– Daría cualquier cosa por saber qué pieza somos cada cual… -comentó César, enarcando una ceja. Sus labios se curvaban en una pálida sonrisa-. La verdad es que no me gustaría reconocerme en ese caballo.
Muñoz levantó un dedo.
– Es un caballero, recuerde: K night . Esa acepción resulta más honorable.
– No me refería a la acepción -César estudió la pieza con aire preocupado-. A ese caballo, caballero o lo que sea, le huele la cabeza a pólvora.
– Opino lo mismo.
– ¿Es usted o soy yo?
– Ni idea.
– Le confieso que preferiría encarnarme en el alfil.
Muñoz ladeó la cabeza, pensativo, sin apartar los ojos del tablero.
– Yo también. Se le ve más a salvo que al caballo.
– A eso me refería, querido.
– Pues le deseo suerte.
– Lo mismo digo. Que el último apague la luz.
Un largo silencio siguió a aquel diálogo. Lo rompió Julia, dirigiéndose a Muñoz.
– Puesto que nos toca jugar ahora, ¿cuál es nuestro movimiento?… Usted habló de la dama blanca…
El jugador deslizó la mirada sobre el tablero, sin prestarle demasiada atención. Cualquier combinación posible había sido ya analizada por su mente de ajedrecista.
– Al principio pensé en comernos el peón negro que está en C6 con nuestro peón D5, pero eso le daría demasiado respiro al adversario… Así que llevaremos nuestra reina desde E7 a la casilla E4. Con sólo retirar el rey en la próxima jugada, podremos dar jaque al rey negro. Nuestro primer jaque.
Esta vez fue César quien movió la reina blanca, situándola en la casilla correspondiente, junto al rey. Julia observó que, a pesar de la calma que se esforzaba en aparentar, los dedos del anticuario temblaban ligeramente.
– Ésa es la posición -asintió Muñoz. Y los tres miraron de nuevo al tablero:
– ¿Y qué hará él ahora? -preguntó Julia. Muñoz cruzó los brazos, sin apartar la vista del ajedrez mientras reflexionaba un momento. Pero cuando respondió, ella supo que no había estado meditando la jugada, sino la conveniencia de comentarla en voz alta.
– Tiene varias opciones -dijo, evasivo-. Algunas más interesantes que otras… Y más peligrosas también. A partir de este punto, la partida se bifurca igual que las ramas de un árbol; hay, como mínimo, cuatro variantes. Unas nos llevarían a enredarnos en un juego largo y complejo, lo que tal vez sea su intención… Otras podrían resolver la partida en cuatro o cinco jugadas.
– ¿Y qué opina usted? -preguntó César.
– De momento reservo mi opinión. Juegan negras.
Recogió las piezas y cerró el tablero, devolviéndolo al bolsillo de su gabardina. Julia lo miró con curiosidad.
– Es extraño lo que comentó hace un rato… Hablo del sentido del humor del asesino, cuando dijo que había llegado, incluso, a comprenderlo… ¿De verdad le encuentra algo de humor a todo esto?
El jugador de ajedrez tardó un poco en responder.
– Puede llamarlo humor, ironía, como prefiera… -dijo por fin-. Pero el gusto de nuestro enemigo por los juegos de palabras resulta indiscutible -puso una mano encima del papel que estaba sobre la mesa-. Hay algo de lo que tal vez no se hayan dado ustedes cuenta… El asesino relaciona aquí, utilizando los signos DÍT, la muerte de su amiga con la torre comida por la dama negra. El apellido de Menchu era Roch, ¿verdad? Y esa palabra, lo mismo que la inglesa rook , puede traducirse como roca y además como roque , término con el que, en ajedrez, también se designa a la torre.
– La policía vino esta mañana -Lola Belmonte miró a Julia y a Muñoz con gesto avinagrado, como si los considerase directamente responsables de ello-. Todo esto es… -buscó la palabra, sin éxito, volviéndose hacia su marido en demanda de ayuda.
– Muy desagradable -dijo Alfonso, y volvió a sumirse en la descarada contemplación del busto de Julia. Era evidente que, con policía o sin ella, acababa de levantarse de la cama. Cercos oscuros bajo los párpados aún hinchados acentuaban su habitual aire de disipación.
– Más que eso -Lola Belmonte había encontrado por fin el término justo y se inclinó en la silla, huesuda y seca-. Fue “ignominioso”: conocen ustedes a Mengano o a Fulano… Cualquiera hubiese dicho que somos los criminales.
– Y no lo somos -dijo el marido, con cínica gravedad.
– No digas estupideces -Lola Belmonte le dirigió una aviesa mirada-. Estamos hablando en serio.
Alfonso soltó una risita entre dientes.
– Lo que estamos es perdiendo el tiempo. La única realidad consiste en que el cuadro ha volado, y con él nuestro dinero.
– Mi dinero, Alfonso -intervino Belmonte, desde su silla de ruedas-. Si no te importa.
– Sólo era una forma de hablar, tío Manolo.
– Pues habla con propiedad.
Julia removió el contenido de su taza de café con la cucharilla. Estaba frío, y se preguntó si la sobrina lo había servido así a propósito. Se habían presentado de improviso, a última hora de la mañana, con el pretexto de informar a la familia sobre los acontecimientos.
– ¿Creen que aparecerá el cuadro? -preguntó el anciano. Los había recibido en jersey y zapatillas, con una amabilidad que compensó el adusto ceño de la sobrina.
Ahora los miraba desconsolado, su taza entre las manos. La noticia del robo y el asesinato de Menchu habían supuesto para él una conmoción.
– El asunto está en manos de la policía -dijo Julia-. Estoy segura de que darán con él.
– Tengo entendido que existe un mercado negro para las obras de arte. Y que pueden venderlo en el extranjero.
– Sí. Pero la policía tiene la descripción del cuadro; yo misma les di varias fotografías. No resultará fácil sacarlo del país.
– No me explico cómo pudieron entrar en su casa… La policía me contó que hay cerradura de seguridad y alarma electrónica.
– Pudo ser Menchu quien abrió la puerta. El principal sospechoso es Max, su novio. Hay testigos que lo vieron salir del portal.
– Conocemos al novio -dijo Lola Belmonte-. Estuvo aquí un día con ella. Un chico alto, bien parecido. Demasiado bien parecido, pensé yo… Espero que lo detengan pronto y le den lo que merece. Para nosotros -miró el espacio vacío en la pared- la pérdida es irreparable.
– Al menos podrá cobrarse el seguro -dijo el marido, sonriéndole a Julia como el zorro que ronda un gallinero-. Gracias a la previsión de esta guapa joven -pareció recordar algo y ensombreció adecuadamente el gesto-. Aunque eso, claro, no le devuelve la vida a su amiga.
Lola Belmonte miró a Julia con despecho.
– Estaría bueno, que encima no lo hubiesen asegurado -al hablar adelantaba, desdeñosa, el labio inferior-. Pero el señor Montegrifo dice que, comparado con el precio que habría conseguido, lo del seguro es una miseria.
– ¿Ya han hablado con Paco Montegrifo? -se interesó Julia.
– Sí. Telefoneó muy temprano. Prácticamente nos ha sacado de la cama con la noticia. Por eso cuando vino la policía ya estábamos al corriente… Todo un caballero -la sobrina miró a su marido con mal disimulado rencor-. Ya dije que este asunto se planteó mal desde un principio.
Alfonso hizo gesto de lavarse las manos.
– La oferta de la pobre Menchu era buena… -dijo-. No es culpa mía si después se complicaron las cosas. Además, la última palabra siempre la ha tenido el tío Manolo -miró al inválido con una mueca de exagerado respeto-. ¿No es verdad?
– De eso -dijo la sobrina- también habría mucho que hablar.
Читать дальше