– Es mi ventaja.

– Sabes dónde duermo -dijo Bálder-. Nunca iré donde duermas tú. No es que resista la tentación, me limito a cumplir mi penitencia. Siempre podría no estar a la altura. Por eso no persigo a nadie.

Eunice no hizo más comentarios. Se levantó y caminó despacio hasta la puerta. La abrió y le indicó al extranjero el camino:

– Nos esperan.

Cuando estuvo en el corredor, la mujer le rebasó y le invitó a que la siguiese. El tallista fue tras Eunice, abstraído en la ondulación de su cuerpo al caminar. Mientras ascendían hacia los pisos superiores del palacio, Bálder salió poco a poco de la abulia en la que había vivido durante las últimas semanas. La obra volvía a reclamarlo. Siempre que reanudaba el enfrentamiento tenía la sensación de que sólo había de servirle para acabar sufriendo una derrota más costosa que la de los demás, pero su instinto no le permitía doblegarse. Subió las escaleras que le conducían hacia el secretario, si Eunice no había mentido, con la resucitada intención de defender, contra las nuevas asechanzas de la obra, la sustancia interior que ya nunca podría salvar o restituir, sino, como mucho, conservar en una fracción cada vez más difusa.

La antesala del secretario, en la que había una amplia mesa sobre la que Eunice reorganizó unos papeles con soltura de propietaria, era bastante más espaciosa que el despacho de Ennius. El mobiliario era de mayor calidad y el paisaje que se contemplaba desde su ventana mucho más extenso que el que se contemplaba desde la del malogrado canónigo. Al fondo, apuntando sus cuatro brazos hacia el cielo, se veía la catedral en construcción. Eunice cogió un vaso de fino cristal tallado y se sirvió agua de la jarra que reposaba sobre una bandeja de plata.

– Se acerca el verano. ¿Tienes sed? -consultó la mujer después de apurar su vaso.

– No -contestó Bálder, desconcertado por los lujos de que ella disponía.

– En ese caso te anunciaré. Quédate aquí.

La ayudante del secretario salvó con su andar armonioso la relativa distancia que había entre su mesa y la puerta de madera oscura que se abría en la pared frontal. Golpeó un par de veces con los nudillos y entró sin demasiada ceremonia.

– Aquí lo tienes -oyó Bálder desde lejos-. ¿Le hago pasar?

– ¿Ha venido de buen grado? -dijo, algo más lejana, una cálida voz masculina.

– Más o menos.

– ¿Y eso qué significa? -interrogó el hombre. No para de hablar de los guardias.

– ¿Los utilizaste?

– No tenía tu permiso. Se fueron inmediatamente.

– No me refiero a eso.

– Sólo le hice ver que no podía garantizarle que no los fueras a utilizar tú.

– Eres una zorra, Eunice.

¿Podía acaso garantizárselo?

– Pudiste omitir el comentario.

– Me preguntó. Habría sido mejor que hubiera ido yo sola.Ya te lo…

– Sí, ya me lo sugeriste. ¿Puedo darte un consejo, querida?

– Siempre. Eres el jefe.

– No juegues con esto.

– Ni se me ocurriría. La niña lo quiere para sí.

– No debí haberte encargado que le trajeras.

– Haber bajado tú por él.

– No seas insensata. Que entre. Luego ajustaremos cuentas tú y yo.

– ¿Como de costumbre? -se rió Eunice.

– Que entre.

La mujer apareció bajo el dintel y caminó con los ojos bajos y una ambigua sonrisa hasta su mesa. Se dejó caer suavemente en el sillón y le señaló la puerta abierta con el pulgar izquierdo.

– Que entres.

– Ya lo he oído -asintió Bálder-. ¿No deberías haber cerrado?

Eunice le miró divertida:

– Para qué. Has pasado la raya hace mucho tiempo, maestro. Ahora sólo pueden suceder dos cosas y ninguna depende de lo que escuches o dejes de escuchar desde la habitación de al lado.

– Ya veo. ¿Te castigará?

– ¿Él? No lo creo. Tal vez lo consideraría, si la suerte terminara distinguiéndote. Pero hasta ahora no ha distinguido a nadie.Y no me pareces tan excepcional, aunque mi juicio no cuenta, claro.

– No entiendo.

– Ni falta que hace.Vamos.

Bálder avanzó hacia la puerta abierta. A medida que se iba aproximando, aparecía ante él una porción mayor del despacho del secretario. Al Sur y al Este, todo eran ventanales. Al Norte estaba la pared que iba a traspasar. Una vez lo hubo hecho, vio a unos quince metros a su derecha, que era el Oeste, la enorme mesa del secretario y tras ella una pared casi toda ella ocupada por un óleo que representaba un martirio célebre. El hombre, que se puso en pie al ver a Bálder, parecía pequeño en la inmensidad de su reino.

– Acérquese, maestro -le invitó.

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