– ¿Dónde y cuándo?
– ¿Morton’s?
– ¿A comer?
Jack se imaginó la expresión de incredulidad de ella mientras pensaba en el restaurante de superlujo, y se preguntaba en qué clase de mundo vivía él ahora.
– Bueno, ¿qué te parece la fonda en Old Town cerca de Founder’s Park? A las dos. Nos evitaremos la cola del mediodía.
– Mejor. Pero no te prometo nada. Te llamaré si no puedo ir.
– Gracias, Kate.
Jack colgó el teléfono y se dejó caer sobre el sofá. Ahora que el plan había funcionado, se preguntó qué diablos estaba haciendo. ¿Qué diría? ¿Qué diría ella? No quería pelear. No mentía, sólo quería hablar con ella y verla. Nada más. Se lo repitió una y otra vez.
Fue al baño, metió la cabeza en el lavabo lleno de agua fría, cogió una cerveza, subió a la piscina de la azotea y se sentó en la oscuridad a mirar el paso de los aviones que realizaban la maniobra de descenso sobre el Potomac para aterrizar en el National. Los guiños de las brillantes luces rojas gemelas del monumento a Washington le consolaron. Ocho pisos más abajo, las calles estaban tranquilas excepto por el sonido ocasional de la sirena de un coche de la policía o una ambulancia.
Jack contempló la superficie inmóvil de la piscina, metió un pie en el agua y miró cómo se extendían las ondas. Se bebió la cerveza, volvió al apartamento y se quedó dormido en un sillón de la sala, delante del televisor. No oyó el teléfono, no dejaron ningún mensaje. Casi a mil seiscientos kilómetros de distancia, Luther Whitney colgó el teléfono y se fumó el primer cigarrillo en más de treinta años.
La furgoneta de Correos circuló lentamente por el solitario camino rural. El conductor miraba los buzones oxidados en busca de la dirección correcta. Nunca había hecho una entrega por aquí. La furgoneta parecía meterse en todos los baches del camino.
Se metió en la entrada de la última casa y dio marcha atrás para volver por donde había venido. Por casualidad se le ocurrió mirar y vio la dirección escrita en un pequeño trozo de madera junto a la puerta. Sacudió la cabeza y sonrió. Algunas veces sólo era cuestión de suerte.
La casa era pequeña, y necesitaba una reparación. Las viejas persianas de aluminio, tan de moda veinte años antes de que él naciera, colgaban de las bisagras, como si estuvieran cansadas y sólo desearan descansar.
La mujer mayor que abrió la puerta llevaba un vestido floreado, y un suéter grueso sobre los hombros. Los tobillos hinchados y rojos revelaban sus problemas de circulación y quizás otros cuantos achaques más. Pareció sorprendida por la entrega, pero firmó el recibo.
El conductor miró la firma: Edwina Broome. Después volvió a la furgoneta y se marchó. Ella le observó marcharse antes de cerrar la puerta.
Sonó un ruido de estática en el walkie-talkie.
Fred Barnes llevaba siete años en este trabajo. Hacía la ronda por el vecindario de los ricos, veía las grandes mansiones, los jardines impecables, de vez en cuando un coche de lujo con los ocupantes como maniquíes que atravesaba las verjas y desaparecía por el camino particular sin un bache. No había estado nunca en el interior de las casas que le pagaban por vigilar, y no esperaba hacerlo.
Miró el edificio. Era impresionante, valdría unos cuatro o cinco millones de dólares. Ni trabajando quinientos años ganaría tanto dinero. Algunas veces no parecía justo.
Se puso en comunicación por radio. Echaría una ojeada al lugar. No sabía muy bien qué pasaba. Sólo que el propietario había llamado para pedir que enviaran un coche a inspeccionar el lugar.
El aire frío en la cara le hizo soñar con una taza de café caliente y un suizo, y con poder dormir ocho horas antes de tener que volver a subirse al coche y pasar otra noche protegiendo las propiedades de los ricos. La paga no estaba mal, pero las prestaciones eran un asco. Su esposa también trabajaba, pero con tres hijos, los sueldos de los dos apenas alcanzaban. Claro que todos estaban con el mismo problema. Miró la piscina, la pista de tenis, el garaje para cinco coches. Bueno, quizá no todos.
Recorrió todo el frente de la casa y al dar la vuelta vio la soga colgando, y se olvidó en el acto del café y el suizo. Se agachó al tiempo que empuñaba la pistola. Apretó el botón del radiotransmisor y transmitió el informe con voz quebrada. Los polis de verdad llegarían en cuestión de minutos. Podía esperarlos o investigar por su cuenta. Por lo que le pagaban decidió quedarse donde estaba.
El supervisor de Barnes llegó primero en un todoterreno blanco con el escudo de la compañía en las puertas. Treinta segundos más tarde el primero de los cinco coches patrulla aparcó en el camino particular y los demás se colocaron detrás. Parecían un tren estacionado delante de la casa.
Dos agentes cubrieron la ventana. Era probable que los delincuentes se hubieran marchado hacía tiempo, pero las suposiciones siempre eran peligrosas en el trabajo de la policía.
Cuatro agentes se ocuparon del frente, y otros dos de la parte trasera. Divididos en parejas, los cuatro agentes entraron en la casa. Comprobaron que la puerta estaba sin llave y la alarma desconectada. Revisaron toda la planta baja y con mucha cautela comenzaron a subir por las escaleras, los ojos y oídos atentos a cualquier movimiento o sonido.
Cuando llegaron al rellano del segundo piso, el olfato del sargento al mando le avisó de que este no era un robo vulgar.
Cuatro minutos más tarde estaban en círculo alrededor de una mujer que hasta hacía poco había sido joven y hermosa. El color saludable de cada uno de los hombres se había cambiado por otro blanco verdoso.
El sargento, cincuentón y padre de tres hijos, miró la ventana abierta. Incluso con el aire exterior la atmósfera en el interior de la habitación era irrespirable. Miró una vez más al cadáver y después corrió hasta la ventana para respirar un poco de aire fresco.
Tenía una hija de esa edad. Por un momento, la vio tendida en el suelo, el rostro convertido en un recuerdo, su vida cortada de cuajo. El caso estaba ahora fuera de su jurisdicción, pero deseó una cosa: estar presente cuando atraparan al tipo que había hecho algo tan atroz.
Seth Frank masticaba un trozo de tostada al tiempo que intentaba atar el moño de su hija de seis años, impaciente por ir a la escuela, cuando sonó el teléfono. La mirada de su esposa le dijo todo lo que necesitaba saber. Ella se encargó del moño. Seth sujetó el auricular entre el hombro y la barbilla mientras acababa de hacerse el nudo de la corbata, sin dejar de escuchar la voz tranquila del oficial de transmisiones. Dos minutos más tarde estaba montado en el Ford de la jefatura y aceleraba a fondo, con las luces azules encendidas, por los caminos secundarios casi desiertos del condado.
A los cuarenta y un años, el cuerpo alto y fornido de Frank había comenzado el viaje inevitable hacia la madurez, y su pelo negro y rizado había conocido tiempos mejores. Padre de tres hijas que cada día eran personas más complejas y sorprendentes, había llegado a la conclusión de que no todo tenía sentido en la vida. Pero en el conjunto era un hombre feliz. La vida no le había maltratado, al menos por ahora. Llevaba en la policía los años suficientes para saber que eso podía ocurrir en cualquier momento.
Frank cogió un caramelo, le quitó el papel y lo masticó sin prisa mientras veía desfilar los pinos a gran velocidad. Había comenzado su carrera como policía en uno de los peores barrios de Nueva York, donde aquello que se decía sobre «el valor de la vida» era una soberana estupidez y donde había visto a la gente asesinar de todas las maneras posibles. A su debido tiempo le habían ascendido a detective, algo que entusiasmó a su esposa. Al menos ahora llegaría al lugar del crimen después de la marcha de los malos. Ella dormía mejor por las noches sabiendo que quizá nunca llegaría la llamada que destrozaría su vida. Era todo lo que podía desear al estar casada con un poli.
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