Y si mentían, ¿por qué lo hacían? Antes de hablar con ellos, necesitaba contar con más datos.
Tenía que conseguir la prueba definitiva de que el cadáver del depósito con el alias de Manolo Santiago era realmente el de Gil Pérez, el chico que había desaparecido en el bosque con mi hermana, Margot Green y Doug Billingham hacía casi veinte años.
El mensaje de York decía: «Perdone que haya tardado tanto. Me preguntó por Raya Singh, la novia de la víctima. Sólo teníamos un móvil de ella, aunque parezca increíble. En fin, la llamamos. Trabaja en un restaurante indio de la Ruta 3 cerca del túnel Lincoln». Me dio su nombre y dirección. «Se supone que está allí todo el día. Si se entera del nombre auténtico de Santiago, comuníquemelo. Por lo que parece, llevaba mucho tiempo usando este alias. Hemos encontrado indicios de él de hace seis años en la zona de Los Ángeles. Nada importante. Le llamaré.»
No sabía cómo interpretar el mensaje. Nada importante. Me fui al coche, y en cuanto abrí la puerta vi que había algo raro.
Un sobre grande sobre el asiento del conductor.
Sabía que no era mío. Sabía que no lo había dejado yo. Y sabía que había cerrado el coche.
Alguien había entrado en mi coche.
Cogí el sobre. Sin dirección, ni sello. Estaba totalmente en blanco. Me pareció fino. Me senté en el asiento de delante y cerré la puerta. El sobre estaba cerrado. Lo abrí con el dedo índice. Metí la mano y saqué el contenido.
Se me heló la sangre en las venas cuando vi lo que era.
Una fotografía de mi padre.
Fruncí el ceño.
– ¿Qué co…?
En el pie, escrito a máquina en el borde blanco, estaba su nombre y el año: «Vladimir Copeland». Nada más.
No entendía nada.
Me quedé quieto un momento mirando la fotografía de mi amado padre. Pensé en su carrera de médico en Leningrado, en todo lo que le habían arrebatado, en que su vida había acabado siendo una serie interminable de tragedias y decepciones. Le recordé discutiendo con mi madre, los dos hechos polvo y sin nadie más a quien gritar que el uno al otro. Recordé a mi madre llorando sola. Recordé a Camille conmigo algunas de aquellas noches. Ella y yo no nos peleábamos nunca, algo raro entre hermanos, pero tal vez es que habíamos vivido mucho. A veces me cogía de la mano y me decía que saliéramos a dar un paseo. Pero casi siempre íbamos a la habitación de Camille y ella ponía una de sus canciones pop favoritas y me hablaba de ella, de por qué le gustaba, como si tuviera un significado oculto, y después me hablaba de algún chico de la escuela que le gustaba. Yo la escuchaba y sentía aquella curiosa sensación de satisfacción.
No entendía nada. ¿Por qué aquella fotografía…?
Había algo más en el sobre.
Lo puse boca abajo. Nada. Metí la mano hasta el fondo. Parecía una tarjeta. La saqué. Sí, era una tarjeta. Con rayas rojas. Ese lado, el pautado, estaba en blanco. Pero en el otro lado, el que era liso, alguien había mecanografiado tres palabras en letras mayúsculas:
EL PRIMER SECRETO
– ¿Sabes quién envió el diario? -preguntó Lucy.
– Todavía no -dijo Lonnie-. Pero lo sabré.
– ¿Cómo?
Lonnie mantuvo la cabeza baja. El vacilón seguro de sí mismo había desaparecido. Lucy se sintió mal por él. No le gustaba lo que le obligaba a hacer. A ella tampoco le hacía gracia. Pero no tenía más remedio. Se había esforzado mucho por ocultar su pasado. Se había cambiado el nombre. No había permitido que Paul la encontrara. Se había deshecho de sus cabellos rubios naturales. A ver, ¿cuántas mujeres de su edad tenían los cabellos rubios naturales? Y ahora llevaba ese color castaño anodino.
– De acuerdo -dijo-. ¿Estarás aquí cuando vuelva?
Él asintió. Lucy bajó la escalera hacia su coche.
En la tele parece muy fácil obtener una nueva identidad. Puede que lo fuera, pero para Lucy no había sido así. Era un proceso lento. Había empezado por cambiarse el apellido Silverstein por Gold. Plata por oro. Inteligente, ¿verdad? No lo creía, pero a ella le gustaba, le daba la sensación de mantener un vínculo con el padre al que tanto quería.
Se había movido por todo el país. El campamento no existía desde hacía tiempo. Lo mismo que los bienes de su padre. Y al final, también su padre había desaparecido prácticamente.
Lo que quedaba de Ira Silverstein se alojaba en una casa de convalecencia a quince kilómetros del campus de la Universidad de Reston. Condujo y disfrutó de ese rato a solas. Escuchó a Tom Waits cantando que esperaba no volver a enamorarse, pero por supuesto sí se enamoraba. Dejó el coche en el aparcamiento. La casa, una mansión reformada que ocupaba una gran extensión de terreno, era más agradable que la mayoría. Prácticamente todo el sueldo de Lucy iba a parar allí.
Aparcó junto al viejo coche de su padre, un oxidado Volkswagen Escarabajo amarillo. El Escarabajo estaba siempre en el mismo sitio. Dudaba de que se hubiera movido de allí en el último año. Aquí su padre tenía libertad. Podía marcharse siempre que quisiera. Podía ingresar o salir. Pero lo triste era que casi nunca salía de la habitación. Las pegatinas izquierdistas que adornaban el vehículo estaban descoloridas. Lucy tenía una copia de la llave del Volkswagen y de vez en cuando lo ponía en marcha, para que la batería no se gastara. Sólo sentarse en el coche y hacer eso le traía recuerdos. Veía a Ira conduciéndolo, con su gran barba, las ventanas abiertas, la sonrisa, el saludo y el bocinazo a todos los que pasaban.
Nunca había tenido el valor de sacarlo a dar una vuelta.
Lucy se presentó en recepción. Era una residencia muy especializada, para personas mayores con historial de drogas y problemas mentales. Eso parecía incluir un amplio abanico de situaciones, desde los que parecían totalmente «normales» hasta los que podrían aparecer como extras en Alguien voló sobre el nido del cuco.
Ira era un poco de las dos cosas.
Lucy se detuvo en el umbral. Ira estaba de espaldas a ella.
Llevaba el consabido poncho de alpaca. Sus cabellos grises salían disparados en todas direcciones. «Let's Live for Today» de The Grass Roots, un clásico de 1967, sonaba en lo que su padre todavía denominaba un «equipo de alta fidelidad». Lucy escuchó a Rob Grill, el vocalista, contando «1, 2, 3, 4» antes de que el grupo se lanzara a otro «sha-la-la-la, let's live for today». Cerró los ojos y cantó en silencio.
Absolutamente genial.
En la habitación había cuentas y tapices y un póster de «Where Have All the Flowers Gone». Lucy sonrió, pero con poca alegría. Una cosa era la nostalgia, y otra una mente deteriorada.
La demencia precoz se había infiltrado, por la edad o por el consumo de drogas -no se podía asegurar-, y se había quedado. Ira siempre había estado mentalmente ausente y siempre había vivido en el pasado, por eso era tan difícil determinar el avance de la decadencia. Eso era lo que decían los médicos. Pero Lucy sabía que el punto inicial, el empujón cuesta abajo, se había producido ese verano. Ira cargó con gran parte de la culpa por lo que pasó en el bosque. Era su campamento. Debería haber hecho más para proteger a los campistas.
Los medios se le echaron encima, pero no con tanta furia como las familias. Era demasiado buena persona para aguantarlo. Aquello le destrozó.
Ahora Ira apenas salía de la habitación. Su mente rebotaba de una década a otra, pero ésta -la de los sesenta- era la única en la que se sentía cómodo. La mitad del tiempo creía que todavía estaba en 1968. Otras veces se daba cuenta de la verdad -se le notaba en la expresión-, pero era incapaz de enfrentarse a ella. Así que, como parte de la nueva «terapia de validación», sus médicos le permitían tener la habitación en 1968, aposta.
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