Lisa Gardner - Tiempo De Matar

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Durante varios veranos, el terror se adueña de los residentes de Georgia cuando las temperaturas ascienden y el termómetro alcanza los cuarenta grados, porque con el implacable calor llega también un cruel asesino. En cada ocasión secuestra a dos muchachas y espera a que se descubra el primer cadáver: en él se hallan todas las pistas para encontrar a la segunda víctima, abocada a una muerte lenta pero certera. Pero la policía nunca consigue llegar a tiempo y los cuerpos siempre se recuperan meses después, en lugares remotos y aislados.
Tras tres años de inactividad, llega a Atlanta una fuerte ola de calor: es tiempo de matar… Y será Kimberly Quincy, estudiante de la Academia del FBI, quien tropiece con la primera víctima. Comienza la cuenta atrás.

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Pero ella no era de esas. Nunca viajaba con ese tipo de cosas.

Regresó a la habitación con una deshilachada toalla blanca envuelta alrededor del cuerpo, Mac, sin decir nada, cogió su set de afeitado y desapareció en el cuarto de baño.

Kimberly se puso una camiseta gris del FBI y esperó a que su compañero se duchara.

En el exterior reinaba una oscuridad total, aunque imaginaba que seguía haciendo calor. ¿A una persona desaparecida le resultaría más sencillo resistir en estas condiciones o era mejor estar en algún lugar frío y oscuro? Quizá, en estos momentos la joven estaba deseosa por encontrar un lugar fresco que calmara su piel recalentada. Debía de considerar una broma pesada que el aire siguiera siendo tan caliente a pesar de que el sol se había puesto hacía algunas horas.

Nora Ray había sobrevivido ahí fuera. Se había protegido del sol; había descubierto el modo de mantenerse fresca durante las abrasadoras horas del día. Qué pequeña debía de haberse sentido mientras permanecía sumergida en la marisma, esperando a que alguien la encontrara en la inmensa línea del horizonte costero. Sin embargo, nunca había perdido la esperanza. Nunca había sucumbido al pánico. Y al final, había sobrevivido.

Pero toda sensación de victoria había desaparecido al conocer el fatal destino de su hermana. Había ganado la batalla, pero había perdido la guerra.

El grifo de la ducha se cerró. Kimberly oyó el sonido metálico de la cortina al ser descorrida y su respiración se volvió desigual. Se sentó en la silla destartalada que había junto al televisor. Las manos temblaban sobre sus muslos.

Oyó caer agua en la pila. Había tenido exámenes finales más sencillos. Había sujetado con menos inquietud su primera arma de fuego cargada. ¿Cómo era posible que esto le resultara tan difícil?

Entonces la puerta se abrió y Mac apareció ante ella, recién duchado, recién afeitado y con una toalla atada alrededor de su esbelta y bronceada cintura.

– Hola, preciosa -le dijo-. ¿Vienes mucho por aquí?

Ella se acercó, apoyó las manos en sus hombros desnudos… y resultó que no era tan difícil.

Nora Ray no dormía. En cuanto quedó a solas en la habitación del hotel, se dejó caer sobre una vieja silla y observó su bolsa de viaje. Sabía lo que tenía que hacer y le resultaba extraño que, ahora que había llegado el momento, vacilara. Estaba nerviosa.

Nunca había imaginado que se sentiría así. Pensaba que era más fuerte, más valiente. Sin embargo, estaba aterrada.

Se levantó de la silla e inspeccionó ociosamente la sala. La cama era doble y el colchón estaba repleto de protuberancias. En el mueble de la televisión, barato, había muescas recientes y viejos cercos de agua. La televisión en sí era tan vieja y tan pequeña que nadie se había tomado la molestia de robarla. Contó las quemaduras de cigarrillo de la moqueta.

Tres años eran mucho tiempo. Podía estar equivocada, pero no lo creía. Nunca olvidabas los últimos momentos que habías pasado con tu hermana. Ni la voz de un hombre diciendo: «¿Necesitan ayuda, señoritas?»

Y por eso estaba aquí. Y sabía que él también estaba aquí. ¿Qué iba a hacer?

Se acercó a la bolsa, abrió la cremallera y sacó de su interior una bolsa de Ziploc que podía pasar por neceser. No había mentido a Mac. No había demasiadas cosas que una joven pudiera pasar por el control de seguridad de un aeropuerto.

Pero había traído algo. De hecho, algo que había aprendido de él.

Sacó la botella de colirio y, del interior de su bota de excursionismo, retiró una larga aguja que había deslizado junto a la suela de goma. Solo tardó un momento en sacar la jeringuilla de plástico de su bote de champú.

Tras montar la aguja, sacó con sumo cuidado el líquido que contenía el frasco de Visine. Aquel bote diminuto había contenido colirio de verdad, pero Nora Ray había cambiado su contenido hacía una semana.

Y ahora contenía ketamina. Actuaba con rapidez. Era potente. Y en la dosis adecuada, letal.

El hombre soñaba. Se movía de un lado a otro de la cama. Agitaba los brazos y las piernas. Odiaba este sueño e intentaba con todas sus fuerzas despertar, pero el recuerdo era más fuerte y le engullía de nuevo hacia el abismo.

Estaba en un funeral. El sol ardía con intensidad sobre su cabeza; era un día insoportablemente caluroso y se encontraba en un cementerio insoportablemente caldeado. El sacerdote canturreaba sin cesar durante un servicio al que nadie más se había molestado en asistir y su madre le sujetaba la mano con demasiada fuerza. Su único vestido negro, de lana y manga larga, era demasiado grueso para aquella época del año. La mujer se balanceaba de un lado a otro, resoplando lastimosa, mientras su hermano pequeño y él la sujetaban para que se mantuviera derecha.

Por fin terminó. El sacerdote guardó silencio y el ataúd desapareció en la tierra. El sudoroso enterrador se acercó, aliviado por poder completar su trabajo.

Cuando se fueron a casa, el hombre se sintió agradecido.

Al regresar a la cabaña, utilizó el carbón que quedaba para encender la estufa. El aire estaba demasiado cargado por el calor pero, como no tenían electricidad, este era el único modo de preparar una cena caliente. Mañana tendría que ir a por leña para alimentar la estufa. Y pasado, deseaba poder tener algo de comida sobre la mesa y ver un poco de color en las mejillas de su madre.

Su hermano le esperaba con una olla en la que calentar el caldo.

Dieron de comer a su madre en silencio. Ninguno de ellos probó ni una gota mientras introducían entre sus pálidos labios una cucharada tras otra de caldo de buey y trocitos de pan seco. Por fin ella suspiró y él pensó que lo peor ya había pasado.

– Se ha ido, mamá -se oyó decir-. Ahora las cosas irán mejor. Ya verás.

Entonces, ella había alzado su pálido rostro, sus ojos sin vida habían adoptado una fría tonalidad azul y sus mejillas habían cobrado un tono colorado que daba miedo contemplar.

– ¿Mejor? ¿Mejor? ¡Eres un maldito desagradecido! Él puso un techo sobre tu cabeza y comida sobre la mesa. ¿Y qué fue lo único que pidió a cambio? ¿Un poco de respecto por parte de su mujer y sus hijos? ¿Eso era demasiado, Frank? ¿Realmente era demasiado?

– No, mamá -intentó decir, a la vez que retrocedía. Sus ojos nerviosos se cruzaron con los de su hermano, también nerviosos. Nunca la habían visto así.

Se levantó de la mesa, demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado huesuda, y avanzó hacia su hijo mayor.

– ¡No tenemos comida!

– Lo sé, mamá.

– ¡No tenemos dinero!

– Lo sé, mamá.

– Perderemos esta casa.

– ¡No, mamá!

Pero era imposible calmarla. Cada vez estaba más cerca. Y ahora, él ya había retrocedido hasta el fondo de la sala y la pared le impedía continuar.

– ¡Eres malo y sucio, eres un niño corrupto, desagradecido y egoísta! ¿Qué he hecho yo para merecer un hijo tan malo como tú?

Su hermano lloraba. El caldo se enfriaba sobre la mesa. Y el hombre-niño se dio cuenta de que realmente no había escapatoria. Su padre se había ido, pero un nuevo monstruo había surgido para ocupar su puesto.

El chico bajó las manos para dejar su rostro expuesto. El primer golpe no fue demasiado doloroso, nada que ver con los de su padre. Pero su madre aprendió rápido.

Y él no hizo nada por detenerla. Mantuvo las manos junto a los costados y dejó que su madre le pegara. Cuando ella fue en busca del cinturón de su padre, se dejó caer lentamente sobre el caliente y polvoriento suelo.

– Corre -le dijo a su hermano-. Vete mientras puedas.

Pero su hermano estaba demasiado asustado para moverse. Y su madre regresó demasiado pronto, oscilando en el aire la banda de cuero para que pudieran oír su flagelante siseo.

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