David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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– ¿Y dejarán que te la lleves así, sin más?

– Mi hermano dirige el negocio. Es un modelo de exposición. Oficialmente nos la llevamos para someterla a una prueba de resistencia.

– No puedo creer que esté haciendo esto. -Al igual que en el colegio, no le quedaba otro remedio que subirse a aquella moto.

– Piensa en las alternativas y verás que la idea de posar el trasero en la Honda te parecerá la mejor. -Se puso las gafas de sol y el casco como si quisiera dar por concluida la conversación.

Faith se enfundó el traje y, con ayuda de Lee, consiguió ceñirse el casco. Él cargó las bolsas en el amplio maletero y los compartimientos laterales de la Honda y Faith montó detrás de él. Lee puso en marcha el motor, lo revolucionó durante unos segundos y luego aceleró. Cuando soltó el embrague, la potencia de la Honda empujó a Faith hacia la barra posterior acolchada y tuvo que sujetarse con los brazos a Lee y con las piernas a la motocicleta de trescientos sesenta kilos, mientras entraban disparados a la autopista Jeff Davis con rumbo al sur.

Estuvo a punto de caerse cuando oyó una voz en su oído.

– Bueno, tranquilízate, es una conexión de audio Chatterbox de casco a casco -dijo la voz de Lee. Era obvio que había notado su sorpresa-. ¿Has ido alguna vez en coche a la casa de la playa?

– No, siempre he ido en avión.

– Da igual, tengo un mapa. Tomaremos la 95 en dirección sur y luego la nacional 64 cerca de Richmond. Así llegaremos a Norfolk. Desde allí ya decidiremos cuál es el mejor camino. Ya pararemos para comer algo. Deberíamos estar allí antes del anochecer, ¿de acuerdo?

Ella asintió con la cabeza antes de darse cuenta de que debía hablar.

– De acuerdo.

– Ahora, recuéstate en el asiento y relájate. Estás en buenas manos.

Por el contrario, Faith se apoyó en él, le rodeó la cintura con los brazos y se agarró con fuerza. De repente, volvió a sumirse en el recuerdo de aquellos dos meses divinos de su época escolar. Aquello debía de ser un presagio. Quizá pudieran marcharse en la moto y no volver jamás. Empezar en los Outer Banks, alquilar una embarcación y acabar en alguna isla deshabitada del Caribe, un lugar inaccesible para todos excepto ellos. Ella aprendería a vivir en una cabaña, a cocinar con leche de coco o lo que fuera, a ser una buena ama de casa mientras Lee se dedicaba a pescar. Podían hacer el amor cada noche bajo la luz de la luna. Se acercó más a él. Aquello no sonaba nada mal. Ni demasiado improbable, teniendo en cuenta las circunstancias.

– Por cierto, Faith… -le dijo Lee al oído.

Ella tocó el casco de él con el suyo y sintió la amplitud de su torso contra su pecho. Volvía a tener veinte años, la brisa le parecía deliciosa, el calor del sol inspirador y su mayor preocupación era el examen de mitad del trimestre. La repentina imagen de ellos tumbados desnudos bajo el sol, con la piel bronceada, el cabello húmedo y las extremidades entrelazadas le hizo desear que no estuviesen enfundados en trajes de motorista con gruesas cremalleras, avanzando a cien kilómetros por hora sobre el duro asfalto.

– ¿Sí?

– Si me vuelves a hacer una jugarreta como la del aeropuerto, no tendré inconveniente en retorcerte el pescuezo con mis propias manos, ¿entendido?

Faith se separó de Lee y se recostó en el asiento como si quisiera incrustarse en el cuero para alejarse de él, su resplandeciente caballero blanco de diabólicos ojos azules.

Al carajo los recuerdos. Al carajo los sueños.

26

Danny Buchanan presenció una escena que le resultaba familiar. El acto era típico de Washington: una cena para recaudar fondos para algún político en un hotel del centro. El pollo estaba fibroso y frío, el vino era barato, la conversación dinámica, los intereses en juego impresionantes, el protocolo rebuscado y los egos casi siempre insoportables. Los comensales que no eran ricos o gozaban de influencias eran empleados mal pagados de los políticos que trabajaban muchas horas a todo tren durante el día y con una recompensa por tales esfuerzos prodigiosos consistía en tener que seguir trabajando en este tipo de reuniones por la noche. Se esperaba la asistencia del ministro de Hacienda, junto con otros pesos pesados de la política. Desde que se había prometido con una famosa actriz de Hollywood aficionada a exhibir el escote a la menor ocasión, el ministro estaba más solicitado que sus antecesores en el cargo. Sin embargo, en el último momento, había recibido una oferta mejor para pronunciar un discurso en otro acto, lo cual era lo habitual en el eterno juego del «¿dónde está más verde el césped de la política?». Había mandando a un subalterno en su lugar, una persona nerviosa y desgarbada que no conocía a nadie ni despertaba ningún interés.

El acto constituía otra oportunidad de ver y ser visto, de comprobar la jerarquía siempre cambiante de cierto subgrupo de la clase política. La mayoría de los asistentes ni siquiera se sentaba a comer. Dejaban su cheque y se marchaban a otro acto organizado para recaudar fondos. La red de contactos se extendía por la sala como el agua de un manantial. 0 la sangre de una herida, según el cristal con el que se mirara.

¿A cuántos actos como ése había asistido Buchanan a lo largo de los años? Durante los períodos más frenéticos de recaudación de fondos, cuando representaba a las grandes empresas, Buchanan asistía a desayunos, almuerzos, cenas y fiestas varias sin parar durante semanas. En alguna ocasión, debido al agotamiento, se había presentado en el acto equivocado: una recepción para el senador de Dakota del Norte en vez de una cena para el congresista de Dakota del Sur. Desde que había decidido tomar a su cargo a los pobres del mundo, esos problemas habían desaparecido por la sencilla razón de que ahora él tenía dinero que dar a los políticos. Sin embargo, Buchanan era perfectamente consciente de que el tópico de la recaudación de fondos con fines políticos era que nunca había dinero suficiente. Eso significaba que siempre existiría la posibilidad de traficar con las influencias. Siempre.

Tras regresar de Filadelfia, el día había empezado verdaderamente para él, sin Faith. Se había reunido con media docena de congresistas distintos en el Capitolio y con su correspondiente equipo para abordar una infinidad de asuntos y fijar fechas para futuras reuniones. Los equipos eran importantes, sobre todo los de los comités y, en especial, los de los comités de gastos. Los congresistas iban y venían, pero el equipo tendía a conservarse pues conocía los temas y los procesos a la perfección. Además, Danny sabía que no era muy recomendable sorprender a un congresista intentando eludir al equipo. Quizá la primera vez uno saldría airoso, pero no la siguiente ya que los airados asesores se vengaban haciendo el vacío a quien cometiera tal error.

A continuación acudió a un almuerzo tardío con un cliente de pago del que se habría ocupado Faith. Buchanan tuvo que excusar su ausencia con su habitual aplomo y sentido del humor.

– Lo siento, hoy le toca el segundón -dijo al cliente-. Pero intentaré no meter demasiado la pata.

Si bien no había necesidad de reafirmar la excelente fama de Faith, Buchanan había referido a dicho cliente la historia de cómo Faith había entregado en mano, en una caja de regalo adornada con un lazo, a los quinientos treinta y cinco miembros del Congreso los resultados de una encuesta que ponían de manifiesto que el pueblo estadounidense estaba a favor de donar fondos para la vacunación de todos los niños del mundo. La caja también contenía informes detallados y fotografías del antes y el después de niños vacunados en tierras lejanas. A veces las fotografías eran las armas más importantes. Luego Faith se había pasado treinta y seis horas seguidas al teléfono recabando apoyo en el país y en el extranjero y había realizado exposiciones exhaustivas sobre cómo alcanzar semejante objetivo en colaboración con varias organizaciones internacionales de ayuda humanitaria durante un período de dos semanas en tres continentes distintos. Aquello era de suma importancia. El resultado: se aprobó un provecto de ley en el Congreso para financiar un estudio a fin de determinar si tal esfuerzo funcionaría. Ahora los consultores cobrarían millones de dólares y destruirían varios bosques en aras de las montañas de papeleo que generaría el estudio para justificar los descomunales honorarios, por supuesto, sin ofrecer garantías de que un solo niño recibiría una vacuna.

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