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Arturo Pérez-Reverte: La Tabla De Flandes

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Arturo Pérez-Reverte La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma. La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas. La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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Le ofreció el paquete de cigarrillos y él vaciló, con sonrisa agradecida.

– No debería -dijo-. Lola sólo me permite un café con leche y un pitillo al día…

– Al diablo Lola -respondió la joven, con una espontaneidad que la sorprendió a ella misma. Menchu la miró sobresaltada; pero el anciano no parecía molesto. Por el contrario, le dirigió a Julia una mirada en la que ella creyó ver un brillo cómplice inmediatamente apagado. Entonces alargó los dedos huesudos para coger un cigarrillo.

– Respecto al cuadro -dijo Julia, inclinada sobre la mesa para dar fuego a Belmonte- hay un imprevisto…

El anciano aspiró el humo con placer, reteniéndolo en los pulmones el mayor tiempo posible, y la miró con los ojos entornados.

– ¿Un imprevisto bueno o malo?

– Bueno. Bajo la pintura ha aparecido una inscripción original. Restaurarla aumentará el valor del cuadro -se echó hacia atrás en la silla, sonriendo-. Usted decide.

Belmonte miró a Menchu y después a Julia, como si efectuara alguna secreta comparación o dudase entre dos lealtades. Finalmente pareció tomar partido, pues, dándole otra larga chupada al cigarrillo, apoyó las manos en las rodillas con expresión satisfecha.

– Además de guapa, usted parece muy lista -le dijo a Julia-. Estoy seguro de que incluso le gusta Bach.

– Me encanta.

– Explíqueme de qué se trata, por favor.

Y Julia se lo explicó.

– Hay que ver -Belmonte movía la cabeza después de un silencio largo e incrédulo-. Tantos años mirando ese cuadro ahí, día tras día, y nunca imaginé… -le dirigió una breve ojeada al hueco con la marca del Van Huys en la pared y entornó los párpados en una sonrisa placentera-. Así que el pintor era aficionado a los acertijos…

– Eso parece -respondió Julia.

Belmonte señaló el gramófono que seguía sonando en un rincón.

– No es el único -dijo-. Las obras de arte conteniendo juegos y claves ocultas eran habituales, antes. Ahí tienen a Bach, por ejemplo. Los diez cánones de su Ofrenda son de lo más perfecto que compuso, y, sin embargo, no dejó ninguno de ellos escrito de cabo a rabo… Lo hizo de forma deliberada, como si se tratara de adivinanzas que proponía a Federico de Prusia… Un ardid musical frecuente en la época. Consistía en escribir un tema, acompañándolo de algunas indicaciones más o menos enigmáticas, y dejar que el canon basado en ese tema fuese descubierto por otro músico o ejecutante. A fin de cuentas, pues de un juego se trataba, por otro jugador.

– Muy interesante -comentó Menchu.

– No saben hasta qué punto. Bach, como muchos artistas, era un tramposo. Constantemente recurría a trucos para engañar al auditorio: triquiñuelas con notas y letras, ingeniosas variaciones, fugas insólitas y, sobre todo, gran sentido del humor… Por ejemplo, en una de sus composiciones a seis voces introdujo a hurtadillas su propio nombre, repartido entre dos de las voces más altas. Pero estas cosas no ocurrían sólo en la música: Lewis Carroll, que era matemático y escritor además de gran aficionado al ajedrez, solía introducir acrósticos en sus poemas… Hay modos muy inteligentes de ocultar cosas en la música, en los poemas y en las pinturas.

– De eso no cabe duda -respondió Julia-. Los símbolos y las claves ocultas aparecen con frecuencia en el arte. Incluso en el arte moderno… El problema es que no siempre disponemos de las claves para descifrar esos mensajes; sobre todo los antiguo -ahora fue ella quien miró pensativa el hueco de la pared-. Pero con La partida de ajedrez tenemos algunos puntos de partida. Podemos intentarlo.

Belmonte se echó hacia atrás en su silla de ruedas y movió la cabeza, clavados en Julia sus ojos socarrones.

– Téngame al corriente -dijo-. Le aseguro que nada me causaría mayor placer.

Se despedían en el vestíbulo cuando llegaron los sobrinos. Lola era una mujer descarnada y seca, de unos treinta años largos, con el pelo rojizo y ojos pequeños y rapaces. Mantenía el brazo derecho, enfundado en la manga de un abrigo de piel, alrededor del izquierdo de su marido: un tipo moreno y delgado algo más joven, cuya calvicie prematura quedaba atenuada por un intenso bronceado. Incluso sin la alusión del anciano, respecto a que su sobrino político no había trabajado en la vida, Julia hubiera adivinado que éste se encuadraba por méritos propios entre los aficionados a vivir con el mínimo esfuerzo. Sus facciones, a las que ligeros abolsamientos bajo los párpados daban un aire de disipación, tenían un gesto taimado, levemente cínico, que la boca grande y expresiva, casi zorruna, no se molestaba en desmentir. Vestía un blazer azul de botones dorados, sin corbata, y era el suyo el aspecto inequívoco de quien reparte extenso tiempo libre entre cafeterías de lujo a la hora del aperitivo y bares nocturnos de moda, sin que la ruleta o los naipes encierren secretos para él.

– Mis sobrinos Lola y Alfonso -dijo Belmonte y se saludaron sin entusiasmo por parte de la sobrina, pero con evidente interés en lo que se refería al marido, quien retuvo la mano de Julia algo más de lo necesario, mientras le dirigía, de pies a cabeza, una ojeada de experto. Después se volvió hacia Menchu, a la que saludó por su nombre.

Parecían viejos conocidos.

– Han venido por el cuadro -dijo Belmonte. El sobrino chasqueó la lengua.

– El cuadro, naturalmente. Tu famoso cuadro.

Se les puso al corriente de la nueva situación. Con las manos en los bolsillos Alfonso sonreía mirando a Julia.

– Si se trata de aumentar el valor del cuadro, o de lo que sea -le dijo-, me parece una noticia excelente. Puede volver por aquí cuando quiera, a traernos sorpresas así. Nos encantan las sorpresas.

La sobrina no compartía la satisfacción de su marido.

– Tenemos que discutir eso -dijo, enojada-… ¿Quién garantiza que no estropearán el cuadro?

– Sería imperdonable -apostilló Alfonso, sin apartar los ojos de Julia-. Pero no creo que esta joven fuese capaz de hacernos una cosa así.

Lola Belmonte dirigió a su marido una ojeada impaciente.

– Tú no te metas. Esto es cosa mía.

– Te equivocas, cariño -la sonrisa de Alfonso se hizo más ancha-. Tenemos régimen de gananciales.

– Te digo que no te metas.

Alfonso se volvió lentamente hacia ella. El gesto zorruno se había acentuado, endureciéndose. Ahora la sonrisa parecía una hoja de cuchillo, y Julia pensó, al comprobarlo, que tal vez el sobrino político fuese menos inofensivo de lo que parecía a primera vista. No debe de ser cómodo, se dijo, tener asuntos pendientes con un tipo capaz de sonreír así.

– No seas ridícula… Cariño.

Había de todo menos ternura en aquel cariño , y Lola Belmonte parecía saberlo mejor que nadie; la vieron contener a duras penas la humillación y el despecho. Menchu dio un paso al frente, resuelta a entrar en liza.

– Ya lo hemos hablado con don Manuel -anunció-. Y está de acuerdo.

Ese era otro aspecto de la cuestión, meditó Julia, que iba de sorpresa en sorpresa. Porque, desde su silla de ruedas, el inválido había observado la escaramuza con las manos cruzadas sobre el regazo; como espectador voluntariamente al margen de una cuestión a cuyo debate, sin embargo, asistiera con malicioso interés de voyeur .

Curiosos personajes, pensó la joven. Curiosa familia.

– En efecto -confirmaba el anciano sin dirigirse a nadie en particular-. Yo estoy de acuerdo. En principio.

La sobrina se retorció las manos con largo tintineo de pulseras. Parecía angustiada; o furiosa. Quizás ambas cosas a la vez.

– Pero tío, eso hay que hablarlo. Yo no dudo de la buena voluntad de estas señoras…

– Señoritas -terció el marido sin dejar de sonreírle a Julia.

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