David Baldacci - Poder Absoluto

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Luther es un especialista, un maestro en robo. Cerca ya de retirarse, planea su ultimo golpe: limpiar la fabulosa mansion de Walter Sullivan, uno de los hombres mas ricos del pais, de vacaciones en el caribe.
La inesperada vuelta de la mujer complica el golpe y hace que Luther presencie un asesinato que apunta de lleno al presidente de los Estados Unidos.
Acosado por los hombres del servicio de seguridad del presidente y por el sargento de policia, Luther debera salvar su pellejo y el de su hija.
Baldacci ha sido el guinista de la película basada en su libro, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood en el papel de Luther.

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Se quitó la corbata mojada, la guardó en un bolsillo y miró el reloj del tablero. Ella se fijó en el velocímetro inmóvil, y después miró a Jack. Le habló con dulzura, aunque el dolor era evidente en sus ojos.

– Jack, la comida ha estado muy bien. Me alegró verte. Pero eso es lo más lejos que podemos llegar. Lo siento. -Se mordió el labio inferior, un gesto que él no vio porque se bajaba del coche.

– Te deseo lo mejor, Kate -dijo Jack que asomó la cabeza antes de cerrar la puerta-. Si alguna vez necesitas cualquier cosa, llámame.

Ella se fijó en las espaldas anchas de Jack mientras él se alejaba bajo la lluvia, se metía en el coche y se marchaba. Permaneció inmóvil durante unos minutos. Una lágrima corrió por su mejilla. Se la quitó con un movimiento brusco, arrancó el coche y se alejó en la dirección opuesta.

A la mañana siguiente, Jack cogió el teléfono y después lo volvió a dejar. No tenía ningún sentido. Llevaba en la oficina desde las seis, había sacado todo el trabajo urgente, y ahora se ocupaba de los proyectos que llevaban semanas pendientes. Miró a través de la ventana. El sol se reflejaba en los edificios de cemento y ladrillo. Le molestó el resplandor y bajó la persiana.

Kate no iba a reaparecer de pronto en su vida y tenía que comprenderlo. Había pasado la noche dándole vueltas a todas las situaciones posibles, la mayoría inverosímiles. Se encogió de hombros. Lo mismo le pasaba a hombres y mujeres cada día en todos los países del mundo. Algunas veces las cosas no funcionaban. Aunque se desearan por encima de todo lo demás. No se podía obligar a una persona amar a otra. Había que seguir adelante. Él tenía dónde ir. Quizás era hora de disfrutar del futuro que le esperaba.

Volvió a sentarse y se ocupó de otros dos proyectos: una cuenta de participación que necesitaba un estudio previo, y el otro para su único cliente aparte de Baldwin, Tarr Crimson.

Crimson, propietario de una pequeña compañía audiovisual, era un genio en gráficos e imágenes generadas por ordenador y se ganaba muy bien la vida con las conferencias audiovisuales para compañías de la industria hotelera. Viajaba en moto, vestía tejanos cortados a medida, fumaba de todo, incluido algún canuto de vez en cuando, y parecía el drogata más pasado del mundo.

Se habían conocido cuando un fiscal amigo de Jack acusó a Tarr de ebriedad y desorden en la vía pública, y perdió el caso. Tarr se presentó en el juicio vestido con traje y chaleco, maletín de ejecutivo, y la barba y el pelo bien cortados y peinados. Había argumentado con mucha persuasión que el testimonio del agente de policía era parcial porque le había detenido a la salida de un concierto de los Grateful Dead, que la prueba era inadmisible porque el poli no le había comunicado las advertencias legales pertinentes y, por último, que el alcoholímetro utilizado en la prueba no funcionaba correctamente.

El juez, sobrecargado con más de cien detenciones realizadas en el mismo concierto, archivó el caso después de advertir al policía que en el futuro se atuviera estrictamente a las normas. Jack había contemplado el juicio sin salir de su asombro. Impresionado, Jack salió de la sala en compañía de Tarr, tomó una cerveza con él aquella noche, y no tardaron en hacerse grandes amigos.

Excepto por algún roce ocasional y poco importante con la ley, Crimson era un buen, aunque no bienvenido, cliente en las salas de Patton, Shaw. Había sido parte del trato que a Tarr, que había despedido a su último abogado, se le permitiera seguir a Jack a Patton, Shaw como si la firma hubiese puesto alguna pega a un futuro socio que aportaba cuatro millones de dólares en trabajos.

Dejó la estilográfica y volvió a la ventana mientras sus pensamientos se centraban otra vez en Kate Whitney. Se le pasó una idea por la cabeza. Cuando Kate le dejó, Jack fue a ver a Luther. El viejo no tuvo consejos sabios, ni una solución instantánea al dilema de Jack. En realidad, Luther era la persona menos indicada para aconsejar a nadie sobre cómo llegar al corazón de su hija. Sin embargo, él siempre había podido hablar con Luther. De cualquier cosa. El hombre escuchaba. De verdad. No se limitaba a esperar que el otro hiciera una pausa en el relato para endilgarle sus propios problemas. Jack no sabía muy bien qué le diría. Pero sí estaba seguro de que Luther le escucharía. Con eso ya tendría suficiente.

Una hora más tarde escuchó el zumbido de la agenda electrónica. Jack miró la hora y se puso la chaqueta.

Jack caminó de prisa por los pasillos. Comería con Sandy Lord dentro de veinte minutos. Jack se sentía un poco inquieto por tener que comer con el hombre, a solas. Se comentaban muchísimas cosas de Sandy Lord, casi todas ciertas. La secretaria de Jack se lo había dicho esta mañana: él quería comer con Jack Graham. Y lo que Sandy Lord quería iba a misa, le recordó la secretaria con un cuchicheo que molestó a Jack.

Veinte minutos, pero primero Jack tenía que hablar con Alvis de los documentos de Bishop. Jack sonrió al recordar la expresión de Barry cuando depositó los borradores de la fusión sobre la mesa, treinta minutos antes de la hora límite. Alvis les había echado una ojeada sin disimular el asombro.

«Esto pinta muy bien. Me doy cuenta de que te di un plazo demasiado breve. No es algo que me guste hacer -le había dicho Barry, sin mirarle a la cara-. Te agradezco el esfuerzo, Jack. Lamento haber estropeado tus planes.»

«No sufras, Barry, para eso me pagan.» En el momento que Jack se disponía a marchar, Barry se había levantado.

Jack, en realidad tú y yo nunca hemos tenido ocasión de hablar desde que estás aquí. Es una firma muy grande. Espero que un día de estos podamos ir a comer juntos.»

«Estupendo, Barry. Dile a tu secretaria que le pase a la mía unas cuantas fechas.»

En aquel momento Jack se dio cuenta de que Barry no era mal tipo. Le había estropeado una fiesta, ¿y qué? Comparado cómo trataban los socios a los subordinados, Jack lo había tenido fácil. Además, Barry era un abogado de empresas de primera fila y Jack podía aprender mucho con él.

Jack pasó por delante de la mesa de la secretaria de Barry, pero Sheila no estaba en su puesto.

Entonces Jack vio las cajas amontonadas contra la pared. La puerta del despacho de Barry estaba cerraba. Jack llamó sin obtener respuesta. Abrió la puerta y se quedó de piedra. Cerró los ojos y los volvió a abrir incrédulo. Las librerías estaban vacías, en la pared sólo se veían las manchas más claras donde habían estado colgados los diplomas y certificados.

«¿Qué diablos?» Cenó la puerta y al volverse chocó con Sheila.

La mujer, siempre muy profesional y seria en el trato, sin un pelo fuera de lugar y las gafas bien montadas en el caballete de la nariz, estaba hecha unos zorros. Había sido la secretaria de Barry durante diez años. Miró a Jack con un destello de furia en los ojos que desapareció en un segundo. Le dio la espalda, volvió a su despacho y comenzó a preparar las cajas. Jack la observó atónito.

– Sheila, ¿qué demonios pasa? ¿Dónde está Barry? -Ella no le respondió. Movía las manos cada vez más rápido hasta que llegó un momento en que tiraba las cosas dentro de la caja. Jack se acercó, miró la caja-. ¿Sheila? -repitió- Dime qué está pasando. ¡Sheila!-Él le cogió una mano. Ella le dio una bofetada, algo que la conmovió tanto que se desplomó en la silla. Poco a poco agachó la cabeza hasta apoyarla en la mesa y se echó a llorar.

Jack miró a su alrededor. ¿Barry estaba muerto? ¿Había sufrido un accidente mortal y nadie se había molestado en avisarle? ¿La firma era tan enorme, tan insensible? ¿Se enteraría por una nota interior? Se miró las manos. Estaban temblando.

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