Robin Cook - Cromosoma 6
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– Te han llamado dos veces de Africa -anunció Darlene.
– ¿Problemas? -preguntó él. Había algo inquietante en la voz de Darlene.
– Buenas y malas noticias -respondió ella-. Las buenas son del cirujano. Ha dicho que Horace Winchester se recupera milagrosamente bien y que ya puedes prepararte para viajar a recogerlo a él y al equipo de cirugía.
– ¿Cuál es la mala noticia? -preguntó Raymond.
– La otra llamada era de Siegfried Spallek. Fue un tanto vago, pero dijo que había un problema con Kevin Marshall.
– ¿Qué clase de problema?
– No entró en detalles -respondió ella.
Raymond recordó que le había pedido específicamente a Kevin que no cometiera ninguna imprudencia y se preguntó si el investigador habría hecho caso omiso de su advertencia.
Seguramente tenía relación con el puñetero humo.
– ¿Spallek pidió que lo telefoneara esta noche? -preguntó.
– Cuando llamó ya eran las once hora local. Dijo que hablaría contigo mañana.
Raymond gruñó para sus adentros. Ahora pasaría la noche en vela. Se preguntó cuándo acabaría todo aquello.
CAPITULO 11
5 de marzo de 1997, 23.30 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Kevin oyó el ruido de la pesada puerta que se abría en lo alto de la escalera de piedra y percibió una rendija de luz. Dos segundos después se encendieron sucesivamente las bombillas desnudas del techo del pasillo. A través de los barrotes, vio a Melanie y a Candace en sus respectivas celdas. Igual que él, estaban deslumbradas por el súbito resplandor.
Unos pasos ruidosos sobre los peldaños de granito precedieron la aparición de Siegfried Spallek. Lo acompañaban Cameron McIvers y Mustafá Abud, jefe de la guardia marroquí.
– ¡Ya era hora, Spallek! -exclamó Melanie-. ¡Exijo que me dejen salir de inmediato o tendrá serios problemas!
Kevin dio un respingo.
No era forma de hablarle a Siegfried Spallek en ninguna ocasión, y mucho menos en aquellas circunstancias.
Kevin, Melanie y Candace habían estado acurrucados en la oscuridad de sus celdas separadas en la sofocante y húmeda prisión del sótano del ayuntamiento. Cada celda tenía una pequeña ventana en arco que se abría a un alféizar que daba al patio trasero del edificio. Las aberturas tenían barrotes, pero no cristal, de modo que las sabandijas podían atravesarlas sin problemas. Los tres prisioneros habían estado aterrorizados por los ruidos de los insectos, sobre todo por que antes de que apagaran las luces habían visto varias tarántulas. Su único consuelo era que podían hablar entre sí.
Los primeros cinco minutos de tormento habían sido los peores. En cuanto el ruido de las ametralladoras se había apagado, unos potentes proyectores manuales los habían cegado. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, notaron que habían caído en una especie de emboscada.
Estaban rodeados por un grupo de jóvenes soldados ecuatoguineanos, que parecían encantados de apuntarles con sus AK-47. Varios de ellos fueron lo bastante osados para empujar a las mujeres con los caños de sus armas. Temiéndose lo peor, ni Kevin ni ellas habían movido un músculo.
Estaban muertos de miedo por el tiroteo indiscriminado y temían que comenzara nuevamente ante la menor provocación.
Los soldados se serenaron únicamente cuando aparecieron varios guardias marroquíes. Kevin nunca había imaginado que podría ver a los intimidantes árabes como salvadores, pero se habían comportado como tales. Los guardias tomaron la custodia del grupo y los condujeron en el coche de Kevin, primero al edificio de la guardia marroquí, situado en el Centro de Animales, donde los mantuvieron durante horas en una habitación sin ventanas, y luego al pueblo, para encerrarlos en la vieja prisión.
– ¡Este tratamiento es inadmisible! -insistió Melanie.
– Nada de eso -replicó Siegfried-. Mustafá me ha asegurado que han sido tratados con el debido respeto.
– ¡Respeto! -exclamó Melanie-. Nos dispararon con ametralladoras y luego nos metieron en este agujero en la oscuridad. ¿A eso le llama respeto?
– Nadie les disparó -corrigió Siegfried-. Fueron sólo algunos disparos al aire de advertencia. Después de todo, han violado una regla importantísima en la zona. El acceso a la isla Francesca está prohibido. Todo el mundo lo sabe.
Siegfried hizo una seña a Cameron en dirección a Candace. El jefe de la guardia marroquí abrió la celda con una llave grande y vieja. Candace no tardó un segundo en salir. Rápidamente se sacudió la ropa para asegurarse de que no se le hubiera adherido ningún bicho. Todavía llevaba el uniforme de cirugía del hospital.
– Le pido disculpas -dijo Siegfried-. Supongo que nuestros investigadores residentes la arrastraron a aquel lugar sin su conocimiento. Supongo que ni siquiera estaba al tanto de la ley que prohíbe visitar la isla.
Cameron abrió la celda de Melanie y luego la de Kevin.
– En cuanto me informaron de la detención, llamé al doctor Raymond Lyons -dijo Siegfried-. Quería consultarlo sobre la mejor manera de resolver esta situación. Puesto que no lo encontré, me veo obligado a asumir personalmente la responsabilidad. Los dejaré libres a todos, confiando en su buen criterio. Espero que sean conscientes de la gravedad de sus actos. Según las leyes ecuatoguineanas, han cometido un delito castigado con la pena de muerte.
– ¡Y una mierda! le espetó Melanie.
Kevin se encogió. Temía que Melanie hiciera enfadar a Siegfried y que éste ordenara que volvieran a encerrarlos. La benevolencia no se contaba entre sus virtudes.
Mustafá entregó las llaves del coche a Kevin.
– Su coche está aparcado detrás del edificio -dijo con marcado acento francés.
Kevin cogió las llaves, que tintinearon con el temblor de sus manos hasta que las guardó en el bolsillo.
– Sin duda hablaré con el doctor Lyons mañana. Luego me pondré en contacto con ustedes individualmente.
Melanie iba a hablar otra vez, pero Kevin se sorprendió a sí mismo cogiéndola del brazo y tirando de ella hacia la escalera.
– Ya me han maltratado lo suficiente -protestó Melanie, procurando soltarse.
– Vamos al coche -murmuró Kevin con los dientes apretados y la obligó a seguir andando.
– ¡Qué noche! -exclamó ella.
Al llegar al pie de las escaleras, consiguió soltar el brazo y echó a andar con evidente crispación. Kevin dejó paso a Candace y luego siguió a las mujeres hasta la planta baja. Salieron al despacho usado por los soldados ecuatoguineanos que holgazaneaban en las puertas del ayuntamiento. Había cuatro soldados en total. Teniendo en cuenta que el gerente de la Zona, el jefe de seguridad y el comandante de la guardia marroquí estaban en el edificio, los soldados se comportaban con mayor respeto de lo habitual. Los cuatro se hallaban en posición de firmes con los rifles sobre los hombros.
Cuando aparecieron Kevin y las mujeres, sus expresiones delataron confusión. Melanie les hizo un gesto obsceno con el dedo corazón mientras Kevin las escoltaba a ella y a Candace hacia la puerta que daba al aparcamiento.
– Por favor, Melanie -suplicó él-, ¡no los provoques!
Kevin no supo si los soldados no habían comprendido el significado del gesto de Melanie o simplemente estaban confundidos por la rareza de las circunstancias. Fuera como fuese, no corrieron tras ellos como había temido que hicieran.
Cuando llegaron junto al coche, Kevin abrió la portezuela del lado del pasajero y Candace se apresuró a subir. Pero Melanie no. Se volvió hacia Kevin con los ojos resplandecientes en la oscuridad.
– Dame las llaves -exigió.
– ¿Qué? -preguntó Kevin, aunque había oído perfecta mente.
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