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David Baldacci: A Cualquier Precio

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David Baldacci A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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El pelo de Thornhill despedía destellos plateados, lo que le confería un aire distinguido. Tenía los ojos grises y vivarachos y la barbilla poco pronunciada. Hablaba con voz profunda, cultivada; le resultaba igual de fácil emplear la jerga técnica que disertar sobre la poesía de Longfellow. Todavía vestía con trajes de tres piezas y prefería la pipa a los cigarrillos. Thornhill, de cincuenta y ocho años, podía haberse retirado discretamente de la CIA para disfrutar de la agradable vida de un ex funcionario erudito y con mucha experiencia a sus espaldas. Sin embargo, no pensaba retirarse discretamente, y el motivo era bien obvio.

Durante los últimos diez años, las responsabilidades y el presupuesto de la CIA se habían reducido en gran medida. Se trataba de una situación desastrosa ya que en las tormentas de fuego que se desataban a lo largo y ancho del mundo solían participar fanáticos que no tenían que rendir cuentas a grupo político alguno y que poseían armas de destrucción masiva. Además, si bien se creía que la tecnología más avanzada era la solución a todos los males del mundo, los mejores satélites no podían recorrer los callejones de Bagdad, Seúl o Belgrado y medir la temperatura emocional de sus habitantes. Los ordenadores espaciales jamás captarían los pensamientos de las personas ni adivinarían los impulsos diabólicos que anidaban en sus corazones. Thornhill siempre escogería a un astuto agente de campo dispuesto a arriesgar su vida antes que el mejor hardware del mercado.

Thornhill contaba con un pequeño grupo de agentes cualificados en la CIA que le eran completamente leales, tanto a él como a su programa personal. Todos se habían esforzado lo indecible para que la Agencia recuperara la relevancia perdida. Por fin Thornhill disponía del vehículo adecuado para tal fin. Pronto tendría metidos en un puño a destacados miembros del Congreso, senadores e incluso al mismísimo vicepresidente, así como a suficientes burócratas de las altas esferas como para aplastar a un abogado independiente. El presupuesto aumentaría, los recursos humanos se multiplicarían y el alcance de las responsabilidades mundiales de la Agencia volvería a ser el que le correspondía.

La estrategia había funcionado para J. Edgar Hoover y el FBI. Thornhill opinaba que no era mera coincidencia que el presupuesto y la influencia del FBI hubieran aumentado bajo el mandato del ex director y sus supuestos expedientes «secretos» sobre políticos de renombre. Si existía una organización en el mundo que Robert Thornhill odiaba con toda el alma, ésa era el FBI. No obstante, emplearía las tácticas necesarias para que la Agencia recobrase su liderazgo, aunque ello significara que tuviera que robarle una página a su enemigo más acérrimo. «Mira cómo te la juego, Ed», pensó.

Thornhill volvió a concentrarse en los hombres que se agrupaban en torno a él.

– Lo ideal, por supuesto, sería que no tuviésemos que matar a uno de los nuestros -dijo-. Sin embargo, lo cierto es que el FBI la vigila día y noche. Su único momento vulnerable es cuando va a la casa de campo. Quizá la incluyan en el programa de protección de testigos sin avisarle, por lo que tenemos que atacarla en la casita de campo.

Otro hombre habló.

– De acuerdo, mataremos a Lockhart, pero, por el amor de Dios, Bob, dejemos con vida al agente del FBI.

Thornhill negó con la cabeza.

– Es demasiado arriesgado. Sé que matar a un colega es más que lamentable, pero si eludiésemos nuestra misión ahora cometeríamos un error irreparable. Ya sabes cuánto hemos invertido en esta operación. No podemos fracasar.

– Maldita sea, Bob -protestó el primer hombre-, ¿sabes qué pasará si el FBI averigua que hemos acabado con uno de los suyos?

– Si no somos capaces de guardar un secreto así, entonces será mejor que nos dediquemos a otra cosa -espetó Thornhill-. No es la primera vez que deben sacrificarse vidas.

Otro miembro del grupo se inclinó hacia adelante. Era el más joven. No obstante, se había ganado el respeto del grupo gracias a su inteligencia y a su habilidad para ejercer la crueldad más absoluta.

– De momento, sólo hemos contemplado la opción de matar a Lockhart para impedir que el FBI investigue a Buchanan. ¿Por qué no acudimos al director del FBI y le pedimos que ordene a su equipo que abandone la investigación? Así nadie tendría que morir.

Thornhill miró al joven con una expresión de decepción.

– ¿Y cómo propondrías que explicáramos al director del FBI por qué deseamos que haga algo así?

– Podríamos contarle algo parecido a la verdad -repuso el joven-. Incluso en el mundo de los agentes secretos a veces cabe la verdad, ¿no?

Thornhill sonrió afectuosamente.

– Entonces, debería decirle al director del FBI, a quien, por cierto, le encantaría vernos convertidos en piezas de museo, que deseamos que detenga una investigación que es en potencia un auténtico éxito a fin de que la CIA pueda recurrir a medios ilegales para sacarle ventaja a su oficina. Brillante. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? ¿Y en qué cárcel te gustaría cumplir tu condena?

– ¡Por Dios, Bob, ahora colaboramos con el FBI! Ya no estamos en 1960. No te olvides del CCT.

El CCT era el Centro Contra el Terrorismo, un esfuerzo de cooperación entre la CIA y el FBI, que se comprometían a compartir información y recursos para combatir el terrorismo. Todos los que habían participado en el mismo lo consideraban una experiencia de lo más fructífera y eficaz. En opinión de Thornhill, se trataba de otra treta del FBI para entrometerse en los asuntos de la CIA.

– Mi participación en el CCT es modesta -afirmó Thornhill-. Creo que ofrece una posición privilegiada para vigilar al FBI y sus planes, que no suelen ser beneficiosos para nuestros intereses.

– Vamos, Bob; todos jugamos en el mismo equipo. Thornhill miró de hito en hito al joven con tal intensidad que los demás se quedaron petrificados.

– Te exijo que jamás vuelvas a pronunciar esas palabras en mi presencia -ordenó.

El joven palideció y se reclinó en la silla.

Thornhill apretó la pipa entre los dientes.

– ¿Quieres que te dé ejemplos en los que el FBI se lleva el mérito y la gloria de los trabajos realizados por nuestra agencia? ¿De la sangre derramada por nuestros agentes de campo? ¿De las incontables ocasiones en las que hemos salvado el mundo de la destrucción? ¿De cómo manipulan las investigaciones para aplastar a los demás y aumentar su presupuesto inflado? ¿Quieres que te hable de todas las veces en que, durante mis treinta y seis años de carrera, el FBI hizo cuanto pudo para desacreditar nuestras misiones y a nuestros agentes? ¿Quieres que lo haga? -El joven negó despacio con la cabeza, fulminado por la mirada de Thornhill-. Me importa un comino que el director del FBI venga aquí, me bese los zapatos y me jure lealtad eterna; no daré mi brazo a torcer. ¡Jamás! ¿Me he expresado con claridad?

– Perfecamente -respondió el joven, pugnando por no sacudir la cabeza en señal de desconcierto. Todos los presentes, excepto Robert Thornhill, sabían que las relaciones entre el FBI y la CIA eran buenas. Aunque en ocasiones se mostraba torpe en las investigaciones conjuntas ya que disponía de más recursos que nadie, el FBI no había acometido una caza de brujas para acabar con la Agencia. Sin embargo, los hombres reunidos en la sala también eran conscientes de que Robert Thornhill creía que el FBI era su peor enemigo. Por otro lado, también sabían que Thornhill había orquestado, hacía va varias décadas, varios asesinatos autorizados por la Agencia con gran celo y astucia. ¿Por qué contrariar a un hombre así?

– Pero si matamos al agente, ¿no crees que el FBI emprenderá una cruzada para descubrir la verdad? -terció otro de los hombres-. Disponen de recursos suficientes para arrasar la Tierra. Por muy buenos que seamos, jamás seremos tan fuertes como ellos. Entonces, ¿cuál es nuestra situación?

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