Robin Cook - Cromosoma 6

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Subió por las escaleras y cruzó la arcada del primer piso, en dirección a la terraza que rodeaba el edificio. De allí pasó al despacho central que, por petición expresa de Siegfried Spallek, no tenía aire acondicionado. Un gran ventilador de techo giraba perezosamente, emitiendo un zumbido intermitente.

Las aletas largas y planas sólo conseguían mover el aire húmedo, con lo que mantenían constante el calor de la estancia.

Bertram había telefoneado con antelación, de modo que el secretario de Siegfried, un negro de cara angulosa llamado Aurielo, nativo de la isla de Bioko, lo esperaba en el despacho interior. Aurielo había estudiado en Francia para ser maestro de escuela, pero no había conseguido empleo hasta que GenSys fundó la zona.

El despacho interior era más grande que el exterior y ocupaba todo el ancho del edificio. Las ventanas con postigos daban al aparcamiento en la parte posterior, y a la plaza de la ciudad en el frente. Las ventanas delanteras ofrecían una vista imponente del nuevo complejo de hospital y laboratorio.

Desde donde estaba, Bertram podía ver las ventanas del laboratorio de Kevin.

– Siéntese -le indicó Siegfried sin levantar la vista. Su voz era ronca y gutural, con un ligero acento germánico. El tono, por su parte, era claramente autoritario. Estaba firmando una pila de cartas-. Terminaré en un momento.

Bertram paseó los ojos por la oficina atestada. Nunca se sentía cómodo en ese sitio. Como veterinario y ecologista moderado, no le gustaba la decoración. Las paredes y todas las superficies horizontales estaban cubiertas de cabezas desecadas de animales con ojos vidriosos, muchas de ellas pertenecientes a especies en peligro de extinción. Había felinos, como leones, leopardos y onzas, y una asombrosa variedad de antílopes, más de los que Bertram conocía. Varias cabezas enormes de rinocerontes miraban con los ojos en blanco desde sus puestos privilegiados, a espaldas de Spallek. Sobre la estantería había serpientes, incluida una cobra. En el suelo, un inmenso cocodrilo con la boca entreabierta exhibía sus aterradores dientes. La mesa situada junto a la silla de Bertram era una pata de elefante cubierta con un tablero de caoba, desde cuyas esquinas se alzaban unos colmillos de elefante cruzados.

Pero incluso más que los animales desecados, a Bertram le molestaban los cráneos. Sobre el escritorio de Siegfried había tres, todos con la parte superior serrada. Uno de ellos tenía un agujero de bala en la sien. Cumplían respectivamente las funciones de bote para clips, cenicero y candelero. Aunque el suministro de corriente eléctrica en la Zona era más fiable que en el resto del país, en ocasiones se producían apagones causados por la caída de un rayo.

La mayoría de la gente, y en especial los visitantes de GenSys, daban por supuesto que los cráneos pertenecían a simios. Pero Bertram sabía que no era así. Eran cráneos humanos, de personas ejecutadas por los soldados ecuatoguineanos. Las tres víctimas habían sido condenadas a la pena capital por interferir en las operaciones de GenSys. En realidad, los habían pillado cazando furtivamente chimpancés en el territorio de ciento cincuenta kilómetros asignado a la Zona. Siegfried consideraba esa área como su propio coto privado.

Hacía unos años, cuando Bertram había cuestionado educadamente la conveniencia de exhibir los cráneos, Siegfried le había respondido que contribuían a mantener a raya a los nativos.

– Es la clase de lenguaje que entienden -había explicado-.

Son símbolos comprensibles para ellos.

Bertram no dudaba de que los nativos hubieran captado el mensaje, sobre todo en un país que había sufrido las atrocidades de un dictador diabólicamente cruel. Recordaba la reacción de Kevin ante los cráneos: había dicho que le recordaban la locura de Kurtz, en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

– Bien -dijo Siegfried apartando los papeles que acababa de firmar. Con su acento, sonó más bien como "fien"-.

¿Qué es lo que le preocupa, Bertram? Espero que no tenga problemas con los bonobos nuevos.

– No, en absoluto. Las dos hembras están en perfecto estado -repuso el veterinario, mientras observaba al gerente de la Zona. Su rasgo físico más llamativo era una grotesca cicatriz que se extendía desde debajo de la oreja izquierda, cruzando la mejilla, hasta la parte inferior de la nariz. Con el transcurso de los años, la cicatriz se había contraído de manera gradual, elevando la comisura izquierda de la boca de Siegfried para formar una perpetua sonrisa despectiva.

Desde el punto de vista formal, Bertram no estaba obligado a informar de sus problemas a Siegfried. Como jefe de los veterinarios del centro de investigación y reproducción de primates más grande del mundo, Bertram respondía directamente al vicepresidente de operaciones de GenSys, que estaba en Cambridge, Massachusetts, y que tenía contacto directo con Taylor Cabot. Pero en todo lo referente a sus actividades cotidianas, y en especial al proyecto de los bonobos, a Bertram le convenía mantener una relación amistosa con el jefe local. El problema era que Siegfried tenía mal carácter y era difícil de tratar.

Había iniciado sus actividades en África como cazador furtivo, que conseguía a sus clientes lo que le pidieran a cambio de una cantidad pactada. Su reputación lo había obligado a trasladarse del África oriental a la occidental, donde resultaba más fácil transgredir las leyes de caza. Siegfried había creado una organización importante, y las cosas marcharon bien hasta que unos rastreadores le fallaron en una situación crucial, cuando un elefante macho los atacó y mató a sus clientes.

Este episodio segó la carrera de Siegfried como cazador.

También le dejó una cicatriz en la cara y el brazo derecho paralizado. La extremidad colgaba laxa e inservible de la articulación del hombro.

La furia causada por el accidente lo convirtió en un hombre amargado y vengativo. Sin embargo, GenSys había reconocido su experiencia en la selva y sus dotes de organización, sus conocimientos sobre conducta animal y su autoritaria aunque eficaz conducta con los nativos. Lo consideraban el hombre perfecto para encargarse de la multimillonaria operación africana.

– Hay un nuevo inconveniente en el proyecto de los bonobos -señaló Bertram.

– ¿Tiene algo que ver con su preocupación porque los bonobos se han dividido en dos grupos? -preguntó Siegfried con desdén.

– ¡Reconocer un cambio en su organización social es una preocupación legítima! -exclamó Bertram enrojeciendo.

– Eso me dijo -replicó Siegfried con voz cargada de intención-. Pero he estado reflexionando sobre el tema y no le veo la importancia. ¿Qué más da que vivan en un grupo o en diez? Lo único que queremos es que se mantengan en su sitio y en buen estado.

– No estoy de acuerdo -dijo Bertram-. La división en grupos sugiere que no se llevan bien. Esto no es propio de la conducta de los bonobos y podría causarnos problemas en el futuro.

– Le dejo esa preocupación a usted, que es el profesional

– repuso Siegfried-. A mí personalmente no me importa lo que hagan esos monos, mientras no surja un inconveniente que interfiera en mis ganancias y mis acciones. Este proyecto se está convirtiendo en una mina de oro.

– El nuevo problema está relacionado con Kevin Marshall -anunció Bertram.

– ¡Vaya! ¿Qué ha hecho ese idiota esquelético para preocuparlo? -preguntó Siegfried-. Con su paranoia, es una suerte que no tenga que hacer mi trabajo.

– Ese tonto está inquieto porque ha visto humo saliendo de la isla -explicó Bertram-. Ha ido a verme en dos ocasiones. Una vez la semana pasada, y otra esta misma mañana.

– ¿Qué pasa con el humo? -preguntó Siegfried-. ¿Por qué ha alarmado a Kevin? Por lo visto, es peor que usted.

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