El hombre despertó por fin. Jadeaba y tenía los ojos enloquecidos. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido? Por un momento pensó que el oscuro vacío le había engullido por completo, pero entonces se situó.
Se encontraba en medio de una habitación. Y tenía en las manos una caja de cerillas. Y una de ellas estaba entre sus dedos…
El hombre volvió a dejarlas cerillas sobre la mesa y retrocedió con rapidez, llevándose las manos a la cabeza e intentado convencerse a sí mismo de que todavía no estaba loco.
Necesitaba una aspirina. Necesitaba agua. Necesitaba algo más potente que eso. Todavía no, todavía no, no había llegado el momento. Sus dedos arañaron sus mejillas sin afeitar y se hundieron en sus sienes, como si la simple fuerza de voluntad pudiera impedir que su cráneo se rompiera en pedazos.
Tenía que resistir. Ya no faltaba demasiado. Ya no quedaba mucho tiempo.
Impotente, advirtió que miraba de nuevo las cerillas. Y entonces supo lo que tenía que hacer. Recuperó la caja de cerillas que había dejado sobre la mesa y la sostuvo en la palma de la mano mientras pensaba en cosas en las que no había pensado desde hacía mucho, mucho tiempo.
Pensó en fuego. Pensó en que todas las cosas bellas debían morir. Y entonces se permitió recordar aquel día en la cabaña y lo que había ocurrido después.
Condado de Lee, Virginia
01:24
Temperatura: 34 grados
– Esta es la forma más irresponsable de llevar un caso que he visto en mi vida. Es inapropiada y, francamente, constituye un delito. Hemos perdido a ese hombre, Quincy, y juro por Dios que pasaré los próximos dos años haciendo que su vida sea un infierno. Quiero que salga de esta propiedad tan rápido como pueda conducir. Y no se moleste en regresar a Quantico. Estoy al tanto de sus charlas con los Agentes Especiales Kaplan y Ennunzio. Si pisa los terrenos de la Academia, haré que le arresten en la entrada. Su trabajo en este caso ha terminado. De hecho, por lo que a mí respecta, su maldita carrera ha terminado. Ahora, desaparezca de mi vista.
El agente especial Harkoos finalizó su diatriba y se marchó hecho una furia. Su chaqueta azul marino colgaba flácida bajo el pesado calor y su rostro, cubierto de sudor antes de empezar a gritar, ahora goteaba. En otras palabras, ahora tenía el mismo aspecto que cualquier otro de los agentes del FBI que examinaban el aserradero abandonado.
– Creo que no le gustas demasiado -le dijo Rainie.
Quincy se volvió hacia ella.
– Dime la verdad. ¿Con el traje azul marino tengo un aspecto así de ridículo?
– Por lo general, sí.
– Oh. Las cosas que se descubren treinta años tarde.
Empezaron a caminar hacia el coche. Aquella broma no había engañado a ninguno de los dos. La reprimenda de Harkoos había sido minuciosa y honesta. Les habían sacado del caso, tenían prohibida la entrada en la Academia y, en cuanto corriera la voz, probablemente también terminaría su carrera como asesores en el tirante e incestuoso mundo de las investigaciones policiales de gran envergadura. Se tardaba toda una vida en forjarse una reputación, pero arruinarla solo era cuestión de minutos.
Quincy tenía una extraña sensación en el estómago, una que hacía años que no sentía.
– Cuando atrapemos al Ecoasesino, pronto se olvidarán de todo esto -intentó consolarle Rainie.
– Quizá.
– Si fracasas habrá sido un acto irresponsable, pero si consigues detenerle, dicha irresponsabilidad se convertirá en un acto poco ortodoxo.
– Tienes razón.
– Quincy, esos tipos tienen el mismo cadáver y las mismas pruebas que encontramos nosotros anoche y ni siquiera estaban en la zona cuando les llamaste. Si no hubiéramos seguido adelante, esa chica todavía estaría flotando en una cueva y en estos momentos no estaríamos investigado el paradero de la cuarta víctima. Harkoos está enfadado porque le has ganado. No hay nada más abochornante que quedar eclipsado…, sobre todo por un grupo de forasteros.
Quincy detuvo sus pasos.
– Estoy harto de todo esto -dijo de pronto.
– La política nunca ha sido divertida.
– ¡No! No me refiero a este maldito caso. Por mí puede irse a la mierda. Tienes toda la razón: un día fracasas y al siguiente te conviertes en un héroe. Todo cambia continuamente y nada tiene ningún sentido.
Rainie se había quedado completamente inmóvil. La luz de la luna iluminaba su pálido rostro. Quincy no solía salirse de sus casillas, de modo que su exabrupto le causaba fascinación y miedo al mismo tiempo.
– No quiero que las cosas sigan así entre nosotros, Rainie.
Ella miró al suelo, con expresión vacilante.
– Lo sé.
– Eres lo mejor que me ha pasado en la vida y si no te lo digo con la suficiente frecuencia es porque soy un completo idiota.
– No eres un completo idiota.
– No sé nada sobre niños. A decir verdad, la simple idea me aterra. No fui un gran padre, Rainie. De hecho, tampoco lo soy ahora. Pero quiero que lo hablemos. Si esto es lo que verdaderamente deseas, lo mínimo que puedo hacer es analizar el tema.
– Es lo que deseo.
– De acuerdo, pero entonces tendrás que ser sincera conmigo. ¿Lo único que quieres son hijos? Porque aunque lo he intentado… Rainie, te he pedido varias veces que te cases conmigo. ¿Por qué nunca has dicho que sí?
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
– Porque pensaba que nunca dejarías de preguntármelo. No eres tú el idiota, sino yo.
Quincy sintió que el mundo empezaba a girar de nuevo. Había pensado… Había estado tan seguro de que…
– ¿Eso significa…?
– ¿Crees que te dan miedo los niños? Diablos, Quincy, a mí me da miedo todo. Me da miedo comprometerme y me da miedo la responsabilidad. Me da miedo decepcionarte y me da miedo pensar que algún día podría herir físicamente a mis hijos. Todos nos hacemos mayores, pero nunca superamos por completo nuestro pasado. Y el mío se alza amenazador a mis espaldas, como una sombra gigantesca que tan solo deseo dejar atrás.
– Oh, Rainie…
– Me digo a mí misma que debería ser feliz con lo que tengo. Tú y yo formamos un buen equipo, mejor de lo que jamás habría podido imaginar. Realizamos un trabajo importante y conocemos a gente importante, algo que no está nada mal para una mujer que solía ser un saco de boxeo humano. Pero…, pero ahora estoy muy inquieta. Puede que la alegría sea como una droga. En cuanto tienes un poco, quieres mucho más. No sé, Quincy. Deseo con todas mis fuerzas no desear tanto, pero no consigo evitarlo. Quiero más de ti. Quiero más de mí. Quiero… hijos y vallas blancas y quizás cubreteteras, aunque no estoy segura de saber qué es un cubreteteras. Puede que tú estés asustado, pero yo estoy bastante segura de que he perdido la razón.
– Rainie, eres la mujer más fuerte y valiente que conozco.
– Oh, solo lo dices para que no te dé unos azotes.
Golpeó el suelo con el pie, en señal de disgusto, y Quincy por fin sonrió. Le sorprendió advertir que ya se sentía mucho mejor. El mundo había regresado a la normalidad y sus manos habían dejado de temblar. Era como si se hubiera liberado de repente de un peso que le oprimía el pecho y que no sabía que llevaba encima.
Era consciente de que aquel no era el momento adecuado. Ni tampoco el lugar. Sin embargo, había desperdiciado demasiado tiempo de su vida esperando momentos perfectos que nunca habían llegado. Cogió las manos de Rainie y la miró. Las lágrimas se deslizaban por su rostro, pero no se apartó.
– Envejezcamos juntos, Rainie -susurró-. Adoptemos a nuestros hijos, recortemos el número de casos en que trabajamos, creemos un hogar y escribamos nuestras memorias. Estaré encantado de vivir esa vida. Y tú podrás enseñarme el camino.
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