David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Frank había aprendido la lección con sangre cuando era un novato y había llegado el primero a la escena de un robo. Nunca se había sentido tan avergonzado y deprimido en su vida como aquella vez cuando dejó el banquillo de los testigos, su testimonio hecho trizas y utilizado como base para dejar en libertad al acusado. De haber tenido el arma reglamentaria, aquel día el mundo se habría quedado con un abogado menos.

Frank cruzó la habitación para reunirse con el médico forense, un hombre canoso y entrado en carnes que sudaba la gota gorda a pesar del fresco de la mañana. El forense bajó la falda del cadáver. Frank se puso en cuclillas y observó las manos pequeñas de la víctima ahora metidas en bolsas de plástico; después miró el rostro de la mujer que mostraba una coloración negra y azul. La ropa estaba empapada con los fluidos corporales. Con la muerte se producía la relajación casi instantánea de los esfínteres. Los olores eran muy desagrables. Por suerte, la presencia de insectos era mínima a pesar de la ventana abierta. Aunque un entomólogo forense, por lo general, podía fijar la hora de la muerte con más acierto que un patólogo, a ningún detective, a pesar de la precisión, le agradaba examinar un cuerpo humano que se había convertido en alimento para los insectos.

– ¿Ya tiene una hora aproximada? -le preguntó Frank.

– El termómetro rectal no servirá de mucho, sobre todo cuando la temperatura corporal baja unas ocho décimas por hora. Setenta y dos a ochenta y cuatro horas. Lo sabré mejor cuando la abra. -El médico se incorporó-. Heridas de bala en la cabeza -añadió, aunque ninguno de los presentes dudaba sobre la causa de la muerte de la mujer.

– Tiene unas marcas en el cuello.

El médico forense dirigió a Frank una mirada alerta y encogió los hombros.

– Así es. Todavía no sé lo que significan.

– Le agradecería que se diera prisa con este caso.

– No se preocupe. Por aquí no abundan los asesinatos. Siempre le damos prioridad. -El detective hizo una mueca al escuchar el comentario-. Espero que disfrute al tratar con la prensa -añadió el forense-. Vendrán como un enjambre de abejas.

– Dirá moscardones.

– Como usted quiera. Yo ya soy demasiado viejo para esas tonterías. Ya se la pueden llevar.

El médico forense acabó de recoger sus cosas y se marchó.

Frank sostuvo la mano pequeña cerca de los ojos, miró las uñas cuidadas por una manicura profesional. Vio las estrías en dos de las cutículas, algo bastante lógico si se había producido una pelea antes de que la mataran. El cuerpo estaba hinchado; las bacterias hacían su trabajo mientras avanzaba el proceso de descomposición. El rigor mortis había desaparecido; esto indicaba que llevaba muerta más de cuarenta y ocho horas. Los miembros eran flexibles por la desaparición de los tejidos blandos. Seth suspiró. El cadáver llevaba aquí mucho tiempo. Algo muy conveniente para el asesino, y malo para los policías.

Todavía le asombraba cómo la muerte cambiaba a las personas. Unos restos hinchados que se parecían muy poco a un ser humano, cuando sólo días antes… De no haber sido porque su sentido del olfato había dejado de funcionar no hubiese podido hacer lo que hacía. Pero eso venía dado por ser detective de homicidios. Todos los clientes estaban muertos.

Levantó con cuidado la cabeza de la víctima y la movió a un lado y a otro para que le diera la luz. Dos pequeños orificios de entrada en el lado derecho, y un boquete de salida dentado en el izquierdo. Balas de gran calibre. Stu había sacado fotos de las heridas desde distintos ángulos, incluida una desde arriba. Los bordes limpios de los orificios y la ausencia de quemaduras o marcas en la piel le indicaron que los disparos habían sido efectuados desde una distancia superior a los sesenta centímetros.

Las heridas de contacto de armas de calibre pequeño, las que se disparaban con el cañon apoyado en la carne, y las heridas de casi contacto, disparos hechos a menos de cinco centímetros del blanco, podían reproducir el tipo de heridas de entrada presentes en la víctima. Pero si era una herida de contacto quedarían residuos de pólvora en los tejidos a lo largo de la trayectoria del proyectil. La respuesta a la pregunta la daría la autopsia.

Después Frank miró la contusión en el lado izquierdo de la mandíbula. Quedaba oculta en parte por la hinchazón natural del cuerpo dentro del proceso de descomposición, pero Frank había visto cadáveres suficientes como para notar la diferencia. La superficie de la piel mostraba una curiosa amalgama de verde, pardo y negro. Eso sólo lo podía hacer un golpe muy fuerte. ¿Un hombre? Esto resultaba confuso. Llamó a Stu para que tomara unas fotos de la contusión con una escala de colores. Por último volvió a apoyar la cabeza de la víctima en el suelo con el respeto que se merecía, incluso en estas circunstancias tan asépticas.

En la autopsia que le harían a continuación no mostrarían tanta deferencia.

Frank levantó poco a poco la falda. La ropa interior intacta. El informe de la autopsia contestaría la pregunta obvia.

El detective se paseó por el dormitorio mientras los técnicos seguían con su trabajo. Una de las ventajas de vivir en un condado muy rico, aunque rural, era que la base impositiva daba de sobras para mantener una unidad criminal pequeña pero de primera clase, dotada con todos los adelantos tecnológicos que en teoría ayudaban a la detención de los malhechores.

La víctima había caído sobre el lado izquierdo, en dirección opuesta a la puerta. Las rodillas un tanto recogidas, el brazo izquierdo estirado, el otro contra la cadera derecha. El rostro señalaba al este, perpendicular al borde de la cama; estaba casi en posición fetal. Frank se rascó la nariz. Del principio al fin, y de vuelta al principio. Nadie sabía nunca cuando iba a dejar el mundo, ¿no?

Con la ayuda de Simon, Frank trianguló la posición del cuerpo; la cinta métrica chirrió al desenrollarse. El ruido sonó como un sacrilegio en este cuarto de muerte. Miró el umbral y la posición del cuerpo. Entre los dos calcularon una trayectoria preliminar de los disparos. El resultado indicaba que los habían efectuado desde el umbral, algo curioso, porque lo lógico hubiese sido a la inversa si al ladrón le habían sorprendido in fraganti . Sin embargo, había otra prueba que confirmaba la presunta trayectoria.

Frank se arrodilló una vez más junto al cuerpo. No había marcas en la alfombra de que hubieran arrastrado el cadáver, y las manchas de sangre junto con la dispersión de las salpicaduras confirmaban que la víctima había recibido los disparos en el lugar donde estaba. Con mucho cuidado tumbó el cadáver y levantó la falda. Después del fallecimiento, la sangre se acumula en las partes más bajas del cuerpo, una condición que se llama livor mortis . Pasadas entre cuatro y seis horas, el livor mortis se quedaba fijo. En consecuencia, cualquier movimiento del cuerpo no producía cambios en la distribución de la sangre. Frank dejó el cuerpo boca arriba. Todo confirmaba que Christine Sullivan había muerto allí.

La dispersión de las salpicaduras reforzaba la conclusión de que la víctima miraba hacia la cama cuando murió. Si era así, ¿qué diablos miraba? Lo más lógico era que una persona a la que iban a disparar mirara en dirección al atacante, rogara por su vida. Frank estaba seguro de que Christine Sullivan habría rogado. El detective miró el lujoso dormitorio. Ella tenía mucho por qué vivir.

Observó la alfombra con mucha atención, con el rostro a unos centímetros de la superficie. La dispersión de las salpicaduras era irregular, como si hubiese habido algo tendido delante o al costado de la muerta. Esto podía ser importante. Se había escrito mucho sobre la dispersión de las salpicaduras. Frank comprendía su utilidad, aunque intentaba no ver en ellas cosas que quizá no estaban. Pero si algo había protegido parcialmente la alfombra de la sangre, quería saber qué era. Además, la ausencia de manchas en el vestido le intrigaba. Era un detalle que no debía olvidar; quizá también significaba alguna cosa.

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