Belmonte la observó por encima del borde de la taza, que en ese momento se llevaba a los labios, y Julia alcanzó a distinguir en sus ojos aquel brillo contenido que ya le resultaba familiar.
– El cuadro todavía está a mi nombre, Lolita -dijo el anciano, tras secarse cuidadosamente los labios con un arrugado pañuelo que extrajo del bolsillo-. Bien o mal, robado o no, eso me incumbe a mí -se quedó un rato en silencio, como si reflexionara sobre aquello, y cuando sus ojos encontraron de nuevo los de Julia, reflejaban sincera simpatía-. En cuanto a esta joven -sonrió alentador, como si fuese ella la que necesitara ánimos-, estoy seguro de que su actuación ha sido irreprochable… -se volvió hacia Muñoz, que aún no había abierto la boca-. ¿No le parece?
El jugador de ajedrez estaba hundido en un sillón, con las piernas estiradas y los dedos enlazados ante la barbilla. Al oír la pregunta ladeó un poco la cabeza tras breve parpadeo, como si lo hubieran interrumpido en mitad de una compleja meditación.
– Indudablemente -dijo.
– ¿Todavía cree usted que cualquier misterio es descifrable según leyes matemáticas?
– Todavía.
El breve diálogo hizo que Julia recordase algo.
– Hoy no suena Bach -dijo.
– Después de lo de su amiga, y la desaparición del cuadro, no está el día para músicas -Belmonte pareció abstraerse y luego sonrió, enigmático-. De todas formas, el silencio tiene la misma importancia que los sonidos organizados… ¿No le parece, señor Muñoz?
Por una vez, el ajedrecista se mostró de acuerdo.
– Eso es cierto -observaba a su interlocutor con nuevo interés-. Es como en los negativos fotográficos, supongo. El fondo, lo que en apariencia no está impresionado, también contiene información… ¿Pasa eso con Bach?
– Claro que sí. Bach tiene espacios negativos, silencios tan elocuentes como las notas, tiempos y contra-tiempos… ¿Cultiva usted también el estudio de los espacios en blanco dentro de sus sistemas lógicos?
– Naturalmente. Es como cambiar un punto de vista. A veces se parece a observar un huerto, que desde un lugar determinado no tiene orden aparente, pero que, desde otra perspectiva, se ve trazado con regularidad geométrica.
– Me temo -dijo Alfonso, mirándolos con sorna- que a estas horas la conversación es demasiado científica para mí -se levantó, acercándose al mueble bar-. ¿Alguien quiere una copa?
Nadie respondió, así que, encogiéndose de hombros, se entretuvo en preparar un whisky con hielo. Después fue a apoyarse en el aparador e hizo un brindis en dirección a Julia.
– Tiene su enjundia eso del huerto -dijo, llevándose el vaso a los labios.
Muñoz, que no pareció escuchar el comentario, miraba ahora a Lola Belmonte. En la inmovilidad del ajedrecista, muy parecida a la de un cazador al acecho, sólo los ojos parecían animados por esa expresión que Julia había llegado a conocer bien, penetrante y reflexiva; el único signo que, bajo la aparente indiferencia de aquel hombre, delataba un espíritu alerta, interesado por los acontecimientos del mundo exterior. Ahora está a punto de mover, se dijo Julia, satisfecha, sintiéndose en buenas manos, y bebió un sorbo del café frío para disimular la sonrisa cómplice que le afloraba a los labios.
– Imagino -dijo Muñoz lentamente, dirigiéndose a la sobrinaque también ha sido un duro golpe para usted.
– Por supuesto -Lola Belmonte miró a su tío con renovado reproche-. Ese cuadro vale una fortuna.
– No me refería sólo al aspecto económico del asunto. Creo que solía jugar esa partida… ¿Es aficionada?
– Un poco.
El marido levantó el vaso de whisky.
– La verdad es que juega muy bien. Yo no he podido ganarle nunca -reflexionó sobre ello antes de hacer un guiño e ingerir un largo trago-. Aunque eso no signifique gran cosa.
Lola Belmonte miraba a Muñoz, suspicaz. Tenía, pensó Julia, un aire a un tiempo mojigato y rapaz, con aquellas faldas excesivamente largas, las manos finas y huesudas, como garras, y la mirada firme bajo la nariz ganchuda, reforzada por el agresivo mentón. Observó que los tendones del dorso de las manos se le tensaban como si anudasen energía contenida. Una arpía de cuidado, se dijo: agriada y arrogante. No costaba trabajo imaginarla saboreando la maledicencia, proyectando sobre los otros sus complejos y frustraciones. Personalidad coartada, oprimida por las circunstancias. Ataque al rey como actitud crítica frente a cualquier autoridad que no fuese ella misma, crueldad y cálculo, ajuste de cuentas con algo, o con alguien… Con su tío, con su marido… Tal vez con el mundo entero. El cuadro como obsesión de una mente enfermiza, intolerante. Y aquellas manos delgadas y nerviosas poseían la fuerza suficiente para matar de un golpe en la nuca, para estrangular con un pañuelo de seda… La imaginó sin esfuerzo con gafas de sol e impermeable. Sin embargo, no lograba establecer ningún tipo de vínculo entre ella y Max. Aquello era adentrarse en los límites de lo absurdo.
– No es corriente -estaba diciendo Muñoz- encontrar mujeres que jueguen al ajedrez.
– Yo sí juego -Lola Belmonte parecía alerta, a la defensiva-. ¿Le parece mal?
– Todo lo contrario. Me parece muy bien… Sobre un tablero se pueden realizar cosas que en la práctica, me refiero a la vida real, resultan imposibles… ¿No cree?
Ella hizo un gesto ambiguo, como si no se hubiera planteado nunca la cuestión.
– Puede ser. Para mí fue siempre un juego más. Un pasatiempo.
– Para el que está dotada, creo. Insisto en que no es corriente que una mujer juegue bien al ajedrez…
– Una mujer es capaz de hacer cualquier cosa. Otro cantar es que nos lo permitan.
Muñoz tenía una pequeña sonrisa de aliento en el extremo de la boca.
– ¿Le gusta jugar con negras? Por lo general deben limitarse a asumir un juego defensivo… La iniciativa la llevan las blancas.
– Eso es una tontería. No veo por qué tienen las negras que quedarse viéndolas venir. Es como la mujer, en casa -le dirigió una desdeñosa mirada al marido-. Todo el mundo da por sentado que es el hombre quien lleva los pantalones.
– ¿No es así? -indagó Muñoz, con la media sonrisa fija en los labios-… Por ejemplo, en la partida del cuadro. Allí, la posición inicial parece ventajosa para las piezas blancas. El rey negro está amenazado. Y la dama negra es, al principio, inútil.
– En esa partida, el rey negro no pinta nada; es la dama quien corre con la responsabilidad. Dama y peones. Es una partida que se gana a base de dama y peones.
Muñoz se metió una mano en el bolsillo y extrajo un papel.
– ¿Ha jugado esta variante?
Lola Belmonte miró a su interlocutor con visible desconcierto, y luego el papel que éste le puso en la mano. Muñoz dejó vagar los ojos por la habitación hasta que, de modo en apariencia casual, los posó en Julia. Bien jugado, decía la mirada que la joven le devolvió, pero la expresión del ajedrecista se mantuvo inescrutable.
– Creo que sí -dijo Lola Belmonte, al cabo de un rato-. Las blancas juegan peón por peón, o dama junto al rey, preparando un jaque en la siguiente… -miró a Muñoz con aire satisfecho-. Aquí las blancas han escogido jugar dama, lo que parece correcto.
Muñoz hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Estoy de acuerdo. Pero me interesa más el siguiente movimiento de las negras. ¿Usted qué haría?
Lola Belmonte entornó los ojos, suspicaz. Parecía buscar segundas intenciones en todo aquello.
Después le devolvió el papel a Muñoz.
– Hace tiempo que no juego esa partida, pero recuerdo al menos cuatro variantes: torre negra come caballo, que lleva a una aburrida victoria de las blancas a base de peones y dama… Otra posibilidad es, me parece, caballo por peón. También dama negra come torre, o alfil come peón… Las posibilidades son infinitas -miró a Julia y después otra vez a Muñoz-. Pero no veo qué relación puede tener esto…
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