Harlan Coben - El Bosque

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Hace veinte años, en un campamento de verano, cuatro adolescentes se adentraron de noche en el bosque. Dos fueron hallados asesinados y a los otros dos no volvieron a verlos nunca más. Para cuatro familias la vida cambió para siempre. Dos décadas después, está a punto de cambiar otra vez. El luto de Paul Copeland, fiscal del condado de Essex, Nueva Jersey, por la muerte de su hermana apenas comienza a remitir. Cope, como le llaman todos, está ocupado ahora criando solo a su hija de seis años tras la muerte de su esposa, enferma de cáncer. Equilibrar la vida familiar y una carrera profesional en rápida ascensión como fiscal le distrae de sus antiguos traumas, pero sólo temporalmente.
Cuando encuentran a una víctima de homicidio con pruebas que le relacionan con Cope, los secretos tan bien enterrados de la familia del fiscal se ven amenazados. ¿Es esta víctima de homicidio uno de los campistas que desapareció con su hermana? ¿Podría estar viva su hermana? Cope debe enfrentarse a lo que dejó atrás aquel verano de hace veinte años: su primer amor, Lucy, su madre, que abandonó a la familia, y los secretos que sus padres rusos podrían haber ocultado incluso a sus propios hijos. Cope debe decidir qué es mejor seguir ocultando en las sombras y qué verdades pueden salir a la luz.

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– ¿Vio que el señor Jenrette susurraba algo al señor Flynn?

– Sí.

– ¿Y qué pasó a continuación?

– Jerry me preguntó si quería dar un paseo.

– ¿Se refiere a Jerry Flynn?

– Sí.

– De acuerdo. Cuente lo que sucedió.

– Salimos. Tenían un barril de cerveza. Me preguntaron si quería una. Dije que no. Se comportaba de una forma nerviosa.

Mort Pubin se levantó.

– Protesto.

Hice un gesto de exasperación.

– Señoría.

– Lo permitiré -concedió el juez.

– Adelante -dije.

– Jerry sirvió una cerveza del barril y se quedó mirándola fijamente.

– ¿Mirando la cerveza?

– Sí, algo así. Ya no me miraba a mí. Algo había cambiado. Le pregunté si estaba bien. Dijo que sí, que todo iba de maravilla. Y entonces -no se le quebró la voz, pero estuvo a punto- me dijo que estaba muy buena y que le gustaba ver cómo me quitaba la ropa.

– ¿Eso la sorprendió?

– Sí, nunca me había hablado así antes. Hablaba con voz ronca. -Tragó saliva-. Como los otros.

– Continúe.

– Dijo: «¿Quieres subir a ver mi habitación?».

– ¿Qué contestó usted?

– Dije que bueno.

– ¿Quería ir a su habitación?

Chamique cerró los ojos. Le cayó otra lágrima. Negó con la cabeza.

– Debe responder en voz alta.

– No -dijo ella.

– ¿Por qué subió?

– Quería gustarle.

– ¿Y creía que le gustaría si subía con él a su habitación?

– Sabía que no le gustaría si le decía que no -dijo Chamique en voz baja.

Me volví y me acerqué a la mesa. Fingí que consultaba mis notas. Sólo quería que el jurado tuviera tiempo de asumirlo todo. Chamique tenía la espalda recta, la barbilla alta. Intentaba que no se le notara, pero toda ella emanaba dolor.

– ¿Qué pasó cuando subió?

– Crucé una puerta. -Volvió a mirar a Jenrette-. Y él me agarró.

De nuevo le hice señalar a Edward Jenrette e identificarle por el nombre.

– ¿Había alguien más en la habitación?

– Sí. Él.

Señaló a Barry Marantz. Me fijé en las dos familias detrás de los acusados. Los padres tenían esas expresiones mortuorias en las que parece que les tiran de la piel desde atrás; los pómulos parecen demasiado prominentes, los ojos hundidos y rotos. Eran los centinelas, a punto para ofrecer refugio a sus vástagos.

Estaban destrozados. Me sentí mal por ellos. Lástima. Edward Jenrette y Barry Marantz tenían personas que les protegían.

Chamique Johnson no tenía a nadie.

Parte de mí entendía lo que había sucedido. Empiezas a beber, pierdes el control, olvidas que habrá consecuencias. Tal vez no volverían a hacerlo nunca más. Tal vez ya habían aprendido la lección. Pero, de nuevo, lástima.

Había personas que eran malas hasta el meollo, que siempre serían crueles y desagradables y harían daño a otros. Había otras, tal vez la mayoría de los que pasaban por mi oficina, que sólo metían la pata. Mi trabajo no es diferenciar entre unos y otros. Eso lo dejaba para el juez cuando dictara la sentencia.

– Bien -dije-, ¿qué sucedió entonces?

– Él cerró la puerta.

– ¿Cuál de los dos?

Señaló a Marantz.

– Chamique, para facilitar las cosas, ¿podría llamarle señor Marantz y al otro señor Jenrette?

Ella asintió.

– Así que el señor Marantz cerró la puerta. ¿Qué sucedió entonces?

– El señor Jenrette me dijo que me pusiera de rodillas.

– ¿Dónde estaba el señor Flynn en ese momento?

– No lo sé.

– ¿No lo sabe? -Fingí sorpresa-. ¿No subió con usted la escalera?

– Sí.

– ¿No estaba a su lado cuando el señor Jenrette la cogió del brazo?

– Sí.

– ¿Entonces?

– No lo sé. No entró en la habitación. Dejó que se cerrara la puerta.

– ¿Volvió a verle?

– Hasta más tarde no.

Respiré hondo y me lancé: Le pregunté a Chamique qué había pasado después. La guié para que contara la agresión. El testimonio fue gráfico. Habló con claridad, como si no fuera con ella. Había mucho que explicar: lo que habían dicho, cómo se habían reído, lo que le habían hecho a ella. Necesitaba detalles. No creo que el jurado quisiera oírlos. Lo comprendía. Pero necesitaba que ella fuera lo más explícita posible, que recordara todas las posiciones, quién se había colocado dónde, quién había hecho qué.

Fue agotador.

Cuando terminamos el testimonio de la agresión, le dejé unos segundos antes de afrontar nuestro mayor problema.

– En su testimonio, afirma que los agresores utilizaron los nombres de Cal y Jim.

– Protesto, señoría.

Flair Hickory habló por primera vez. Su voz era tranquila, la clase de tranquilidad que llama la atención.

– No afirmó que ellos utilizaran los nombres de Cal y Jim -dijo Flair-. Afirmó, tanto en su testimonio como en las declaraciones preliminares, que eran Cal y Jim.

– Lo reformularé -dije en un tono exasperado, como diciéndole al jurado: «No sé por qué se pone tan quisquilloso». Volví mi atención a Charmique-. ¿Quién era Cal y quién era Jim?

Chamique identificó a Barry Marantz como Cal y a Edward Jenrette como Jim.

– ¿Se presentaron? -pregunté.

– No.

– ¿Cómo supo sus nombres, entonces?

– Los utilizaban entre ellos.

– Según su testimonio, por ejemplo, el señor Marantz dijo: «Inclínala, Jim». ¿Cosas así?

– Sí.

– ¿Es consciente de que ninguno de los acusados se llama Cal o Jim? -dije.

– Lo sé -dijo ella.

– ¿Puede explicárselo?

– No. Sólo he repetido lo que ellos decían.

No vaciló, no intentó poner una excusa, fue una buena respuesta. Abandoné el tema.

– ¿Qué pasó después de que la violaran?

– Hicieron que me lavara.

– ¿Cómo?

– Me metieron en una ducha. Me enjabonaron. La ducha tenía un mango con teléfono. Hicieron que me frotara.

– ¿Y a continuación?

– Me quitaron la ropa, dijeron que iban a quemarla. Me dieron una camiseta y unos pantalones cortos.

– ¿Y después?

– Jerry me acompañó a una parada de autobús.

– ¿El señor Flynn le dijo algo durante el trayecto?

– No.

– ¿Ni una palabra?

– Ni una palabra.

– ¿Usted le dijo algo?

– No.

Fingí sorpresa otra vez.

– ¿No le dijo que la habían violado?

Sonrió por primera vez.

– ¿Cree que no lo sabía?

Lo dejé aquí. Quería volver a cambiar de marcha.

– ¿Ha contratado usted un abogado, Chamique?

– Más o menos.

– ¿Qué significa más o menos?

– No le contraté exactamente. Él me buscó.

– ¿Cómo se llama?

– Horace Foley. No se viste tan bien como el señor Hickory.

Eso hizo sonreír a Flair.

– ¿Va a demandar a los acusados?

– Sí.

– ¿Por qué va a demandarlos?

– Para que paguen -dijo.

– ¿No es lo que estamos haciendo aquí? -pregunté-. ¿Intentar que sean castigados?

– Sí. Pero la demanda es por dinero.

Hice una mueca como si no comprendiera.

– Pero la defensa va a argumentar que se ha inventado estos cargos para extorsionarlos. Va a decir que su demanda lo demuestra, que sólo le interesa el dinero.

– Me interesa el dinero -dijo Chamique-. Nunca he dicho lo contrario.

Esperé.

– ¿No le interesa a usted el dinero, señor Copeland?

– Me interesa -dije.

– ¿Entonces?

– Entonces la defensa argumentará que es un motivo para mentir -dije.

– No lo puedo evitar -dijo-. Mire, si digo que no me interesa el dinero, eso sí sería una mentira. -Miró hacia el jurado-. Si dijera que el dinero no me interesa, ¿se lo iban a creer? Está claro que no. Lo mismo que si usted me dijera que no le interesa el dinero. Ya me interesaba el dinero antes de que me violaran. Me interesa ahora. No miento. Me violaron. Quiero que vayan a la cárcel. Y si puedo conseguir algo de dinero de ellos, ¿por qué no? Lo necesito.

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