– No. No es eso. -Moore tomó nuevamente la bolsa y la sopesó en su palma, como si quisiera adivinar sus intenciones.
– Lo principal es que tenemos el patrón -dijo ella-. Sabemos exactamente lo que vamos a encontrar en la próxima escena del crimen.
Él la miró.
– Acabas de responder a la pregunta.
– ¿Cómo?
– No marca a la víctima. Está marcando la escena del crimen.
Rizzoli se quedó callada. De repente comprendió la diferencia.
– Jesús. Al marcar la escena del crimen…
– Esto no es un recuerdo. Ni tampoco una marca de propiedad. -Depositó la cadena sobre la mesa, una retorcida filigrana de oro que había acariciado la piel de dos mujeres muertas.
Rizzoli sintió un escalofrío.
– Es una tarjeta de presentación -dijo en un murmullo.
Moore asintió.
– El Cirujano nos está diciendo algo.
Un lugar de vientos fuertes y mareas peligrosas.
Así es como Edith Hamilton, en su libro Mitología, describe el puerto griego de Áulide, donde yacen las ruinas del antiguo templo de Artemisa, la diosa de la caza. Fue en Áulide donde un millar de negras naves griegas se reunieron para lanzar su ataque contra Troya. Pero soplaba viento norte, y las naves no pudieron zarpar. Día tras día, el viento se perpetuaba y la armada griega, bajo la dirección del rey Agamenón, se ponía cada vez más furiosa e inquieta. Un adivino reveló la causa de los vientos desfavorables: la diosa Artemisa estaba enojada porque Agamenón había sacrificado a una de sus amadas criaturas, una liebre salvaje. No permitiría partir a los griegos hasta que Agamenón ofreciera un terrible sacrificio: su hija Ifigenia.
Y así mandó buscara Ifigenia, alegando que había dispuesto para ella una espléndida boda con Aquiles. Ella no sabía que en realidad se encaminaba a su muerte.
Los feroces vientos del norte no soplaban el día que tú y yo caminamos por la playa cercana a Áulide. Estaba tranquilo, el agua era un vidrio verde, y la arena estaba caliente como ceniza blanca bajo nuestros pies. Oh, cómo envidiamos a los jóvenes griegos que corrían descalzos sobre la orilla entibiada por el sol. Aunque la arena irritaba nuestra pálida piel de turistas, superamos la incomodidad porque queríamos ser como esos jóvenes, con las plantas de los pies endurecidas como el cuero. Sólo a través del dolor y la exposición se forman los callos.
Por la tarde, cuando el día se enfrió, fuimos al templo de Artemisa.
Caminamos a través de las sombras crecientes, y llegamos al altar donde Ifigenia fue sacrificada. A pesar de sus plegarias, de sus lamentos de «Padre, sálvame», los guerreros condujeron a la doncella al altar. Fue atada sobre la pira, y se despejó su cuello para el filo de la hoja. El antiguo dramaturgo Eurípides dice que los soldados de Aireo y toda la milicia miraban el suelo sin deseos de ver derramarse su sangre virginal. Sin deseos de ser testigos del horror.
Ah, pero yo hubiera observado. Y tú también lo hubieras hecho. Con todas tus fuerzas.
Puedo ver las tropas silenciosas reunidas en la oscuridad. Imagino el sonido de los tambores, no los latidos vitales de la celebración de unas nupcias, sino una sombría marcha hacia la muerte. Veo la procesión, abriéndose camino hacia la arboleda. La doncella, blanca como un cisne, escoltada por soldados y sacerdotes. Los tambores se detienen.
La alzan, gritando, hasta el altar.
En mi visión, es Agamenón mismo quien empuña la hoja del cuchillo, ¿pues cómo llamarlo sacrificio si no eres tú el que derrama la sangre? Lo veo aproximarse al altar, donde yace su hija, su carne tierna expuesta a los ojos de todos. Ella ruega por su vida en vano.
El sacerdote recoge su pelo y tira hacia atrás, desnudando su garganta. Bajo la piel blanca late la arteria, marcando el lugar para la hoja. Agamenón se coloca junto a su hija, mirando el rostro que ama. Su propia sangre corre por esas venas. En esos ojos ve los suyos. Al cortar su garganta, cortará su propia carne.
Levanta el cuchillo. Los soldados esperan en silencio, son estatuas entre los grupos de árboles sagrados. El pulso en el cuello de la doncella comienza a acelerarse.
Artemisa exige el sacrificio, y eso es lo que debe hacer Agamenón.
Aprieta la hoja contra el cuello de la doncella, y corta profundo.
Una fuente roja surge a borbotones, salpicando su cara con una lluvia caliente. Ifigenia todavía vive, sus ojos giran desorbitados de horror mientras la sangre bombea desde su cuello. El cuerpo humano contiene cinco litros de sangre, y lleva tiempo, para semejante volumen, descargarse por una sola arteria cortada. En tanto el corazón siga latiendo, la sangre brota. Por al menos unos pocos segundos, tal vez un minuto o más, el cerebro funciona. Los miembros se sacuden.
Cuando su corazón da el último latido, Ifigenia observa cómo se oscurece el cielo, y siente el calor de su propia sangre sobre la cara.
Los antiguos dicen que casi de inmediato el viento norte cesó de soplar. Artemisa estaba satisfecha. Por fin las naves griegas zarparon, las tropas lucharon, y Troya se hundió. En el contexto de un baño de sangre tal, el sacrificio de una joven virgen no significaba nada. Pero cuando pienso en la guerra de Troya, lo que viene a mi mente no es el caballo de madera ni el choque metálico de las espadas o las mil naves negras con sus velas desplegadas. No, es la imagen del cuerpo de la doncella, de un blanco drenado, con su padre de pie junto a ella, empuñando el cuchillo sangriento.
El noble Agamenón, con lágrimas en los ojos.
– Está latiendo -dijo una enfermera.
Catherine, con la boca seca por el horror, miraba fijo al hombre que yacía sobre la mesa de traumatismos. Una barra de hierro de treinta centímetros sobresalía en forma vertical de su pecho. Un estudiante de medicina ya se había desmayado ante la visión, y las tres enfermeras observaban de pie con la boca abierta. La barra estaba clavada profundamente en el pecho del hombre, y palpitaba siguiendo el ritmo de su corazón.
– ¿Qué presión tenemos? -dijo Catherine.
Ante su voz todos reaccionaron y volvieron a la acción. La almohadilla del aparato de presión se hinchó, suspiró y volvió a bajar.
– Setenta sobre cuarenta. El pulso se mantiene en cincuenta.
– Abriendo al máximo las vías intravenosas.
– Abriendo la bandeja de punción de tórax.
– Que alguien traiga al doctor Falco de inmediato. Voy a necesitar ayuda. -Catherine se colocó un guardapolvos esterilizado y se calzó los guantes. Sus palmas ya estaban resbalosas por el sudor. El hecho de que la barra palpitara le indicaba que la punta había penetrado cerca del corazón o, más grave aún, que estaba dentro de él. Lo peor que podía hacerse era sacar la barra. Podía abrir un agujero por el cual se desangraría en cuestión de minutos.
El médico de la ambulancia había tomado la decisión correcta: le había aplicado una sonda intravenosa, había intubado a la víctima y lo había llevado a la sala de emergencias con la barra en su lugar. El resto le correspondía a ella.
Estaba a punto de tomar el escalpelo cuando la puerta se abrió de par en par. Al levantar la vista soltó un suspiro de alivio mientras Peter Falco se acercaba. Peter se detuvo con la mirada sobre el pecho del paciente y la barra que sobresalía del pecho como una estaca en el corazón de un vampiro.
– Bueno, esto es algo que no se ve todos los días -dijo.
– ¡La presión está bajando! -exclamó una enfermera.
– No hay tiempo para hacer un by-pass. Voy a comenzar -dijo Catherine.
– Ya estoy contigo. -Peter se dio vuelta y dijo, casi en un tono casual-: ¿Podrían alcanzarme un guardapolvos?
Catherine trazó velozmente una incisión anterolateral, que le permitiría una mejor exposición de los órganos vitales de la cavidad torácica. Se sentía más tranquila con la llegada de Peter. Era algo más que tener un par extra de manos expertas; era el propio Peter. La manera en que podía entrar en la sala y analizar la situación de un vistazo. El hecho de que nunca levantaba la voz en el quirófano, ni demostraba un solo indicio de pánico. Tenía cinco años más de experiencia que ella en cirugía, y era en casos horribles como éste en los que esa experiencia se ponía de manifiesto.
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