Volvió a pensar en la investigación del asesinato de Christine Sullivan. Burton había leído con mucho interés el informe de la autopsia, una cortesía de la policía local ante la petición del presidente, conmovido por la tragedia. Que también a él le dieran por el culo.
La mandíbula rota y las marcas de estrangulación. Los disparos hechos por él y Collin no habían producido esas lesiones. Ella había tenido una buena razón para intentar matarlo. Pero Burton no podía permitir que sucediera, no podía permitirlo en ninguna circunstancia. Había muy pocas cosas inmutables, pero esa era una de ellas.
Había actuado correctamente, se repitió Burton por enésima vez. El cometido para el que le habían entrenado durante casi toda su vida adulta. La gente común no podía comprender, nunca conseguiría entender cómo se sentiría o pensaría un agente si algo salía mal durante su turno.
En una ocasión, hacía ya años, había hablado con uno de los agentes de Kennedy. El hombre nunca había superado lo de Dallas. Caminaba junto a la limusina presidencial, no pudo hacer nada. El presidente había muerto. Delante mismo de sus ojos. Él no pudo hacer nada, pero siempre estaba la duda. Una última precaución. Volverse a la izquierda y no a la derecha, mirar un poco más un edificio. Vigilar mejor a la multitud. Aquel tipo nunca más volvió a ser el mismo. Dejó el servicio, se divorció, acabó su existencia en un agujero del Mississippi, pero sin dejar de vivir en Dallas durante los últimos veinte años de su vida.
Esto nunca le ocurriría a Bill Burton. Por eso había saltado delante del antecesor de Alan Richmond hacía seis años y había sufrido el impacto de dos proyectiles del calibre 38 a pesar del chaleco antibalas; uno en el hombro y el otro en el antebrazo. Por un milagro, ninguno de los dos alcanzó un órgano vital o alguna arteria, dejando a Burton sólo con las cicatrices y la gratitud más sincera de toda la nación. Y, lo más importante, la admiración de sus camaradas.
Por eso había disparado contra Christine Sullivan. Y volvería a hacerlo hoy. La mataría todas las veces que fuese necesario. Apretaría el gatillo, miraría cómo el proyectil de noventa y seis gramos chocaba con el costado de su cabeza a una velocidad superior a los cuatrocientos metros por segundo. La vería morir. Había sido decisión de ella, no suya.
Volvió al trabajo. Ahora que podía.
Russell caminó con paso enérgico por el pasillo. Acababa de instruir al jefe de prensa del presidente sobre el enfoque que debía dar al conflicto entre Rusia y Ucrania. Las razones políticas aconsejaban respaldar a Rusia, pero las razones exclusivamente políticas pocas veces influían en la toma de decisiones de la administración Richmond. El oso ruso tenía todas las fuerzas nucleares intercontinentales, pero Ucrania estaba en mejor posición para ser un aliado comercial de los países occidentales. La balanza se inclinaba a favor de Ucrania porque Walter Sullivan, el buen y ahora doliente amigo del presidente, estaba a punto de cerrar un trato importantísimo con aquel país. Sullivan y sus amigos, a través de diversas organizaciones, habían contribuido con casi veinte millones de dólares a la campaña de Richmond, y le habían dado casi todo el respaldo que necesitaba para llegar a la Casa Blanca. No tenía otro medio de devolver parte de ese favor. En consecuencia, los Estados Unidos respaldarían a Ucrania.
Russell miró la hora. Bendijo que hubiera otras razones para respaldar a Kiev frente a Moscú, aunque estaba segura de que Richmond habría adoptado la misma decisión. No olvidaba las lealtades. Los favores había que devolverlos. Un presidente debía estar en disposición de devolverlos a una escala mundial. Resuelto este problema, se sentó en su despacho y dedicó su atención a la lista interminable de conflictos y crisis políticas.
Después de quince minutos de malabarismos políticos, Russell se levantó y se acercó a la ventana. La vida en Washington era la misma desde hacía doscientos años. Había facciones por todas partes que invertían tiempo, dinero y esfuerzos en la actividad política, que en esencia era darle por el culo a los demás antes de que fuera a la inversa. Russell comprendía el juego mejor que la mayoría. Además, le encantaba. Estaba en su elemento, y disfrutaba de una felicidad que no había tenido en años. Ser soltera y sin hijos había comenzado a preocuparle. Las reuniones con las colegas universitarias se le antojaban muy aburridas. Entonces Alan Richmond había entrado en su vida. Le había hecho ver la posibilidad de ascender al siguiente peldaño. Quizás a un nivel al que ninguna mujer había llegado. Esta posibilidad pesaba tanto en sus pensamientos que, en ocasiones, se estremecía de ansia,
Entonces había pasado aquello. ¿Dónde estaba él? ¿Por qué no se había puesto en comunicación? Sin duda sabía lo que tenía en su poder. Si quería dinero, ella le pagaría. Los fondos reservados a su disposición eran más que suficientes para atender incluso las exigencias más irrazonables, y Russell se esperaba lo peor. Esta era una de las cosas fantásticas de la Casa Blanca. Nadie sabía a ciencia cierta cuánto dinero costaba mantenerla. Eran muchas las agencias que contribuían con parte de sus presupuestos y personal al funcionamiento de la Casa Blanca. Con semejante desbarajuste financiero, las administraciones casi nunca tenían que preocuparse en conseguir dinero incluso para las compras más extravagantes. No, pensó Russell, el dinero no representaba ningún problema. Pero tenía muchos otros.
¿El hombre estaba enterado de que el presidente no sabía absolutamente nada de la situación? Esto la tenía con el alma en vilo. ¿Qué pasaría si él intentaba comunicarse directamente con Richmond? Se echó a temblar y se sentó en una silla junto a la ventana porque no le sostenían las piernas. Richmond descubriría en el acto las intenciones de Russell. Eso estaba muy claro. Él era arrogante pero no tonto. Y entonces acabaría con ella. Con toda tranquilidad. Ella estaría indefensa. No serviría de nada denunciarle. No tenía pruebas. Sería su palabra contra la de él. La arrojarían con los demás desperdicios políticos, condenada por todos y, lo que era peor, la olvidarían.
Tenía que encontrarle. Transmitirle un mensaje para que actuara a través de ella. Sólo había una persona capaz de ayudarle. Volvió a su escritorio, se rehizo y continuó con el trabajo. No era el momento para dejarse arrastrar por el pánico. Ahora mismo tenía que ser muy fuerte. Podía conseguirlo, controlar el resultado si dominaba los nervios y utilizaba la inteligencia que le había dado Dios. Saldría de este embrollo. Sabía por dónde comenzar.
Su plan habría llamado la atención de aquellos que la frecuentaban. Pero había una faceta de la jefa de gabinete que desconocían incluso los pocos que creían conocerla bien. Su carrera profesional siempre había predominado sobre todos los demás aspectos de su vida, incluidas las relaciones personales y sexuales. Sin embargo, Gloria Russell se consideraba a sí misma como una mujer muy deseable; poseía un lado femenino que se daba de bofetadas con su comportamiento oficial. El hecho de que pasaran los años, cada vez más rápido, aumentaba la preocupación por este desequilibrio en su vida. No es que pensara en nada especial, sobre todo a la vista de la amenaza de una catástrofe, pero creía saber la mejor manera de realizar esta misión. Y de paso confirmar sus atractivos. No podía escapar de sus sentimientos como tampoco podía escapar de su sombra. Entonces ¿para qué intentarlo? Además, de nada le servirían las sutilezas con el blanco escogido.
Varias horas después apagó la lámpara de la mesa y pidió su coche. Repasó la lista de agentes del servicio secreto que estaban de guardia y cogió el teléfono. Al cabo de tres minutos, el agente Collin estaba en su despacho con las manos cogidas delante en la pose habitual de todos los agentes. Ella le indicó con un gesto que esperara un momento. Se arregló el maquillaje y formó un óvalo perfecto con los labios mientras se los pintaba. Observó de reojo al hombre alto y delgado junto a la mesa. A cualquier mujer le hubiese sido difícil no fijarse en alguien que parecía un modelo de portada. Que su profesión le llevara a vivir al borde del peligro y que él también podía ser peligroso le hacía aún más interesante. Como los chicos malos del instituto que tanto atraían a las chicas, aunque sólo fuera para escapar, momentáneamente, del aburrimiento de sus vidas. Llegó a la conclusión de que Tim Collin había roto más de un corazón de mujer a lo largo de su relativamente corta vida.
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