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David Baldacci: A Cualquier Precio

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David Baldacci A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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Tras dos años de «peregrinaje», la pasión de Buchanan por el matrimonio, por tener una familia, se había desvanecido. Todos los niños moribundos que había visto se convirtieron en sus hijos, en su familia. Continuarían cavándose tumbas para millones de jóvenes, ancianos y seres hambrientos a lo largo y ancho del mundo, pero no sin que se librara una lucha que había hecho suya. Invirtió en ella todo cuanto tenía, mucho más de lo que había hecho ganar a los tiburones de las empresas de tabaco, armas y productos químicos. Recordaba con todo lujo de detalles el momento de la revelación: regresaba de un viaje a América del Sur y estaba en el baño del avión, arrodillado y a punto de vomitar. Se sentía como si hubiera matado a todos los niños moribundos que había visto en esa parte del mundo.

Tras esta toma de conciencia, Buchanan acudió a aquellos lugares para averiguar cómo podría ayudar. Llevó en persona un cargamento de alimentos y medicamentos a un país, pero pronto descubrió que le sería imposible transportarlos a las regiones del interior. Había visto, impotente, a unos saqueadores despojarlo de todo lo que había en el paquete marcado como «frágil». Luego empezó a trabajar como recaudador de fondos no remunerado para organizaciones humanitarias como CARE o los Catholic Relief Services. Había trabajado bastante, pero los dólares reunidos eran como una gota en un pozo sin fondo. Los números no estaban a su favor; el problema se agravaba a pasos agigantados.

Entonces Buchanan regresó a sus dominios en Washington. Había dejado la empresa que había fundado y sólo se había llevado a una persona consigo: Faith Lockhart. Durante la década anterior sus clientes habían sido los países más pobres del mundo. De hecho, a Buchanan le costaba considerarlos unidades geopolíticas; más bien, creía que eran débiles grupos de personas devastadas con banderas diferentes que no tenían ni voz ni voto. Había dedicado el resto de su vida a resolver el insoluble problema de los desposeídos del mundo.

Se había valido de todas sus artimañas y contactos en Washington, pero se percató de que estas causas nuevas gozaban de mucha menos popularidad que las que había defendido con anterioridad. Cuando había acudido al Congreso como defensor de los poderosos, los políticos lo habían recibido con sonrisas, sin duda porque pensaban en las contribuciones económicas para las campañas y en los dólares destinados al comité de acción política. Ahora no le daban nada. Algunos congresistas se jactaban de que ni siquiera tenían pasaporte, de que Estados Unidos ya se había gastado demasiado en ayuda externa. Las obras de beneficencia, le habían dicho, comienzan en casa y más vale que se queden ahí.

Sin embargo, la réplica más común era: «Dónde está el distrito electoral, Danny? ¿De qué me servirá dar de comer a los etíopes para que me reelijan en Illinois?» Mientras salía de un despacho tras otro con las manos vacías, Buchanan notaba que lo miraban con lástima: Danny Buchanan, tal vez el mejor cabildero de la historia, estaba hecho un lío y comenzaba a chochear. ¡Qué triste! Seguro que la suya era una buena causa, eso nadie lo ponía en duda, pero había que ser realistas. ¿Africa? ¿Bebés moribundos en América del Sur? En casa ya había problemas de sobra.

– Oye, si no se trata de negocios, petróleo o soldados, Danny, ¿por qué diablos me haces perder el tiempo? -le había preguntado un ilustre senador. Ese comentario resumía la quintaesencia de la política exterior de Estados Unidos.

¿Es que estaban ciegos?, se había preguntado Buchanan una y otra vez. ¿0 el idiota perdido era él?

Finalmente, Buchanan decidió que sólo le quedaba una opción. Era del todo ilegal, pero cuando un hombre se encuentra al borde del abismo no puede permitirse el lujo de respetar la ética prístina. Valiéndose de la fortuna que había amasado en el transcurso de los años, había comenzado a sobornar, de manera muy especial, a ciertos políticos importantes para que lo ayudaran. El método había funcionado a la perfección. La ayuda a sus clientes había aumentado de todas las formas imaginables. Incluso a medida que su patrimonio se consumía, las cosas parecían marchar mejor, o eso creía Buchanan. Al menos no empeoraban; para él el terreno ganado con esfuerzo era un éxito. Todo había ido sobre ruedas, hasta haría cosa de un año.

Justo en ese momento, llamaron a la puerta de su despacho, arrancándolo de su ensueño. El edificio estaba cerrado, en teoría era seguro y el personal de limpieza ya se había marchado hacía rato. Buchanan no se levantó. Se limitó a observar la puerta que se abría para descubrir la silueta de un hombre alto, que extendió la mano y encendió la luz.

Buchanan entrecerró los ojos, deslumbrados por la luz del techo; cuando se acostumbraron al resplandor, vio que Robert Thornhill se quitaba la gabardina, se alisaba la chaqueta y la camisa y se sentaba frente a él. Los movimientos del hombre eran elegantes y pausados, como si se hubiera dejado caer en el club campestre para disfrutar de una copa en su tiempo libre.

– ¿Cómo has entrado? -preguntó Buchanan con acritud-. Se supone que el edificio es seguro. -Por algún motivo, intuyó que había otras personas detrás de la puerta.

– Y lo es, Danny. Lo es. Para la mayoría.

– No me gusta que vengas aquí, Thornhill.

– Soy lo bastante educado como para llamarte por tu nombre de pila. Te agradecería que hicieras lo mismo. No es importante, lo sé, pero al menos no te pido que te dirijas a mí como «señor» Thornhill. Ésa es la norma entre amo y sirviente, ¿no, Danny? Verás, no resulta tan terrible trabajar para mí.

Buchanan sabía que la expresión de suficiencia del hombre tenía la finalidad de distraerlo para que no pensara con claridad. Sin embargo, se reclinó en el asiento y entrelazó las manos sobre el estómago.

– ¿A qué debo el placer de tu visita, Bob?

– A tu reunión con el senador Milstead.

– Podría reunirme con él en la ciudad. No entiendo muy bien por qué insististe en que fuera a Pensylvania.

– Pero si de esa manera tendrás otra oportunidad para recabar fondos para todos esos seres hambrientos. Como ves, tengo mi corazoncito.

– ¿No te remuerde lo más mínimo eso que llamas conciencia por aprovecharte del sufrimiento de millones de hombres, mujeres y niños para quienes es un milagro ver salir el sol, en beneficio de tus objetivos egoístas?

– No me pagan para tener conciencia, sino para proteger los intereses de mi país. Tus intereses. Además, si nos eligieran por tener conciencia, ya no quedaría nadie en esta ciudad. De hecho, apruebo tus esfuerzos. No tengo nada contra los pobres y los desamparados. ¡Me alegro por ti, Danny!

– Perdona, pero no me lo trago.

Thorhhill sonrió.

– En todos los países del mundo hay personas como yo. Es decir, las hay si son inteligentes. Obtenemos los resultados que todos quieren porque la mayor parte de ese «todos» carece del valor para hacerlo por sí misma.

– ¿Así que juegas a ser Dios? Debo reconocer que es un trabajo interesante.

– Dios es un concepto. Yo trabajo con hechos. Por cierto, tú impulsaste tu programa valiéndote de medios ilegales; ¿quién eres tú para negarme el mismo derecho?

Buchanan no supo qué replicar, y la obstinada tranquilidad de Thornhill no hacía otra cosa que aumentar su sensación de impotencia.

– Alguna pregunta sobre la reunión con Milstead? -inquirió Thornhill.

– Sabes lo bastante sobre Harvey Milstead como para encerrarlo durante tres vidas. ¿Qué es lo que de verdad quieres? Thornhill se rió.

– Espero que no me acuses de albergar intenciones ocultas. -Puedes contármelo, Bob, somos socios.

– Tal vez sea tan sencillo como querer que saltes cuando chasquee los dedos.

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