Robin Cook - Cromosoma 6

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– Por lo menos no ha estado mucho tiempo en el agua -dijo Laurie mirando el cadáver. No está descompuesto.

– Sólo se dio un chapuzón para refrescarse -bromeó Jack.

– ¡Qué herida de bala! -se asombró Laurie, observando el siniestro agujero. Luego vio los múltiples cortes y añadió-:

Estos parecen hechos por una hélice.

Jack se irguió.

– ¿Qué pasa, Laurie? -preguntó-. No has venido aquí para ayudarnos, ¿verdad?

– No -admitió Laurie. Su voz tembló detrás de la mascarilla-. Supongo que necesitaba un poco de apoyo moral.

– ¿Por qué? -preguntó Jack.

– Calvin acaba de meterme bronca -dijo Laurie-. Por lo visto, el asistente del turno de noche, Mike Passano, le dijo que anoche lo acusé de estar involucrado en la desaparición del cadáver de Franconi. ¿Puedes creerlo? Bueno, Calvin estaba hecho una furia, y ya sabes cuánto detesto los enfrentamientos.

Acabé llorando, y después me enfadé conmigo misma.

Jack resopló. Se preguntó qué podía decirle, aparte de "te lo dije", pero no se le ocurrió nada.

– Lo siento -dijo sin convicción.

– Gracias -respondió Laurie.

– Derramaste unas cuantas lágrimas -dijo Jack-. No pasa nada. No seas tan dura contigo misma.

– Pero detesto estos arrebatos -protestó Laurie-. Son muy poco profesionales.

– Yo no me preocuparía -repuso Jack-. A veces me gustaría ser capaz de llorar. Podríamos hacer un trueque parcial de debilidades. Los dos saldríamos ganando.

– ¡Cuando quieras! -dijo Laurie con vehemencia. Era la primera vez que Jack admitía algo que ella había sospechado durante mucho tiempo: reprimir el dolor era el principal obstáculo para su felicidad.

– Bueno; al menos ahora abandonarás tu minicruzada -dijo Jack.

– ¡En absoluto! -respondió Laurie-. Al contrario; esto refuerza mi decisión porque prueba exactamente lo que me temía. Calvin y Bingham se proponen esconder este episodio debajo de la alfombra. Y eso no está bien.

– ¡Ay, Laurie! -protestó Jack-. ¡Por favor! Este enfrentamiento con Calvin no es más que un preludio de lo que te espera. Lo único que conseguirás es crearte problemas.

– Es una cuestión de principios -afirmó Laurie-. Así que no me sermonees. He venido a buscar apoyo moral.

Jack suspiró, empañando su mascarilla de plástico por un instante.

– De acuerdo -dijo-. ¿Qué quieres que haga?

– Nada en particular -respondió Laurie-. Sólo que estés disponible para cuando te necesite.

Quince minutos después, Laurie salió de la sala de autopsias.

Jack le había enseñado todas las lesiones externas, incluyendo las dos heridas por punción. Ella lo había escuchado a medias, obviamente preocupada por el caso Franconi. Jack había tenido que morderse la lengua para no repetirle su opinión al respecto.

– Acabemos con la revisión externa -dijo Jack a Vinnie-.

Pasemos al examen del interior.

– Ya era hora -protestó Vinnie. Eran más de las ocho y estaban llegando otros cadáveres, acompañados de los forenses y sus asistentes. A pesar de que habían empezado tem prano, no le sacaban mucha ventaja a los demás.

Jack dejó a un lado las burlas sobre el desventurado cadáver. Con tantas lesiones evidentes, tenía que variar el procedimiento tradicional y eso exigía toda su concentración.

A diferencia de Vinnie, no se daba cuenta del paso del tiempo.

Pero una vez más, su meticulosidad dio frutos. Aunque el hígado estaba prácticamente destrozado por las balas, Jack descubrió algo que se le habría pasado por alto a cualquiera que hubiera hecho un trabajo más superficial y sumario.

Encontró diminutos restos de suturas quirúrgicas en la vena cava y en el borde irregular de la arteria hepática. La arteria hepática conduce la sangre al hígado, mientras que la vena cava es la más larga del abdomen. Jack no encontró sutura alguna en la vena porta porque ésta estaba prácticamente destrozada.

– Ven aquí, Chet -llamó Jack.

Chet McGovern, el compañero de despacho de Jack, estaba trabajando en la mesa contigua. Dejó su escalpelo y se acercó a la mesa de Jack. Vinnie se movió hacia la cabecera para hacerle sitio.

– ¿Qué has encontrado? -preguntó Chet-. ¿Algo interesante? -Miró el interior del orificio donde estaba trabajando

– Desde luego -respondió Jack-. Tengo unas cuantas balas, pero también algunas suturas vasculares.

– ¿Dónde? -preguntó Chet, que no veía ninguna anomalía anatómica.

– Aquí -Jack señaló con la punta del escalpelo.

– Sí, las veo -dijo Chet con admiración-. Estupendo hallazgo. No hay mucha endotelización. Yo diría que no son muy antiguas.

– Es lo que pensé -convino Jack-. Calculo que tienen un mes o dos. Seis como máximo.

– ¿Qué interés crees que tienen?

– Pues supongo que las posibilidades de identificación acaban de multiplicarse en un mil por ciento -dijo Jack. Se irguió y se estiró.

– Bueno -dijo Chet-. Tu descubrimiento indica que la víctima fue sometida a cirugía abdominal. Hay mucha gente que ha pasado por esas operaciones.

– No como ésta -replicó Jack-. Las suturas en la vena cava y en la arteria hepática indican que pertenecía a un grupo muy reducido. Apuesto a que le hicieron un trasplante de hígado hace poco tiempo.

CAPITULO 8

5 de marzo de 1997, 10.00 horas.

Nueva York

Raymond Lyons se levantó el puño de la camisa y consultó el delgadísimo reloj de pulsera Piaget. Eran las diez en punto. Estaba satisfecho. Le gustaba ser puntual, sobre todo en las reuniones de negocios, pero detestaba llegar demasiado pronto. Desde su punto de vista, llegar temprano indicaba desesperación, y Raymond quería negociar desde una posición de poder.

Había pasado varios minutos en el cruce de Park Avenue con la calle Setenta y ocho, esperando a que llegara la hora.

Ahora se enderezó la corbata, se ajustó el sombrero de ala ancha y se dirigió hacia el 972 de Park Avenue.

– Busco la consulta del doctor Anderson -anunció al conserje de librea que abrió la pesada puerta de cristal y rejas de hierro forjado.

– El doctor tiene una entrada particular -dijo el portero.

Salió a la acera detrás de Raymond y señaló hacia el sur.

Raymond se tocó el ala del sombrero en señal de agradecimiento y echó a andar hacia la entrada privada. Un cartel grabado en bronce rezaba: Por favor, llame y entre. Raymond hizo lo que se le indicaba.

Cuando la puerta se cerró tras él, Raymond se sintió encantado La consulta tenía un aspecto lujoso e incluso olía a dinero. Estaba elegantemente decorada con antiguedades y tupidas alfombras orientales.

Las paredes estaban cubiertas de obras de arte del siglo XIX.

Raymond se acercó a un refinado escritorio francés de taracea. Una recepcionista impecablemente vestida, con expresión cordial, lo miró por encima de sus gafas. Sobre la mesa, vuelta hacia Raymond, había una placa que anunciaba:

SEÑORA DE ARTHUR P. AUCHINCLOSS.

Raymond anunció su nombre, recalcando su condición de médico. Sabía que las recepcionistas de los médicos a menudo se mostraban arrogantes con los visitantes que no eran de la profesión.

– El doctor lo espera -dijo la señora Auchincloss.

– ¿La consulta es grande? -preguntó Raymond.

– Sí, desde luego -respondió la recepcionista-. El doctor Anderson es un médico muy solicitado. Tenemos cuatro salas de consulta y una de radiología.

Raymond sonrió. No era difícil imaginar las astronómicas ganancias que los expertos en productividad habrían prometido al doctor Anderson durante el apogeo de la medicina privada. Desde el punto de vista de Raymond, el doctor Anderson era el candidato perfecto para asociarse con ellos.

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