Connie no pareció alegrarse cuando Paul Fisher se inclinó hacia adelante y lo abordó en tono de complicidad.
– Tenemos muchos motivos para creer que Reynolds está implicada, Connie. A pesar de lo que nos has contado.
Connie le clavó la vista al hombre. Odiaba todo lo que Fisher representaba, desde su peinado perfecto y su mentón prominente hasta su postura tan rígida como un palo de escoba, pasando por sus camisas perfectamente planchadas. Llevaba ahí sentado media hora. Había referido a Fisher y a Massey su versión de la historia y ellos la suya. No se pondrían de acuerdo.
– Eso no es más que una sarta de sandeces, Paul.
Fisher se recostó en el asiento y miró a Massey.
– Ya has oído los hechos. ¿Cómo puedes sentarte ahí y defenderla?
– Porque sé que es inocente -respondió Connie-, ¿qué te parece?
– ¿Tienes algún dato que lo demuestre, Connie? -inquirió Massey.
– Ya te he contado los hechos aquí sentado, Fred. Teníamos una pista concluyente de otro caso en Agricultura. Brooke ni siquiera quería que Ken acompañara a Lockhart aquella noche. Quería ir ella.
– 0 eso es lo que te dijo -repuso Massey.
– Escúchame bien, mis veinticinco años de experiencia me dicen que Brooke Reynolds está más limpia que nadie.
– Investigó las cuentas de Ken Newman sin decírselo a nadie.
– Vamos, no es la primera vez que un agente se salta las normas. Se encuentra con un caso delicado y quiere investigarlo, pero no quiere enterrar la reputación de Ken junto con su cadáver, al menos hasta estar segura.
– ¿Y los cientos de miles de dólares en las cuentas de los niños? -preguntó Massey.
– Se los han colocado para inculparla.
– ¿Quién?
– Eso es lo que tenemos que averiguar.
Fisher sacudió la cabeza en señal de frustración. -Ordenaremos que la sigan en todo momento hasta que resolvamos este asunto.
Connie se inclinó sobre la mesa, haciendo lo posible por evitar que sus grandes manos se lanzaran al cuello de Fisher.
– Lo que deberíais hacer, Paul, es seguir las pistas del asesinato de Ken e intentar localizar a Faith Lockhart.
– Si no te importa, Connie, nosotros llevaremos la investigación.
Connie se volvió hacia Fred Massey.
– Si buscáis a alguien que siga a Reynolds, ya lo habéis encontrado.
– ¡Tú! ¡Ni hablar! -protestó Fisher.
– Escúchame, Fred -dijo Connie cón la mirada clavada en Massey-. Lo reconozco, la situación pinta mal para Brooke. Pero también sé que no existe un agente más honesto en el FBI. Y no quiero que la carrera de un buen agente se vaya al garete sólo porque alguien hizo una llamada equivocada. Yo también he pasado por eso, ¿verdad, Fred?
Massey se mostró sumamente inquieto al oír esa última frase. Pareció encogerse en el asiento bajo la mirada fulminante de Connie.
– Fred -dijo Fisher-, necesitamos una fuente independiente…
– Puedo ser independiente -lo interrumpió Connie-. Si me equivoco, entonces Brooke acabará en prisión y yo seré el primero en darle la noticia. Pero apuesto lo que sea a que regresará para recoger su placa y su arma. De hecho, la veo dirigiendo este cotarro dentro de diez años.
– No sé, Connie… -empezó a decir Massey.
– Creo que alguien me debe esa oportunidad, Fred -dijo Connie con voz queda-. ¿ Qué te parece?
Se produjo una larga pausa mientras Fisher miraba a uno y a otro hombre alternativamente.
– De acuerdo, Connie, síguela -accedió Massey-. Y mantenme informado a intervalos regulares. De todo lo que veas, con exactitud. Ni más, ni menos. Cuento contigo. Por los viejos tiempos.
Connie se levantó de la mesa y dedicó una mirada victoriosa a Fisher.
– Gracias por el voto de confianza, caballeros. No os decepcionaré.
Fisher siguió a Connie hasta el vestíbulo.
– No sé cómo lo has conseguido, pero recuerda esto: tu carrera ya tiene una mancha negra, Connie. No puedes permitirte otra. Y yo también quiero estar al corriente de todo lo que informes a Massey.
Connie arrinconó a Fisher, que era mucho más alto que él, contra la pared.
– Escúchame, Paul. -Se calló con el pretexto de quitar una pelusa de la camisa de Fisher-. Sé que, oficialmente, tú eres mi superior. Sin embargo, no confundas eso con la realidad.
– Estás entrando en terreno peligroso, Connie.
– Me gusta el peligro, Paul, por eso entré en el FBI. Por eso llevo pistola. He matado con la mía. ¿Y tú?
– Estás perdiendo el sentido común. Vas a tirar tu carrera por la borda. -Fisher sentía la pared en su espalda; se le estaba enrojeciendo el rostro mientras Connie continuaba inclinado sobre él como un roble contra una valla.
– ¿Eso crees? Bueno, permíteme que te explique la situación. Alguien le ha tendido una trampa a Brooke. ¿Y quién podría ser? Tiene que ser el infiltrado del FBI. Alguien quiere desacreditarla, hundirla. Y, por lo que veo, Paul, tú estás intentando precisamente eso con todas tus fuerzas.
– ¿Yo? ¿Me acusas de ser el infiltrado?
– No estoy acusando a nadie de nada. Me limito a recordarte que, para mí, mientras no encontremos al infiltrado, nadie, y me refiero a nadie, desde el director hasta los tipos que limpian los lavabos, está libre de sospecha. -Connie se apartó de Fisher-. Que pases un buen día, Paul. Tengo que ir a perseguir a los malos.
Fisher lo observó mientras se alejaba, moviendo la cabeza lentamente, con cierta expresión de temor en el rostro.
El número de teléfono al que Lee llamó correspondía a un buscapersonas que Buchanan llevaba siempre encima. Cuando sonó, Buchanan estaba en casa preparando el maletín para una reunión con un bufete de abogados de la ciudad que trabajaba para uno de sus clientes. Ya había perdido la esperanza de que el busca llegara a sonar. Cuando lo oyó, creyó que iba a sufrir un ataque.
El dilema que se le presentaba era obvio: cómo escuchar el mensaje y devolver la llamada sin que Thornhill se enterara. Entonces discurrió un plan. Llamó a su chófer. Era un hombre de Thornhill, por supuesto, como siempre. Fueron al centro en el coche hasta el bufete.
– Tardaré un par de horas. Telefonearé cuando termine -dijo al conductor.
Buchanan entró en el edificio. Ya había estado allí antes y conocía bien la distribución del mismo. No se dirigió a la zona de ascensores sino que atravesó el vestíbulo principal y cruzó una puerta al fondo que también hacía las veces de entrada posterior para el aparcamiento. Tomó el ascensor y bajó dos plantas. Recorrió el vestíbulo subterráneo y entró en el garaje. Justo al lado de la puerta había una cabina de teléfono. Introdujo unas monedas y marcó el número de la central de mensajes. Su razonamiento era claro: si Thornhill era capaz de interceptar una llamada hecha desde un teléfono público situado bajo toneladas de cemento, sin duda era el mismo diablo y Buchanan no tenía posibilidad alguna de vencerlo.
En el escueto mensaje Lee hablaba con voz tensa. Sus palabras causaron gran impresión a Buchanan. Había dejado un número. Buchanan lo marcó. Un hombre respondió al momento.
– ¿Señor Buchanan? -preguntó Lee.
– ¿Faith está bien?
Lee exhaló un suspiro de alivio. Había deseado que ésa fuera la primera pregunta del hombre. Aquello decía mucho. Aun así, debía mostrarse precavido.
– Quiero verificar que se trata verdaderamente de usted. Me envió un paquete con información. ¿Cómo lo mandó y qué contenía? Y dése prisa al responder.
– Mensajero. Utilizo Dash Services. El paquete incluía una foto de Faith, cinco páginas de información sobre ella y mi empresa, el teléfono de contacto, un resumen de mis preocupaciones y lo que quería de usted. También contenía cinco mil dólares en billetes de cincuenta y veinte. Además, lo llamé hace tres días a la oficina y dejé un mensaje en el contestador. Ahora, por favor, dígame que Faith está bien.
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