– ¡No sé si seré una buena madre!
– Aprenderemos juntos.
– ¡No sé si seré una buena esposa!
– Rainie, solo necesito que seas tú misma. Solo así seré el hombre más feliz del mundo.
– Por el amor de Dios, levántate del suelo. -A pesar de sus palabras, Rainie le apretaba las manos con fuerza. Al ver que no se levantaba, decidió arrodillarse en el suelo junto a él. Entonces le dijo, llorando a lágrima viva-: Tenemos que hablar más.
– Lo sé.
– Me refiero a hablar de otras cosas que no sean trabajo.
– Lo había entendido.
– Y cuando estés asustado, tienes que decírmelo, Quincy. Me duele tanto cuanto te alejas de mí…
– Lo intentaré.
– De acuerdo.
– De acuerdo.
Respiró hondo.
– Es decir, mejor que de acuerdo. Lo que quiero decir es que sí, que me casaré contigo. ¡Qué demonios! Si podemos atrapar a unos cuantos asesinos, tenemos que ser capaces de resolver este asunto doméstico.
– Por supuesto -convino Quincy. La acercó más a él y la envolvió entre sus brazos. Al ver que temblaba, entendió por primera vez que estaba tan nerviosa como él. Eso le dio fuerzas. No era necesario conocer todas las respuestas. Solo tenías que ser lo bastante valiente para intentarlo.
– Te quiero, Rainie -le susurró al oído.
– Yo también te quiero.
Ella le abrazó con más fuerza y él besó las lágrimas de su rostro.
La llamada tuvo lugar aproximadamente una hora más tarde. Habían regresado a la interestatal 81 y se dirigían hacia el norte, buscando una Virginia más poblada. Ambos habían conectado sus teléfonos móviles, pues ya no había ninguna razón para seguir esquivando al FBI y Quincy quería estar localizable cuando Kimberly y Mac tuvieran alguna noticia.
Sin embargo, quien le llamó no fue Kimberly, sino Kaplan.
– Tengo algunas noticias sobre el juego -anunció el agente especial.
– Creo que debo decirle que hemos sido retirados oficialmente del caso -respondió Quincy.
– Bueno, entonces no he sido yo quien les ha contado esto. Ordené a mis hombres que investigaran a todos los obreros que hubieran tenido alguna relación con Georgia durante los últimos diez años. La buena noticia es que conseguimos algunos nombres. La mala, que ninguno de ellos era nuestro asesino. Pero tengo una noticia aún mejor: amplié la búsqueda.
– ¿Amplió la búsqueda?
– Decidí investigar a todo el personal de la maldita base. Ahora tenemos montones de nombres, pero creo que hay uno sobre el que debo informarle de inmediato. El doctor Ennunzio. El lingüista.
– ¿Ha vivido en Georgia?
– Trabajó allí. Tuvo que volar repetidas veces a Atlanta durante tres años debido a una serie de secuestros que se produjeron allí. Durante el período comprendido entre el año mil novecientos noventa y nueve y el dos mil. Lo que podría encajar…
– Con la época en la que el Ecoasesino comenzó este juego. ¡Maldita sea! -Quincy golpeó el volante. Tenía a Kaplan al teléfono, así que se volvió hacia Rainie-. ¡Deprisa! ¡Llama a Kimberly! Dile que es Ennunzio y que aleje enseguida a Nora Ray de él.
Kimberly no dormía. Dormir sería lo más inteligente, recargar las pilas mientras tuviera la oportunidad de hacerlo, disfrutar de un descanso que tanto necesitaba… Sin embargo, no dormía.
Trazaba líneas con el dedo índice por la espalda bronceada de Mac y deslizaba sus dedos por su pecho, suave y ligeramente velludo. No podía dejar de tocarle; su piel era como cálido satén al tacto.
Mac roncaba. Kimberly no había tardado demasiado en descubrirlo. Además, emanaba una gran cantidad de calor y era insoportablemente pesado. En dos ocasiones había dejado caer su peso sobre ella, apoyando un brazo en su pecho o en su cadera de un modo bastante posesivo. Tendría que quitarle esa costumbre…, aunque, secretamente, le resultaba muy atractiva.
Sospechaba que estaba experimentando el mismo descenso en barrena que había visto en otras mujeres: al principio eran fuertes, independientes y tenían firmes creencias sobre cómo tratar a los hombres, pero después se agujereaban como un terrón de azúcar cuando Alto, Moreno y Atractivo les dedicaba una sonrisa.
Bueno, a ella no le iba a pasar lo mismo. Al menos, no del todo. Iba a reclamar su lado de la cama, un espacio donde pudiera tumbarse cómodamente y dormir. Pero lo haría en cuanto dejara de seguir la curva de sus tríceps, o la línea de su mandíbula…
Sus dedos se deslizaron hacia la cadera y, en recompensa, sintió que algo se endurecía y presionaba sus muslos.
Sonó el teléfono. Su mano se detuvo y ella soltó una palabrota que ninguna mujer debería pronunciar en la cama. Intentó desembarazarse de la confusión de sábanas.
– Odio los teléfonos móviles -dijo Mac.
– ¡Mentiroso! Estabas despierto.
– Deliciosamente despierto. ¿Quieres castigarme? Me iría bien una buena azotaina.
– Será mejor que sean buenas noticias -dijo Kimberly-. De lo contrario, romperé todos los microchips de este aparato.
Pero ambos sabían que tenía que tratarse de algo urgente. Era muy temprano, de modo que debía de ser Ray Lee Chee con información sobre la cuarta víctima. Ya habían disfrutado de unas horas de descanso. Había llegado el momento de ponerse en marcha.
Kimberly abrió el teléfono, esperando lo peor, y se quedó sorprendida al oír la voz de Rainie al otro lado de la línea.
– ¡Es Ennunzio! -le dijo, sin más preámbulo-. ¿Dónde diablos estáis?
Desconcertada, Kimberly le dio el nombre del motel y el número de salida de la carretera.
– Encargaos de él -estaba diciendo Rainie-. Vamos de camino. Y, Kimberly…, protege a Nora Ray.
La oscuridad reinaba en el exterior. Y hacía mucho calor. Protegiéndose las espaldas contra la pared del motel, avanzaron hacia la habitación de Ennunzio con las armas en alto y el rostro tenso. Primero llegaron a la habitación de Nora Ray. Kimberly llamó a la puerta. No hubo respuesta.
– Duerme profundamente -murmuró Mac.
– Eso es lo que ambos deseamos.
Cruzaron el aparcamiento, con pasos ansiosos. La habitación de Ennunzio se encontraba en el ala contraria de aquel edificio en forma de «L». La puerta estaba cerrada. Las luces apagadas. Kimberly acercó la oreja a la puerta y escuchó. Primero nada. Después, de repente, el sonido de un mueble -o un cuerpo- cayendo al suelo y siendo arrastrado por la sala.
– ¡Vamos, vamos, vamos! -gritó Kimberly.
Mac levantó una pierna y pegó una patada a la puerta de madera barata. Esta se abrió, pero al instante siguiente retrocedió, pues la cadena estaba echada. Le dio una patada más fuerte y, esta vez, la puerta rebotó contra la pared.
– ¡Policía! ¡No se mueva!
– Nora Ray, ¿dónde estás?
Kimberly y Mac entraron corriendo en la habitación, uno hablando a gritos y la otra, con voz calmada. Los dedos de Kimberly enseguida encontraron el interruptor.
Ante ellos había dos personas enzarzadas en una pelea. Las sillas estaban volcadas, la cama destrozada y el televisor en el suelo. Pero no era el doctor Ennunzio quien atacaba a una joven asustada, sino que era Nora Ray quien había acorralado contra una esquina al agente especial, que iba en calzoncillos. La muchacha se había abalanzado sobre él, blandiendo una enorme y brillante jeringa.
– ¡Nora Ray! -gritó Kimberly, desconcertada.
– Él mató a mi hermana.
– No fui yo. No fui yo. ¡Lo juro por Dios! -Ennunzio retrocedió aún más contra la pared-. Creo… creo que fue mi hermano.
Wytheville, Virginia
03:24
Temperatura: 34 grados
– Tienen que entenderlo, no creo que esté bien.
– Es posible que su hermano haya secuestrado y asesinado a más de diez mujeres. ¡El hecho de que no esté bien es el menor de sus problemas!
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