David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Se cerró la puerta y el presidente sonrió. «Bonita jugada, Luther Whitney. Disfrútala mientras puedas, maldito cabrón.»

23

Walter Sullivan se acomodó en un sillón con un libro pero no llegó a abrirlo. Su mente volvió al pasado, a unos hechos que parecían cada vez más etéreos, sin ninguna relación con su persona. Había contratado a un hombre para matar. Para matar a alguien acusado de asesinar a su esposa. El encargo había sido un fracaso. Un hecho que Sullivan agradecía en lo más íntimo porque su pesar había disminuido hasta el punto de hacerle comprender que había actuado de forma errónea. Una sociedad civilizada debía respetar una serie de normas si pretendía seguir siendo civilizada. Y por encima de todo lo demás, él era un hombre civilizado. Cumpliría las normas.

Fue entonces cuando miró el periódico. Era un ejemplar de varios días atrás, y la información de portada no dejaba de machacar en su cabeza. Los grandes titulares en letras negras resaltaban contra la página blanca. Mientras su atención se concentraba en la primera plana, las tenues sospechas que le rondaban por la cabeza comenzaron a cristalizar. Walter Sullivan no sólo era multimillonario sino que poseía una mente brillante y muy aguda. Era capaz de vez todos los detalles junto con el panorama general.

Luther Whitney estaba muerto. La policía no tenía ningún sospechoso. Sullivan había comprobado la solución obvia. McCarty se encontraba en Hong Kong el día de autos. La última orden de Sullivan había sido acatada. Walter Sullivan había ordenado el fin de la cacería. Pero alguien había seguido la caza en su lugar. Y Walter Sullivan era la única persona que lo sabía.

Aparte de McCarty.

Sullivan miró la hora en su viejo reloj de bolsillo. Eran las siete de la mañana y llevaba levantado más de cuatro horas. El día de veinticuatro horas no tenía sentido para él. Cuanto más viejo se hacía menos importancia tenían los parámetros del tiempo. A las cuatro de la mañana de un día cualquiera podía estar bien despierto a bordo de un avión sobre el Pacífico, o a las dos de la tarde estar en la mitad del sueño del día.

Repasó los numerosos hechos a gran velocidad. Una de las pruebas realizadas en el último chequeo médico había señalado que su cerebro mantenía el vigor y la juventud de un joven de veinte años. Y esta inteligencia brillante seguía un proceso deductivo que le daría una conclusión sorprendente. Cogió el teléfono que tenía sobre la mesa y contempló el revestimiento de madera de cerezo del estudio mientras marcaba el número.

En un instante le pusieron en comunicación con Seth Frank. Aunque en un primer momento el hombre no le había producido una buena impresión, Sullivan había reconocido sus méritos cuando arrestó a Luther Whitney. Pero ¿ahora?

– Diga, señor Sullivan. ¿Qué puedo hacer por usted?

Sullivan carraspeó. Su voz adoptó un tono humilde que no tenía ninguna relación con el habitual. Incluso a Frank le llamó la atención.

– Quiero preguntarle una cosa sobre la información que le di referente a por qué Christy, humm, Christine no me acompañó en el viaje a nuestra finca en Barbados.

– ¿Ha recordado alguna cosa? -Frank se sentó muy erguido en la silla.

– En realidad quiero verificar si mencioné alguna razón para explicar que no me acompañara en el viaje.

– Creo que no le entiendo.

– Supongo que la edad comienza a hacer sus efectos. Mucho me temo que no sólo mis huesos sufren un proceso de deterioro, aunque no me gusta reconocerlo, teniente. Creía haberle dicho que ella se había sentido indispuesta y por eso había vuelto a casa. Quiero decir que pensaba que eso era lo que le había dicho.

Seth tardó un momento en coger el expediente, aunque estaba seguro de la respuesta.

– Usted no mencionó ningún motivo, señor Sullivan. Sólo que ella decidió no ir, y que usted no insistió.

– Ah, bien, todo aclarado. Gracias, teniente.

Frank se levantó. Cogió la taza de café dispuesto a beber un trago, pero volvió a dejarla sobre la mesa.

– Espere un momento, señor Sullivan. ¿Por qué pensó que me había dicho que su esposa estaba indispuesta? ¿Lo estaba?

– No, teniente Frank. -El millonario tardó un momento en contestar-. Era una mujer con una salud excelente. En cuanto a su pregunta, pensaba que le había dicho otra cosa porque, y se lo digo con toda sinceridad, aparte de mis lapsos de memoria, creo que he pasado los últimos dos meses intentando convencerme de que Christine se quedó por algún motivo. Cualquiera.

– ¿Señor?

– Así quedaría justificado lo que le ocurrió. Que no fue sólo una coincidencia. No creo en el destino, teniente. Para mí, todo tiene un propósito. Supongo que quería convencerme a mí mismo de que Christine había tenido un motivo para quedarse.

– Ah.

– Le pido perdón si las tonterías de un viejo han dado pie a una curiosidad injustificada.

– En absoluto, señor Sullivan.

Frank colgó el teléfono y se pasó cinco minutos con la mirada puesta en la pared. ¿A qué diablos venía toda esta historia?

Atento a la sugerencia de Bill Burton, Frank había comenzado a averiguar con mucha discreción la posibilidad de que Sullivan hubiese contratado a un asesino profesional para que el presunto autor de la muerte de su esposa no llegara vivo al juicio. La investigación avanzaba lentamente; había que tener mucho cuidado en este terreno. Frank tenía que pensar en su carrera y en su familia, los hombres como Walter Sullivan tenían un legión de amigos muy influyentes en el gobierno que podían hundir en un visto y no visto a un detective profesional.

Al día siguiente del asesinato de Luther Whitney, Frank había indagado de inmediato las actividades de Sullivan, aunque no pensaba que el viejo hubiera apretado el gatillo del cañón que había enviado a Luther al otro mundo. Pero contratar a un asesino era un acto muy perverso y si bien quizás entendía las razones del multimillonario, la verdad era que, probablemente, se habían equivocado de tipo. La conversación que acababa de tener con Sullivan le planteaba nuevas preguntas sin darle ninguna respuesta.

Seth Frank se sentó mientras se preguntaba si en algún momento se acabaría esta pesadilla.

Media hora más tarde, Sullivan llamó a una de las emisoras de televisión locales de la que era accionista mayoritario. Su petición fue sencilla y concreta. En menos de una hora, un mensajero llegó a su casa con un paquete. En cuanto una de las criadas le entregó la caja cuadrada, el anciano cerró la puerta con llave, y apretó un botón en una de las paredes. Una tapa corrediza se deslizó en silencio y quedó al descubierto un equipo de sonido y un televisor de pantalla panorámica. Christine había visto el equipo en una revista y se había encaprichado en tenerlo, aunque sus gustos en materia de video se centraban exclusivamente en la pornografía,y los culebrones, dos temas que sacaban muy poco partido de las capacidades sonoras y visuales de los aparatos de alta tecnología.

Sullivan desenvolvió con mucho cuidado la cinta y la insertó en el lector; la puerta se cerró automáticamente y el aparato se puso en marcha. Sullivan escuchó con atención. Cuando oyó las palabras sus facciones no cambiaron de expresión. Las esperaba. Le había mentido con todo descaro al detective. Gozaba de una memoria excelente. No podía decir lo mismo de su visión. Porque en realidad se había comportado como un ciego ante esta realidad. La emoción que por fin penetró en la línea inescrutable de su boca y en las profundidades de sus ojos grises era furia. Una furia que no había experimentado en muchos años. Ni siquiera ante la muerte de Christy. Una furia que sólo podía aliviarse a través de la acción. El multimillonario creía que la primera andanada debía ser también la última, había que acabar con el enemigo antes de que el enemigo acabara con uno, y él no solía perder.

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