David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Se instaló en la sala de espera y simuló leer un periódico. El lugar estaba a rebosar y el ruido era ensordecedor, un típico día de semana en un aeropuerto muy activo. De vez en cuando, Luther espiaba por encima del periódico para ver si alguien se interesaba por él un poco más de la cuenta, pero no vio nada extraño. Llevaba haciendo esto tanto tiempo que si hubiese habido algo anormal se hubiera dado cuenta. Anunciaron su vuelo, le entregaron la tarjeta de embarque y recorrió la rampa hasta el grácil proyectil que al cabo de tres horas le depositaría en el corazón de Texas.

El vuelo Dallas/Fort Worth era uno de los que siempre iban llenos, pero por una de esas casualidades el asiento contiguo al de Luther estaba vacío. Se quitó el abrigo y lo colocó sobre el asiento como desafiando a cualquiera que intentase ocuparlo. Se acomodó en la butaca y miró por la ventanilla.

Durante el carreteo hacia la pista, vio asomar la punta del monumento a Washington sobre el manto de niebla. A un kilómetro y medio de aquel punto su hija se levantaría dentro de un rato para ir a trabajar mientras su padre ascendía entre las nubes para comenzar una nueva vida, un poco antes de hora y con remordimientos de conciencia.

El avión continuó el ascenso en busca de la altitud asignada y Luther contempló el suelo allá abajo; siguió con la mirada los meandros del Potomac hasta que los dejaron atrás. Por un momento pensó en la esposa muerta y después una vez más en la hija. Miró el rostro sonriente y eficaz de la azafata y pidió café. Un minuto más tarde aceptó el sencillo desayuno. Bebió el líquido caliente y después extendió la mano y tocó el cristal de la ventanilla con las extrañas estrías y surcos. Al quitarse las gafas para limpiarlas se dio cuenta de que lloraba. Echó una ojeada rápida a los demás; la mayoría de los pasajeros estaban acabando de desayunar o se disponían a echar una cabezada antes de aterrizar.

Levantó la bandeja, desabrochó el cinturón de seguridad y fue al lavabo. Se miró en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Las bolsas debajo de los ojos se veían enormes, había envejecido diez años en las últimas treinta y seis horas.

Se mojó la cara, dejó que el agua le corriera por las mejillas y después se mojó un poco más. Se secó los ojos otra vez. Le dolían. Se apoyó en el lavabo diminuto, intentó controlar los espasmos.

A pesar de toda su fuerza de voluntad, su mente volvió a aquella habitación donde había visto pegar con saña a una mujer. El presidente de Estados Unidos era un borracho, adúltero y sádico. Sonreía a los periodistas, besaba bebés y flirteaba con las ancianas, mantenía reuniones importantes, volaba por todo el mundo como dirigente de su país, y era un gilipollas que se follaba mujeres casadas, después les pegaba y, por último, las hacía matar.

Menudo ejemplar.

Era un conocimiento que una sola persona no podía soportar. Luther se sintió muy solo. Y muy furioso.

Lo peor de todo era que el cabrón se saldría con la suya.

Luther se repitió una y otra vez que si tuviese treinta años menos enfrentaría la batalla. Pero no los tenía. Sus nervios todavía eran más fuertes que los de la mayoría, pero, como los cantos rodados, se habían erosionado con los años; ya no eran como antes. A su edad, eran otros los que debían librar las batallas para ganarlas o perderlas. Había llegado su hora. Ya no estaba a su altura. Incluso él debía entenderlo, aceptar la realidad.

Luther se miró en el pequeño espejo. Un sollozo desgarrador escapó de su garganta y resonó en el lavabo.

Pero no tenía ninguna excusa para justificar lo que no había hecho. No había abierto la puerta espejo. No había apartado a aquel hombre de Christine Sullivan. La verdad pura y llana era que había estado en sus manos evitar la muerte de la mujer. Ella aún viviría si él hubiese actuado. Había cambiado su libertad, quizá su vida, por otra. Por alguien que necesitaba su ayuda, que luchaba por salvar la vida mientras Luther miraba. Un ser humano que sólo había vivido la tercera parte de los años de Luther. Había sido un acto de cobardía, y este hecho le agobiaba como una losa.

Se inclinó sobre el lavabo cuando le fallaron las piernas. Agradeció el colapso. No soportaba más verse en el espejo. El avión se sacudió en un pozo de aire y Luther vomitó.

Al cabo de un rato, Luther humedeció con agua fría una toalla de papel y se la pasó por la cara y la nuca. A duras penas consiguió volver a su asiento. El avión continuaba el vuelo, y el sentimiento de culpa de Luther aumentaba con cada kilómetro recorrido.

Sonó el teléfono. Kate miró la hora. Las once. Por lo general filtraba las llamadas. Pero algo la impulsó a levantar el auricular antes de que entrara en funcionamiento el contestador automático.

– Hola.

– ¿Por qué no estás todavía en la oficina?

– ¿Jack?

– ¿Cómo está el tobillo?

– ¿Sabes qué hora es?

– Sólo llamo a mi paciente. Los doctores nunca duermen.

– Tu paciente está bien. Gracias por preguntar. -Ella sonrió a su pesar.

– Helado de caramelo, es una receta que nunca me ha fallado. -Ah, entonces ¿ha habido otros pacientes?

– Por recomendación de mi abogado no puedo responder a esa pregunta.

– Buen consejo.

Jack la vio en la imaginación sentada allí, enrulando con un dedo las puntas del pelo, como había hecho cuando estudiaban juntos. Él las transmisiones patrimoniales, ella francés.

– El pelo ya se te curva bastante en las puntas sin que lo ayudes.

Ella apartó el dedo, sonrió, y después frunció el entrecejo. La afirmación le había hecho recordar muchas cosas, algunas no muy agradables.

– Es tarde, Jack. Mañana tengo un juicio.

Él se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo con el teléfono inalámbrico, mientras pensaba a toda máquina. Necesitaba retenerla en el teléfono. Se sentía culpable, como si le hubiesen pillado cometiendo un delito. Espió por encima del hombro en un acto reflejo. No había nadie, al menos nadie que él pudiera ver.

– Lamento haber llamado tan tarde.

– No pasa nada.

– Y lamento haberte hecho daño en el tobillo.

– Ya te has disculpado antes.

– Sí. ¿Cómo estás? Quiero decir aparte del tobillo.

– Jack, tengo que dormir.

Él esperaba esa respuesta.

– Entonces explícamelo mientras comemos.

– Tengo un juicio.

– Después del juicio.

– Jack, no me parece una buena idea. De hecho, me parece fatal.

Él se preguntó qué había querido decir con eso. Mirar con lupa cada una de las frases de ella siempre había sido una de sus malas costumbres.

– Caray, Kate. Sólo te estoy invitando a comer. No es una propuesta de matrimonio. -Se echó a reír, pero sabía que acababa de meter la pata.

Kate dejó de jugar con el pelo. Ella también se levantó. Vio su imagen reflejada en el espejo del vestíbulo. Se arregló el cuello del camisón. Las arrugas de fruncir el entrecejo resaltaban en su frente.

– Perdona -añadió él en el acto-. Perdona, no quería decir eso. Escucha, invito yo. Tengo que gastar todo ese dinero en algo. -Recibió la callada por respuesta. En realidad, ni siquiera sabía si ella continuaba al aparato.

Jack había ensayado esta conversación durante dos horas. Todas las preguntas posibles, los intercambios, las desviaciones. Él sería tan cortés, ella tan comprensiva. Todo iría sobre ruedas. Hasta ahora, nada había salido bien. Pasó al plan alternativo. Decidió suplicar.

– Por favor, Kate. Quiero hablar contigo. Por favor.

Ella volvió a sentarse, con las pantorillas debajo de las posaderas; se masajeó los dedos de los pies. Inspiró con fuerza. No había cambiado tanto como pensaba a lo largo de estos años. ¿Eso era bueno o malo? Ahora mismo, no tenía respuesta a esa pregunta.

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