Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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– ¿Y los artistas?

– Vienen por lo mismo. Obtienen un trato favorable, privilegios. A cambio sólo tienen que adular a los canónigos. Un precio módico, si no fuera porque nunca queda en eso. Todos los que ves lamentan haberse vendido al diablo. Ahora viven el peligro, cada noche.

– ¿Qué peligro?

– Varios. Los canónigos no son sus iguales. Las mujeres que hay aquí los pisotean siempre que se ponen a tiro. Náusica puede hacerlos asesinar si una noche padece de jaqueca.

– ¿Y Horacio?

– Horacio vive más suelto, porque presta más servicios al círculo. Mientras siga siendo el cazador podrá tomarse las licencias que se toma. Cuando alguien decida que ya no sirve, sufrirá como ninguno, y lo sabe. Por eso se aprovecha con ese descaro. Es un vividor.

Bálder observó a Camila. Ante sí tenía a la tercera o quizá la cuarta mujer que ella había dado en ser. La prefería a la que le recibía en la antesala de Ennius, aunque no estaba seguro de preferirla a la que iba a su celda, ni a la que había salido a exhibirse en el subterráneo. Era más diáfana, pero Bálder había deseado enamorarse de aquella mujer y a tal fin sentaba mejor un cierto enturbiamiento.

– ¿Y tú, a qué vienes? -interrogó.

– A qué vengo -se mofó Camila, amargamente.

– Me refiero a qué esperas conseguir.

– Nada. Vengo porque no tengo elección. -Tomóaliento antes de relatar, con cansancio-: Horacio me captó para ser una de las mujeres. Debería suponer que es una especie de honor ser la última de las cortesanas de Náusica. Pero hace dos años que vengo. Aunque no arriesgo como otros, no me fascina decorar las reuniones o ser el aliviadero de los canónigos. Lo llamo así porque no he topado con ninguno que practique algo que merezca otra palabra, ni siquiera la más sucia con que pueda denominarse el acto entre seres normales. Si al menos me cupiera emplear una palabra sucia, podría sentir que me corre la vida por las venas. Esto es un cementerio. Lo malo es que los muertos son capaces de una crueldad inagotable, en desquite de su propia desgracia.

A Bálder todavía le dolió la revelación de Camila. Pero acogió el dolor sin sublevarse, casi con gozo, porque le arrancaba de la insensibilidad a la que se había habituado. Sin hostilidad, ni hacia Camila ni hacia su propia suerte, arguyó:

– No deberías estar aquí conmigo. Estás descuidando tus obligaciones.

– Los canónigos agradecen un poco de dificultad.Tratan de suplir con el baile la falta de música. Estar aquí contigo no es algo que tenga que perjudicarme, de momento.

– Pero tu acompañante no deja de espiarnos.

– En ese caso debería besarte. Le provocaría y disfrutaría más dentro de una hora. Él, quiero decir.

– ¿Y por qué no lo haces?

– No es sólo él quien nos mira.

Automáticamente, Bálder buscó a Náusica. Bajo los rizos rubios que le caían sobre la frente a la imperiosa muchacha, volvió a encontrarse con su pertinaz mirada y volvió a sentir un escalofrío. Regresando a Camila, dedujo:

– Así que la temes.

– Desde luego.Tengo motivos. La he visto actuar.

– ¿Quién es? ¿Debería temerla yo también?

Canilla no respondió. Incluso apartó la cara, como si tratara de ocultar su gesto.

– Pues no voy a temerla -anunció Bálder.

En la cara de Camila, que ahora sí pudo ver, había una mezcla de desconcierto y pánico que por un momento desarmó al extranjero. Sobreponiéndose, Bálder siguió hablando:

– No voy a temerla porque nunca voy a regresar aquí. Dile a Horacio que no me ha interesado su truco final. Que se guarde a todos estos bufones de púrpura y a su avispa reina donde le quepan. Me vuelvo a la madera, que es mi casa.

– No estás pensando lo que haces -advirtió Camila, asustada.

– Lo estoy pensando como no he pensado nunca.Todos los que me he tropezado son siervos de la obra porque lo han aceptado.Yo no lo acepto y ya es hora de que lo empiece a demostrar. Me voy a levantar y me voy a marchar de este sitio.Ven conmigo.

Camila retrocedió un paso. Pero en sus ojos había una luz, tal vez simple excitación, tal vez el halago de que el extranjero la solicitase.

– Tendría que estar tan loca como debes de estarlo tú.

– Enloquece.

– No imaginas con qué estás jugando. Será un desastre.

– En ese caso, los dos correremos la misma suerte. He desconfiado de ti todas las veces que te he encontrado.Ven conmigo y no podré desconfiar.

Camila recorrió la sala con la mirada. Dio con el canónigo que la aguardaba, con Horacio, circunspecto como jamás le había conocido Bálder, y por una décima de segundo, con Náusica, que continuaba sin pestañear.

– Esto es el fin -dijo, sonriendo-. He intentado demostrar que eras como los otros, pero ya no me quedan más pruebas.Ahora, si es preciso, me toca morir por ti.Voy donde tú quieras, maestro.

Camila se puso en pie y Bálder contempló la serena tristeza de su rostro con la certidumbre de que jamás había sido ni volvería a ser tan bella. Apuró la vergüenza de que aquella mujer le quisiera como él no podía quererla, la culpa de tener en el cuenco de las manos un amor heroico que se iba a derramar sin que pudiera recompensarlo. No adivinaba el futuro y menos deseaba adivinarlo, pero juntó todas sus fuerzas para construir al menos en aquel frágil instante que era el presente algo que Camila y él mismo pudiesen guardar sin oprobio. Se irguió, buscó el equilibrio y dio a Camila su mano. Salieron despacio, Camila con la cabeza inclinada y Bálder desafiando la irrompible impasibilidad de Náusica, que los siguió desde su trono sin mover un dedo para detenerlos.

Aquella noche, entre las sábanas de Camila, Bálder se resarció de su pasividad; fue pródigo y restauró su posesión, entregó su alma y la rescató del abismo al que la había asomado. Camila temblaba entre sus manos como si fuera a quebrarse, como temblaba y amenazaba con quebrarse todo lo que entre sus manos había y aun sus mismas manos. Pero por unas horas, Bálder conoció el extraño favor de Dios.

Por la mañana, mientras caminaba hacia la obra, comprendió que había llegado la primavera. Oía zumbidos de insectos, las plantas resurgían, el sol alumbraba en lo alto sin obstáculos. No hacía frío y en el cielo había regiones de un rabioso azul.

En el recinto de la catedral, sin embargo, poco había variado respecto del invierno. Aulo vociferaba y los operarios le obedecían de mal grado. Los artistas no exteriorizaban un gran alborozo, pese a la mejora de las condiciones de trabajo al aire libre con que el cambio de estación les beneficiaba.Y en el coro, cuando entró bajo la lona, la tarea diaria se reanudaba al ritmo de siempre. La obra, en suma, era la misma, y había de reconstruir su espíritu de resistencia si quería recuperar el arte que durante el tiempo que había estado en tratos con Horacio había abandonado.

Durante el almuerzo, Núbila apenas se paró a encubrir su curiosidad por lo que había sucedido a Bálder en el otro lado.

– ¿Cómo te fue? -preguntó, en cuanto se sentaron a la mesa.

– Muy bien -opinó Bálder.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Vi a los canónigos y a los demás amigos de Horacio. Vi a las mujeres.Vi a la llamada Náusica. Escuché discusiones que luego resultaron ser una pobre farsa. Presencié un par de escenas de violencia. Nada que me sedujera. Después hice una serie de extravagancias y me largué de allí. No pienso volver.

– ¿Qué extravagancias?

– Me deshice de Horacio, ofendí a un canónigo y me llevé a una mujer. No una mujer cualquiera.También creo que omití rendir pleitesía a la llamada Náusica. Pero nadie me indicó que se esperaba eso de mí, si es que se esperaba.

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