– Entonces no sabe si fue o no violada.
– Sé que lo fue.
– ¿Cómo?
– Porque Elena Ortiz fue tratada en esta sala de emergencia.
Él la miró incrédulo.
– ¿Encontró su ficha médica?
Ella asintió.
– Se me ocurrió que debía haber necesitado tratamiento médico tras el ataque. Éste es el hospital más cercano a su domicilio. Corroboré con la computadora del hospital. Posee los nombres de todos los pacientes atendidos en emergencia. Su nombre estaba allí. -Se puso de pie-. Le mostraré la ficha.
Él la siguió fuera del cuarto de guardia, de vuelta hacia la sala de emergencias. Era viernes por la noche, y los heridos entraban en hordas por la puerta. El empleado que se emborracha los fines de semana, torpe todavía por los efectos del alcohol, sosteniendo una bolsa de hielo sobre su cara golpeada. El adolescente impaciente que perdió su carrera contra la luz amarilla. El ensangrentado y amoratado ejército nocturno de los viernes, abriéndose paso a tropezones desde la noche. El Centro Médico Pilgrim era uno de los servicios de emergencias más atareados de Boston, y Moore sintió que caminaba por el corazón del caos mientras esquivaba enfermeras y saltaba por encima de charcos de sangre recientes.
Catherine lo guió hasta el archivo de emergencias, un espacio del tamaño de un armario con dos estantes de pared a pared llenos de biblioratos de tres anillos.
– Aquí es donde se almacenan temporariamente los formularios de las consultas -dijo Catherine. Sacó uno de los biblioratos rotulado 7 de mayo-14 de mayo. -Cada vez que se atiende un paciente en emergencias, se llena un formulario. Por lo general son de una página, y contienen una nota del médico, más las instrucciones para el tratamiento.
– ¿No se hace una carpeta para cada paciente?
– Si se trata de una sola visita a emergencias, entonces no se adjunta a ninguna carpeta. El único documento es el formulario de la consulta. Esto se traslada más tarde a la sección de archivos médicos del hospital, donde se escanean y se almacenan en un disco. -Abrió el bibliorato del 7 al 14 de mayo-. Aquí está.
Él se paró detrás de Catherine y leyó sobre su hombro. La fragancia de su pelo lo distrajo por un momento, y tuvo que obligarse a prestar atención a la página. La visita estaba fechada el 9 de mayo a la una de la mañana. El nombre, la dirección y la factura de la paciente estaban mecanografiados en el borde superior de la página; el resto había sido manuscrito en tinta. «Caligrafía médica», pensó, mientras se esforzaba por descifrar las palabras, de las que sólo pudo entender el primer párrafo, que había sido escrito por la enfermera.
Mujer latina de veintidós años, atacada sexualmente dos horas atrás. No es alérgica, no toma medicamentos. Presión sanguínea: 105/70, peso: 47 kg.
El resto de la página era indescifrable.
– Tendrá que traducirlo para mí -dijo él.
Ella lo miró por encima del hombro, y sus caras estaban de repente tan cerca que Moore sintió que se le cortaba el aliento.
– ¿No puede leerlo? -le preguntó.
– Puedo leer las huellas de llantas de un auto. Esto no lo puedo leer.
– Es la letra de Ken Kimball. Reconozco su firma.
– Yo ni siquiera lo reconozco como inglés.
– Para otro médico es perfectamente legible. Sólo tiene que conocer el código.
– ¿Y eso se lo enseñan en la facultad de medicina?
– Junto con la letra movida y las instrucciones para decodificarla.
Era extraño intercambiar bromas sobre un asunto tan sombrío; más extraño aún escuchar que algo cómico pudiera provenir de labios de la doctora Cordell. Era su primer atisbo de la mujer tras el caparazón. La mujer que había sido antes de que Andrew Capra le inflingiera el daño.
– El primer párrafo es el examen físico -le explicó-. Usa abreviaturas médicas, coong significa cabeza, oídos, ojos, nariz y garganta. Tenía un hematoma en la mejilla izquierda. Los pulmones estaban despejados, y el corazón sin murmullos ni galope.
– ¿O sea?
– Normal.
– ¿Y un médico no puede escribir simplemente «el corazón late normal»?
– ¿Por qué los policías dicen «vehículo» en lugar de «auto»?
Él asintió.
– Ha lugar.
– El abdomen estaba liso, suave, sin organomegalia. En otras palabras…
– Normal.
– Veo que está aprendiendo. Lo siguiente que describe es… el examen pélvico. Donde las cosas ya no son normales. -Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja, exenta de todo humor. Respiró hondo, como armándose de valor para continuar-. Había sangre en el introito. Rasguños y hematomas en ambos muslos. Un desgarro vaginal en la posición de las cuatro, lo que indica que no fue un acto consensuado. En este punto el doctor Kimball dice que detuvo el examen.
Moore se concentró en el párrafo final, que le resultaba legible. No estaba escrito con caligrafía médica.
La paciente se agitó. Rehusó colaborar con los exámenes por violación. Rehusó cooperar con cualquier intervención ulterior. Tras el examen de VIH de rutina y el trazado de VDRL, se vistió y partió antes de que se llamara a las autoridades.
– De modo que la violación nunca fue denunciada -dijo él-. No hubo ducha vaginal. No hubo recolección de ADN.
Catherine lo escuchaba en silencio, con la cabeza inclinada hacia delante y las manos aferradas al bibliorato.
– ¿Doctora Cordell? -dijo, y le tocó el hombro. Ella dio un respingo, como si la hubieran quemado, y él retiró rápidamente su mano. Ella lo miró, y vio la furia en sus ojos. En ese momento irradiaba una ferocidad tal que por un instante se igualaron en el odio.
– Violada en mayo, carneada en julio -dijo ella-. Lindo mundo para las mujeres, ¿no le parece?
– Hemos hablado con todos los miembros de su familia. Nadie mencionó una violación.
– Entonces ella no contó nada.
«¿Cuántas mujeres mantienen el secreto?, -se preguntó Moore-. ¿Cuántos secretos tan dolorosos que no pueden compartirse con los seres queridos?» Observando a Catherine, pensó en el hecho de que ella también había buscado alivio en la compañía de extraños.
Ella sacó el formulario del bibliorato para que Moore lo fotocopiara. Mientras lo tomaba, su mirada se detuvo en el nombre del médico, y tuvo otra ocurrencia.
– ¿Qué me puede decir del doctor Kimball? -dijo él-. El que examinó a Elena Ortiz.
– Es un excelente médico.
– ¿Trabaja usualmente en el turno de la noche?
– Sí.
– ¿No sabe si estuvo de guardia el jueves pasado por la noche?
Le tomó un segundo captar lo significativo de la pregunta. Cuando lo hizo, él vio que temblaba por sus implicancias.
– ¿Usted cree en verdad que…?
– Es una pregunta de rutina. Tenemos que considerar todos los contactos principales de la víctima.
Pero la pregunta no era de rutina, y ella lo sabía.
– Andrew Capra era médico -dijo ella con un hilo de voz-. No pensará que otro médico…
– Esa posibilidad se nos ha ocurrido a los dos.
Ella se volvió. Tomó aire de manera entrecortada.
– En Savannah, donde fueron asesinadas esas mujeres, asumí que no conocía al asesino. Asumí que si alguna vez lo encontraba, iba a saberlo. Iba a sentirlo. Andrew Capra me enseñó lo equivocada que estaba.
– La banalidad del mal.
– Es exactamente lo que aprendí. El mal puede ser tan común… Un hombre a quien veo todos los días me saluda, puede devolverme la sonrisa… -y en voz aún más baja añadió-: Y al mismo tiempo estar pensando en todas las diversas formas de matarme.
Era el crepúsculo cuando Moore caminó de vuelta hacia su auto, pero el calor del día todavía estaba concentrado en el techo. Sería otra noche insoportable. Las mujeres de la ciudad dormirían con las ventanas abiertas para captar las inconstantes brisas nocturnas. Los demonios de la noche.
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