– Jack, si no se decide a hablar, tú ya sabes las consecuencias.
– Quizá, pero tengo algunas pistas. El caso del estado no es tan perfecto como parece creer la mayoría.
– ¿Cómo lo sabes?
– Confía en mí ¿Has visto al presidente?
– Es imposible no verle. A mí me vino bien. Nadie se fijó en mí cuando entré.
– Es obvio que la gente sólo se fija en él.
– ¿Luther ya está aquí?
– Dentro de unos minutos.
Kate abrió el bolso y buscó con manos torpes el paquete de caramelos. Jack le apartó las manos con una sonrisa, cogió el paquete y se lo dio.
– ¿Puedo hablar con él por teléfono?
– Veré qué puedo hacer.
Jack cogió la mano de Kate y juntos miraron el enorme estrado. Dentro de muy poco comenzaría la audiencia. Por ahora no podían hacer otra cosa que esperar. Juntos.
La furgoneta blanca apareció por la esquina, pasó entre el semicírculo de agentes y se detuvo a un par de metros de la puerta lateral. Frank aparcó el coche detrás de la furgoneta y se apeó, con el radio-transmisor en la mano. Dos agentes salieron de la furgoneta y observaron el lugar. No vieron nada anormal. La muchedumbre se concentraba delante del edificio atenta sólo a lo que decía el presidente. El oficial al mando le hizo una seña a los agentes que se encontraban en el interior del vehículo. Un instante después apareció Luther Whitney, con las manos esposadas y grilletes en los tobillos, con un abrigo oscuro sobre el traje marrón. Pisó el suelo y, con un agente delante y otro detrás, caminó hacia el juzgado.
En aquel momento, la muchedumbre llegó a la esquina. Seguía al presidente que caminaba por la acera en dirección a la limusina, respondiendo a los gritos y aplausos del público. Cuando pasó por el lateral del juzgado, Richmond miró hacia donde estaba la policía. Como si presintiera su presencia, Luther, que hasta ese momento miraba al suelo, levantó la cabeza. Sus miradas se cruzaron por un momento terrible. Las palabras escaparon de los labios de Luther antes de saber qué pasaba.
«Mentiroso cabrón hijo de puta.» Lo dijo sin gritar, pero los agentes escucharon algo, porque se volvieron para mirarle cuando el presidente pasaba a unos treinta metros de distancia. Se sorprendieron. Y entonces sólo pensaron en una cosa.
A Luther no le aguantaban las piernas. En un primer instante, los agentes pensaron que intentaba resistirse, pero entonces vieron la sangre que le caía por una de las mejillas. Uno soltó una maldición al tiempo que sujetaba a Luther por el brazo. El otro desenfundó el revólver y lo movió trazando un arco hacia el lugar desde donde pensaba que habían disparado. Los hechos que se sucedieron a continuación fueron muy confusos para la mayoría. El sonido del disparo no se escuchó con claridad entre el griterío. Sin embargo, los agentes del servicio secreto sí lo escucharon. En una fracción de segundo Richmond estaba en el suelo protegido por un escudo de veinte agentes armados con armas automáticas.
Frank vio salir del callejón la furgoneta del servicio secreto que se situó como una barrera entre la muchedumbre histérica y el presidente. Un agente salió del vehículo con una metralleta en la mano y observó la calle, sin dejar de dar instrucciones por radio.
El teniente ordenó a sus hombres que cerraran la zona; instalarían barreras en los cruces y realizarían una búsqueda casa por casa. Traerían unos cuantos centenares de agentes más, pero Frank sabía que era tarde.
Un segundo después Frank estaba junto a Luther. Miró incrédulo la sangre que se derramaba sobre la nieve formando un repugnante charco rojo. Una ambulancia llegaría en cuestión de minutos. Pero el teniente también sabía que no serviría de nada. El rostro de Luther tenía la palidez de la muerte, los ojos velados, los dedos agarrotados. Luther Whitney tenía dos agujeros más en la cabeza, y una bala había abierto un agujero en la furgoneta después de atravesar al hombre. Alguien no había querido correr ningún riesgo.
Frank cerró los ojos del muerto y después miró a su alrededor. El presidente ya estaba de pie y caminaba hacia la limusina. En un par de segundos, la limusina y las furgonetas habían desaparecido. Los reporteros se acercarán en masa a la escena del crimen, pero Frank le hizo una seña a sus hombres y los periodistas toparon con una barrera de policías furiosos y avergonzados que esgrimían las porras con ganas de descargarlas contra cualquiera que intentara pasar.
Seth Frank miró el cadáver. Se quitó la chaqueta a pesar del frío y la colocó sobre el pecho y el rostro de Luther.
Jack se había acercado a la ventana en cuanto comenzó el griterío. El corazón le latía desbocado y tenía la frente empapada de sudor.
– Quédate aquí, Kate. -La miró. La muchacha parecía una estatua. La expresión de su rostro registraba algo que Jack deseaba con toda el alma que no fuera verdad.
Samuel apareció en el sala.
– ¿Qué es todo ese griterío?
– Por favor, Samuel, quédese con ella.
Samuel asintió y Jack salió a la carrera.
En el exterior habían más hombres armados de los que ya había visto en su vida a no ser en una película de guerra. Corrió hacia la entrada lateral y un agente estaba a punto de abrirle la cabeza con la porra cuando se escuchó el grito de Frank.
Jack se acercó cauteloso. Parecía tardar una eternidad en cada paso. Sentía las miradas que se clavaban en él. La figura acurrucada debajo de la chaqueta. La sangre que empapaba la nieve. La expresión de angustia y de atónita irritación se reflejaban en las facciones del detective Seth Frank. Recordaría cada una de estas imágenes durante muchas noches de insomnio, quizá durante el resto de su vida.
Por fin se arrodilló junto a su amigo. Tendió las manos para apartar la chaqueta, pero se detuvo. Se volvió para mirar hacia donde había venido. El grupo de reporteros se había dividido. Incluso la pared de policías se había apartado lo justo para dejarla pasar.
Kate permaneció allí durante un minuto que se hizo eterno. El viento helado que soplaba en el callejón la sacudía como una hoja. Mantenía la mirada tan perdida que parecía no ver nada y verlo todo al mismo tiempo. Jack intentó levantarse, ir hacia ella, pero las piernas no le respondieron. Tan sólo unos minutos antes había estado listo para plantear una batalla, furioso con un cliente que se negaba a colaborar. Ahora no le quedaban fuerzas.
Frank le ayudó a ponerse de pie. Jack caminó tembloroso hacia Kate. Por una vez en su vida, los reporteros no intentaron hacer preguntas. Los fotógrafos se olvidaron de las cámaras. Mientras Kate se arrodillaba junto a su padre y apoyaba con mucha suavidad una mano sobre el hombro, los únicos sonidos fueron el viento y el aullido de la sirena de la ambulancia que se acercaba. Durante un par de minutos, el mundo se detuvo ante el juzgado del condado de Middleton.
Alan Richmond se arregló la corbata y se sirvió una copa en la limusina que le llevaba de regreso a la ciudad. Pensó en los titulares de los periódicos. Los periodistas de las grandes cadenas de televisión estarían impacientes por entrevistarle, y él los aprovechada al máximo. Mantendría la actividad habitual del día. El presidente firme como una roca. Disparaban a su alrededor y él ni pestañeaba, continuaba con su cometido de gobernar al país, de liderar a la gente. Se imaginaba las encuestas. Subirían diez puntos. Todo había sido muy fácil. ¿Cuándo iba a enfrentarse a un auténtico reto?
Bill Burton miró al presidente. Luther Whitney acababa de morir atravesado por una bala capaz de destrozar a un elefante, y el tipo se estaba tomando un copa tan tranquilo. Burton sintió náuseas. Y esto todavía no había acabado. Nunca olvidada lo ocurrido, pero quizás aún llegada a vivir el resto de sus años como un hombre libre. Un hombre respetado por sus hijos, aunque él ya no se respetaba a sí mismo.
Читать дальше