Se sentó en el borde de la mesa, tocó con suavidad el hombro de Sheila en un intento por consolarla sin resultado. Jack miró indefenso mientras continuaban los sollozos cada vez más fuertes. Por fin aparecieron dos secretarias de un despacho vecino y se llevaron a Sheila. Las dos miraron a Jack con cara de pocos amigos.
¿Qué diablos había hecho él? Miró la hora. Le quedaban diez minutos para la cita con Lord. De pronto le interesó mucho el encuentro. Lord sabía todo lo que pasaba en la firma, casi siempre antes de que ocurriera. Entonces un pensamiento brotó de las profundidades de su mente, un pensamiento terrible. Recordó la recepción en la Casa Blanca y el enojo de su prometida. Él le había mencionado a Barry Alvis por su nombre. Pero ella no hubiera sido capaz… Jack se marchó casi a la carrera, los faldones de la americana ondeando en el aire.
Fillmore’s era el nuevo punto de encuentro obligado de los poderosos. Las puertas eran de caoba maciza con herrajes de latón; las alfombras y cortinas hechas a mano valían una fortuna. Cada mesa era un paraíso autosuficiente de máxima productividad. Había servicios de teléfono, fax y fotocopiadora y se usaban con profusión. En las sillas como tronos, dispuestas alrededor de las mesas talladas, se sentaba la auténtica elite de los círculos políticos y económicos de Washington. Los precios garantizaban que la clientela seguiría así.
El ambiente del restaurante era sosegado aunque estaba lleno; sus ocupantes no estaban acostumbrados a que les diesen prisa, se movían a su ritmo. Algunas veces la sola presencia en una mesa en particular, el movimiento de una ceja, un carraspeo, una mirada, era para ellos todo un día de trabajo, y les reportaría grandes ganancias para ellos o para aquellos a los que representaban. El dinero y poder más puro flotaban por el salón en patrones bien definidos que se unían y separaban.
Los camareros, con pechera y pajarita, aparecían y desaparecían en el momento preciso y con toda discreción. Los clientes eran mimados y servidos, se les escuchaba o dejaba solos de acuerdo con el momento. Y las propinas reflejaban el aprecio del cliente.
Fillmore’s era el lugar preferido de Sandy Lord a la hora de comer. Miró por encima del menú, y sus ojos grises inspeccionaron rápida y metódicamente el amplio comedor en busca de posibles negocios o quizás algo más. Acomodó su pesado corpachón en la silla y pasó la punta de los dedos por encima de la oreja para arreglarse el pelo. El problema era que las caras conocidas desaparecían con el paso del tiempo, arrebatadas por la muerte o el retiro hacia el sur. Quitó una mota de polvo de uno de los puños de la camisa con sus iniciales y suspiró. Lord ya había esquilmado a la gente poderosa de este establecimiento, o quizá de toda la ciudad.
Llamó a su despacho para saber si había algún recado. Walter Sullivan no había llamado. Si el negocio de Sullivan se concretaba, Lord se encontraría con todo un país del antiguo bloque soviético como cliente.
¡Un país entero! ¿Cuánto se le podía cobrar a un país? En condiciones normales una fortuna. Pero el problema estaba en que los ex comunistas no tenían dinero, a menos que se contara como tal los rublos, cupones, copecs o lo que utilizaran ahora, aunque quizá todo eso sólo sirviera como papel higiénico.
Esto no le preocupaba. Los ex comunistas tenían materias primas en abundancia y eso era lo que quería Sullivan. Por esa razón Lord había pasado tres meses en aquel país. Pero habría valido la pena si Sullivan se salía con la suya.
Lord había aprendido a dudar de todo el mundo. Pero si había alguien capaz de sacar adelante este negocio, ese era Walter Sullivan. Todo lo que tocaba parecía multiplicarse a escala mundial, y los despojos que recibían sus cohortes eran verdaderas fortunas. El viejo, casi con ochenta años, no había bajado el ritmo ni un ápice. Trabajaba quince horas al día, se había casado con una nena de veintitantos que era una ricura. Ahora mismo estaba en Barbados con tres políticos de alto nivel para agasajarlos al mejor estilo del oeste y de paso hacer algún pequeño negocio. Sullivan llamaría. La breve y selecta lista de clientes de Sandy aumentaría en uno, pero qué uno.
Lord se fijó en la joven con una falda que apenas le tapaba el culo y tacones altos que cruzaba el comedor.
Ella le sonrió; él le respondió con un movimiento de cejas, uno de sus gestos preferidos por la ambigüedad. La joven trabajaba como enlace con el congreso para una de las grandes asociaciones de la calle Dieciséis, pero a él le importaba muy poco su trabajo. Para él lo único importante era que follaba de maravilla.
Verla le recordó muchas cosas agradables. Tendría que llamarla. Escribió una nota recordatoria en la agenda electrónica. Después volvió su atención, como hicieron la mayoría de las señoras presentes, a la figura alta y atlética de Jack Graham que venía hacia él recto como una flecha.
Lord se puso de pie y le ofreció la mano. Jack no la aceptó.
– ¿Qué diablos ha pasado con Barry Alvis?
Lord adoptó una expresión de desconcierto y se sentó. Apareció un camarero al que Lord despachó con un ademán. Lord miró a Jack, que seguía de pie.
– No le das a uno ni tiempo para respirar. Directo al hígado. A veces no está mal, pero no siempre.
– No bromeo, Sandy, quiero saber qué está pasando. La oficina de Barry está vacía, su secretaria me mira como si hubiese ordenado que lo mataran. Quiero respuestas. -La voz de Jack subió de tono, y aumentaron las miradas desde las otras mesas.
– No sé qué piensas, pero estoy seguro de que podemos discutirlo con un poco más de dignidad. Siéntate y compórtate cómo corresponde a un socio de la mejor firma de abogados de la ciudad.
Durante cinco segundos cruzaron las miradas hasta que Jack se sentó.
– ¿Una copa?
– Cerveza.
Reapareció el camarero y se marchó con el pedido de una cerveza y un gin tonic para Sandy. Lord encendió un Raleigh, miró distraído a través de la ventana, y después a Jack.
– Entonces sabes lo de Barry.
– Sólo sé que no está. Quiero que me digas por qué no está.
– No hay mucho que decir. Se decidió despedirle, con fecha de hoy.
– ¿Por qué?
– ¿Y a ti qué más te da?
– Barry y yo estábamos trabajando juntos.
– Pero no eran amigos.
– Porque todavía no se había presentado la ocasión.
– ¿Por qué demonios querías hacerte amigo de Barry Alvis? El tipo sólo servía para asociado. No daba para más, te lo juro. He conocidos a cientos como él.
– Era un abogado extraordinario.
– No; técnicamente, era un abogado muy competente, con grandes conocimientos en el tema de transacciones de empresa e impuestos, y experto en la compra de mutuas de asistencia médica. Nunca aportó ni un solo cliente, ni lo aportará. Eso no es ser un «abogado extraordinario».
– Coño, no me vengas con esas. Era una persona muy útil para la firma. Necesitas a alguien para que saque adelante el trabajo.
– Tenemos unos doscientos abogados muy bien preparados para sacar adelante el trabajo suficiente. En cambio, sólo tenemos una docena de socios que aportan clientes. Es una proporción a corregir. Demasiados soldados y muy pocos jefes. Tú ves a Barry Alvis como una persona muy útil, nosotros le consideramos un riesgo bastante caro sin el talento suficiente para promocionarse. Facturaba lo suficiente para ganar un buen sueldo. Esto no aporta ningún dinero a los socios. Por lo tanto, se decidió cortar la relación.
– ¿Me estás diciendo que no recibiste ninguna insinuación de Baldwin?
En el rostro de Lord apareció una expresión. de auténtico asombro. Como abogado con más de treinta y cinco años de experiencia en tramoyas y argucias, era un mentiroso consumado.
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