Robin Cook - Cromosoma 6
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– No me extraña -apuntó Laurie-. Lo pasaron en todos los noticiarios, y han anunciado que Bingham saldrá en Good Morning America para intentar calmar los ánimos.
– Pues será una tarea ardua -señaló Jack.
– ¿Has mirado los casos del día? -preguntó Laurie echan do un rápido vistazo a la veintena de carpetas que había sobre la mesa.
– Acabo de llegar -contestó Jack y continuó leyendo el artículo-. ¡Vaya, esto es genial! -exclamó tras una breve pausa-. Nos acusan de compincharnos con el departamento de policía. Sugieren que hicimos desaparecer el cadáver adrede, para ayudarlos. ¿Puedes creerlo? Los periodistas son tan paranoicos que ven conspiraciones por todas partes.
– Los verdaderos paranoicos son los ciudadanos -dijo Laurie-. Los periodistas les dan lo que ellos quieren.
Pero precisamente esa clase de teorías descabelladas son las que me incitan a investigar cómo desapareció el cuerpo. El público debe saber que no tuvimos nada que ver en el asunto.
– Esperaba que después de una noche de descanso hubieras cambiado de idea y te hubieras dado por vencida -masculló Jack mientras continuaba leyendo.
– De eso nada.
– ¡Esto es ridículo! -exclamó Jack sacudiendo el periódico-. Primero insinúan que los responsables de la desaparición del cadáver somos nosotros, y luego dicen que sin duda la mafia enterró el cuerpo en los bosques de Westchester para que nunca lo encuentren.
– Es posible que la última teoría sea cierta -admitió Laurie-. A menos que el cadáver aparezca en primavera, después del deshielo. Con tanto hielo, es difícil cavar a más de treinta centímetros de profundidad.
– ¡Qué basura! -exclamó Jack cuando terminó de leer el artículo-. Toma, ¿quieres leerlo? -preguntó a Laurie.
Laurie rechazó el periódico con un ademán desdeñoso.
Gracias, ya he leído la versión del Times -respondió-. Ya era bastante cínica. No quiero conocer la opinión del New York Post.
Jack se acercó a Vinnie y le dijo, en tono burlón, que estaba dispuesto a devolver su estado virginal al periódico. Vinnie cogió las páginas en silencio.
– Vaya, hoy estás muy quisquilloso -dijo Jack al ayudante.
– Déjame en paz de una vez -le espetó Vinnie.
– ¡Guau! Ten cuidado, Laurie -dijo Jack-. Creo que Vinnie sufre tensión premental. Puede que esté planeando usar su materia gris y eso ha descompensado sus hormonas.
– ¡Caray! -exclamó Laurie-. Aquí está el cadáver que mencionó Mike Passano anoche, el que apareció flotando en el mar. ¿A quién se lo asigno? El problema es que no odio a nadie lo suficiente, así que seguro que terminaré haciéndolo yo para no sentirme culpable.
– Pásamelo a mí -propuso Jack.
– ¿No te importa? -preguntó Laurie. Ella detestaba las autopsias de cadáveres que habían pasado mucho tiempo en el agua. Eran desagradables y a menudo complicadas.
– No -respondió Jack-. Una vez te acostumbras al olor, están chupados.
– ¡Por favor! -murmuró Laurie-. No seas morboso.
– En serio. Puede ser todo un reto. Los prefiero a los heridos de bala.
– Este es las dos cosas -observó Laurie mientras ponía por escrito la asignación.
– ¡Qué encantador! -exclamó Jack. Volvió junto a la mesa de registros y miró por encima del hombro de Laurie.
– Al parecer, tiene un impacto de bala hecho a corta distancia en el cuadrante superior derecho -dijo Laurie.
– Suena mejor y mejor -respondió Jack-. ¿Cómo se llama la víctima?
– No hay nombre. De hecho, ese detalle formará parte del reto, pues le faltan las manos y la cabeza.
Laurie entregó la carpeta a Jack, que se reclinó sobre el escritorio y leyó el contenido. No había mucha información, y la poca que tenía había sido redactada por Janice Jaeger, investigadora forense.
Janice indicaba que el cuerpo había sido descubierto en el océano Atlántico, en los alrededores de Coney Island. Lo había descubierto fortuitamente la guardia costera, mientras acechaba a unos presuntos camellos al amparo de la noche.
La guardia costera seguía la pista de una llamada anónima y, en el momento del hallazgo, se hallaba en el agua con el motor parado, las luces apagadas y el radar encendido. La lancha había chocado literalmente con el cuerpo. Se suponía que se trataba de los restos del camello que había dado el chivatazo.
– No me sobran datos -reconoció Jack.
– ¿No querías un reto? -bromeó Laurie.
Jack se apartó de la mesa y cruzó la recepción en dirección a los ascensores.
– Vamos, malhumorado -dijo al pasar junto a Vinnie, pellizcándole el brazo y dando un golpecito al periódico-. Es tamos perdiendo el tiempo. -Pero al llegar a la puerta, se topó con Lou Soldano. El detective caminaba hacia su objetivo: la cafetera eléctrica-. Vaya. Deberías jugar con los Giants de Nueva York.
Parte del café de Jack se había derramado.
– Lo lamento -se disculpó Lou-. Necesito desesperadamente mi dosis de cafeína.
Los dos hombres se dirigieron hacia la cafetera. Jack se limpió la pechera de su chaqueta de pana con una servilleta de papel. Lou cogió una taza de pl stico y la llenó hasta el tope con mano temblorosa, luego bebió un par de sorbos para dejar sitio para el azúcar y la nata.
– Han sido dos días espantosos -suspiró Lou.
– ¿Has estado de juerga toda la noche otra vez? -preguntó Jack.
La cara de Lou tenía una barba incipiente. Llevaba una arrugada camisa azul, con el primer botón desabrochado y la corbata floja y torcida. Su gabardina estilo Colombo parecía la de un vagabundo.
– Ya me gustaría -gruñó Lou-. En los últimos dos días he dormido apenas tres horas. -Saludó a Laurie y se dejó caer pesadamente en una silla junto a la mesa de registros.
– ¿Alguna novedad sobre el caso Franconi? -preguntó Laurie.
– Nada para contentar al capitán, al comandante de zona ni al teniente de alcalde -respondió, afligido-. Vaya cisco. El problema es que van a rodar cabezas. Los de homicidios estamos preocupados porque, si no encontramos alguna pista, seguro que nos usan de chivos expiatorios.
– No fue culpa vuestra que asesinaran a Franconi -dijo Laurie.
– Eso díselo al comisario -replicó Lou. Tomó un ruidoso sorbo de café-. ¿Os importa si fumo? Vale, olvidadlo -dijo al ver la expresión de sus caras-. No sé por qué lo he preguntado. Debo de haber sufrido enajenación mental transitoria.
– ¿Qué habéis descubierto? -preguntó Laurie.
Ella sabía que antes de ser asignado a homicidios, Lou había trabajado en el departamento contra el crimen organizado. Con su experiencia, no había nadie más cualificado para investigar el caso.
– Es obvio que fue un golpe de la familia Vaccaro -respondió Lou-. Lo sabemos por nuestros confidentes. Aunque, puesto que Franconi estaba a punto de testificar, ya lo suponíamos. Nuestra única pista es el arma del crimen.
– Eso debería facilitaros las cosas -dijo Laurie.
– No tanto como crees -repuso Lou-. No es infrecuente que la mafia deje atrás el arma del crimen después de un atentado. La encontramos en un techo, frente al restaurante Positano. Es una Remington con mira telescópica, con dos cartuchos usados. Los casquillos estaban en el techo.
– ¿Huellas dactilares? -preguntó Laurie.
– Las limpiaron -contestó Lou-, pero los muchachos de criminología siguen buscando.
– ¿Han rastreado el arma? -preguntó Jack.
– Sí. La escopeta pertenecía a un cazador de Menlo Park. Pero, como era de esperar, allí terminan las pistas. Al tipo le habían entrado a robar el día anterior. Lo único que se llevaron fue la escopeta.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Laurie.
– Estamos siguiendo algunas pistas -explicó Lou-. Además, todavía nos falta hablar con algunos confidentes. Pero en realidad, lo único que podemos hacer es cruzar los dedos y esperar un golpe de suerte. ¿Y qué me decís vosotros? ¿Tenéis idea de cómo desapareció el cadáver?
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