Robin Cook - Cromosoma 6

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– Bien -dijo Laurie-. Esto facilitará la identificación.

– Es lo que pensé -dijo Jack-. Ya he avisado a Bart Arnold y él se ha puesto en contacto con el Banco Nacional de Organos. También se propone llamar a los hospitales que hacen trasplantes de hígado, sobre todo aquí, en la ciudad.

– Es una lista pequeña -dijo Laurie-. Buen trabajo, Jack.

El se ruborizó ligeramente y Laurie se conmovió. Pensaba que era inmune a los cumplidos.

– ¿Y qué me dices de las balas? -preguntó Laurie-. ¿Son de la misma arma?

– Las hemos enviado a balística, en la policía -explicó Jack-. Debido a la distorsión, era difícil asegurar si procedían de la misma arma. Una de ellas atravesó la décima costilla y estaba achatada. La segunda tampoco estaba en buen estado. Creo que rozó la columna vertebral.

– ¿De qué calibre eran? -preguntó Laurie.

– No pude determinarlo a simple vista -respondió Jack.

– ¿Y qué dijo Vinnie? -preguntó Laurie.

– Vinnie hoy estaba hecho un inútil -repuso Jack-. Nunca lo había visto de tan mal humor. Le pregunté qué opinaba y se negó a responder. Dijo que era mi trabajo y que no le pagaban lo suficiente para que diera su opinión todo el tiempo.

– ¿Sabes? Yo tuve un caso similar durante aquel horrible asunto de Cerino -dijo Laurie. Miró al vacío unos instantes y sus ojos se humedecieron-. La víctima era la secretaria del médico que estaba involucrado en la conspiración. Por su puesto, no le habían trasplantado el hígado, pero también le faltaban la cabeza y las manos y conseguí identificarla basándome en su historia clínica de cirugía.

– Algún día tendrás que contarme esa historia siniestra -dijo Jack-. No haces más que dejar caer fragmentos intrigantes.

Laurie suspiró.

– Ojalá pudiera olvidarme de todo aquello. Todavía me atormentan las pesadillas.

Raymond consultó el reloj de pulsera mientras abría la puerta de la consulta del doctor Daniel Levitz, en la Quinta Avenida. Eran las dos y cuarenta y cinco. Raymond había llamado al médico tres veces poco después de las once de la mañana, pero no había conseguido hablar con él. En cada ocasión, la recepcionista le había prometido que el doctor respondería a su llamada, pero no lo había hecho. En su estado de agitación, a Raymond le pareció una descortesía inadmisible, y puesto que la consulta de Levitz estaba a la vuelta de la esquina de su apartamento, prefirió ir directamente a telefonear otra vez.

– Doctor Raymond Lyons -anunció a la recepcionista con tono autoritario-. Vengo a ver al doctor Levitz.

– Sí, doctor Lyons -repitió la recepcionista, que tenía el mismo aire refinado y sereno de la recepcionista del doctor Anderson-. Creo que no lo tengo en mi lista de visitas. ¿El doctor lo espera?

– No exactamente -respondió Raymond.

– Bueno, le informaré de que se encuentra aquí -repuso la recepcionista sin comprometerse.

Raymond se sentó en la abarrotada sala de espera. Cogió

una de las revistas típicas de los consultorios médicos y la

hojeó sin concentrarse en las im genes. Su nerviosismo aho ra rayaba en crispación y se preguntó si había cometido un error al presentarse en la consulta.

Comprobar el estado del otro paciente de trasplante había sido muy sencillo. Raymond había telefoneado al médico de Dallas, y éste le había asegurado que el hombre a quien habían trasplantado un riñón, un distinguido ejecutivo local, evolucionaba perfectamente y no era probable que necesitara una autopsia en un futuro próximo. Antes de colgar, el médico le había prometido informarle de cualquier cambio en la situación.

Pero puesto que el doctor Levitz no había devuelto sus llamadas, Raymond no tenía noticias del segundo caso. Paseó la vista por la estancia, que estaba tan lujosamente decorada como la del doctor Anderson, con originales al óleo, las paredes pintadas de color burdeos y los suelos tapizados con alfombras orientales. Los pacientes que aguardaban eran obviamente ricos, a juzgar por su indumentaria, sus modales y sus joyas.

A medida que pasaban los minutos, la irritación de Raymond crecía. La evidente prosperidad del doctor Levitz era un elemento agravante, pues le recordó a Raymond la injusticia de que le retiraran la licencia médica y lo dejaran en una cuerda floja legal sólo porque lo habían pillado inflando las facturas de una mutualidad médica.

Sin embargo, allí estaba el doctor Levitz, en todo su esplendor, aunque debía la mayor parte de sus ingresos a unos cuantos miembros de la mafia. Era evidente que se trataba de dinero sucio. Y para colmo, Raymond estaba seguro de que Levitz también inflaba las facturas de las mutualidades. Joder, todo el mundo lo hacía.

Apareció una enfermera y carraspeó. Raymond se adelantó en su asiento con expectación. Pero la enfermera pronunció otro nombre. Cuando el paciente se levantó, dejó las revistas y desapareció en la consulta, Raymond volvió a arrellanarse en el sofá, echando humo por las orejas. La sensación de que se encontraba a merced de esa gentuza hizo que Raymond anhelara aún más la seguridad económica. Con el programa de "dobles" estaba muy cerca. No podía permitir que el negocio se echara a perder por un problema tonto, imprevisto y fácilmente remediable.

Cuando por fin lo hicieron pasar al santuario del doctor Levitz, ya eran las tres y cuarto. Levitz era un hombrecillo enjuto, semicalvo y con múltiples tics nerviosos. Lucía un bigote, aunque éste era ralo y decididamente poco varonil.

Raymond siempre se preguntaba qué tenía aquel hombre para inspirar tanta confianza a sus pacientes.

– Ha sido un día de mucho trajín-se excusó Levitz-. No esperaba verlo por aquí.

– Yo tampoco tenía previsto pasar, pero como no respondió a mis llamadas, no tuve otra elección.

– ¿Sus llamadas? -preguntó Daniel. No sabía que hubiera llamado. Tendré que darle un tirón de orejas a mi recepcionista. Hoy día es muy difícil encontrar personal competente.

Raymond sintió la tentación de decirle que cortara el rollo, pero se contuvo. Después de todo, por fin podía hablar con él, y no resolvería nada con un enfrentamiento. Además, por mucho que lo irritara la personalidad de Daniel Levitz, debía reconocer que había sido un reclutamiento rentable.

Había conseguido doce clientes y cuatro médicos para el proyecto.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Daniel y sacudió la cabeza varias veces de manera desconcertante, como era habitual en él.

– En primer lugar, quiero agradecerle su ayuda de la otra noche -dijo Raymond-. En las más altas esferas, consideraron que el problema era una auténtica emergencia. La publicidad en estos momentos hubiera significado el fin del programa.

– Me alegro de haber sido útil -respondió Daniel. Y también de que el señor Vincent se prestara a ayudar para conservar su inversión.

– Hablando del señor Dominick -dijo Raymond-, el otro día me hizo una visita inesperada.

– Espero que fuera cordial -repuso Levitz, que conocía las actividades de Dominick, así como su personalidad, y sabía que la extorsión no era ajena a sus métodos.

– Sí y no -dijo Raymond-. Insistió en darme detalles que yo no quería conocer y luego solicitó que lo eximiéramos de la cuota durante dos años.

– Podría haber sido peor. ¿Qué incidencia tiene eso en mi porcentaje?

– El porcentaje continúa igual -respondió Raymond-.

Aunque un porcentaje de nada es nada.

– ¡De modo que los ayudo y me castigan! -exclamó Daniel. ¡Es una injusticia!

Raymond guardó silencio. No había pensado en la pérdida de Daniel sobre la cuota de Dominick, aunque era algo que tendría que afrontar tarde o temprano. En aquellos momentos no quería tener problemas con el médico.

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