Tess Gerritsen - Llamada A Medianoche

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Una llamada a medianoche despertó a la recién casada Sarah Fontaine. En lugar de oír la voz de su marido desde Londres, oyó la de un desconocido llamado Nick O'Hara que le decía que Geoffrey había muerto en el incendio de un hotel en Berlín. Convencida de que su marido estaba todavía vivo, Sarah decidió investigar por su cuenta con la ayuda de Nick. Había demasiadas preguntas sin respuesta, y las respuestas podían ser fatales…

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– Enviaré a Kronen en su busca.

– O'Hara estará en medio.

El viejo hizo un ruidito de desprecio.

– O'Hara no es importante -dijo-. Kronen puede lidiar con él.

Jonathan Van Dam colgó el teléfono y salió de la cabina. La noche había enfriado y se abrochó la gabardina. La idea de regresar al calor del hotel resultaba tentadora. Pero antes tenía que pasar por una farmacia. Necesitaba una excusa, un frasco de antiácido o cualquier otra cosa que explicara su ausencia del hotel.

Entró en una farmacia de veinticuatro horas, buscó un frasco de Maalox en los estantes, pagó y salió a la calle.

Diez minutos después llegaba al hotel. Abrió el Maalox, echó una dosis por el lavabo y se puso el pijama. Después, se tumbó a esperar que sonara el teléfono.

Dentro de poco ocurriría algo en Casa Morro. No le gustaba pensar en ello. En todos sus años en la CIA, nunca había tomado parte en un tiroteo o una pelea. Y nunca había matado a nadie en persona. Cuando la violencia era necesaria, utilizaba intermediarios. Hasta la muerte de Claudia había sido organizada desde una distancia prudente. Cuando él regresó a casa, ya habían limpiado la sangre y encerado el suelo. Parecía que no había cambiado nada excepto que era libre y muy rico.

Pero un mes más tarde recibió una nota. «El Vikingo ha hablado conmigo», decía. El Vikingo era el asesino a sueldo, el hombre que había apretado el gatillo.

Van Dam quedó paralizado de miedo. Pensó en huir a México o Sudamérica. Pero no podía decidirse a dejar su casa y sus comodidades. Cuando el viejo se puso al fin en contacto con él, estaba más que dispuesto a negociar.

Solo le pidieron información. Al principio datos menores, el presupuesto de un consulado concreto, el horario de aviones de transporte. Tuvo pocos remordimientos. Después de todo, no trabajaba para la KGB. El viejo era un empresario que no podía considerarse enemigo. Por lo tanto, él no era un traidor.

Pero las exigencias crecieron poco a poco. Y llegaban siempre sin avisar. Dos timbrazos de teléfono seguidos de silencio y Van Dam encontraría un paquete en el bosque o una nota en el hueco de un árbol. Nunca había visto al viejo y no conocía su verdadero nombre. Le habían dado un número de teléfono que solo podía usar en emergencias. Van Dam se encontraba atrapado por alguien que no tenía nombre ni rostro. Pero no era un mal acuerdo. Estaba seguro. Tenía sus casas, sus trajes buenos y su brandy. Podía decirse que el viejo era un amo muy benigno.

– Es medianoche -dijo Sarah-. ¿Dónde está?

Corrie se apartó un mechón de pelo negro de la cara y levantó la vista de su escritorio.

– Simon quiere pruebas.

– Ha visto mi alianza.

– No, quiere verla a usted. Pero desde una distancia segura. Tendrá que hacer su papel. Suba arriba, la segunda habitación a la derecha. Mire en el armario. Creo que el raso verde le irá bien.

– No comprendo.

La mujer sonrió. La luz le daba de lleno en el rostro y Sarah vio por primera vez las arrugas que tenía alrededor de los ojos y la boca. La vida no había sido amable con aquella mujer.

– Póngase el vestido -dijo-. No hay otro modo.

Sarah subió las escaleras y entró en la habitación. Había una cama grande de bronce y un armario lleno de ropa. Se puso el vestido de raso verde y se miró al espejo. La tela se pegaba a sus pechos y los pezones resaltaban claramente. Pero aquel no era momento para modestias. Lo único que importaba era seguir con vida.

Corrie la observó con ojo crítico cuando volvió a bajar.

– Está muy delgada -musitó-. Y quítese las gafas. Puede ver sin ellas, ¿no?

– Lo suficiente.

Corrie señaló el escaparate.

– Entre aquí. Yo le guardaré el bolso. Abra un libro, si quiere, pero siéntese con el rostro hacia la calle para que pueda verla. No será mucho tiempo.

Se abrieron las pesadas cortinas de terciopelo y Sarah entró en una nube de aire perfumado. Lo primero que le sorprendió fueron los rostros de extraños que la miraban desde la calle. ¿Estaría Geoffrey entre ellos?

– Siéntate -dijo una de las prostitutas, señalando una silla.

La joven se sentó y le pasaron un libro. Lo abrió y miró atentamente la primera página. Estaba escrito en holandés, y aunque no podía leerlo, era un escudo entre los hombres de fuera y ella. Lo sujetaba con tanta fuerza que le dolían los dedos.

Permaneció inmóvil como una estatua durante lo que le pareció una eternidad. Oía risas procedentes de la calle. Pasos en la acera. El tiempo parecía haberse detenido. Tenía los nervios de punta. ¿Dónde estaba Geoffrey? ¿Por qué tardaba tanto?

Entonces, por entre el ruido que la rodeaba, oyó su nombre. El libro se le cayó de las manos al suelo. Palideció.

Nick la miraba con incredulidad desde el otro lado del cristal.

– ¿Sarah?

Su reacción fue instintiva: echó a correr. Abrió las cortinas de terciopelo y corrió escaleras arriba hasta la habitación donde había encontrado el vestido. Era una huida instintiva, el impulso de una mujer alejándose del dolor. Tenía miedo de él. Quería hacerles daño a ella y a Geoffrey. Si podía llegar a la habitación y cerrarle la puerta…

Pero Nick la sujetó por el brazo antes de que terminara de entrar por la puerta. Sarah se soltó y retrocedió hasta que sus piernas chocaron con la cama. Estaba atrapada.

– ¡Fuera de aquí! -le gritó sin dejar de temblar.

El hombre avanzó con las manos extendidas.

– Sarah, escúchame…

– ¡Bastardo! ¡Te odio!

Nick seguía acercándose. La joven le golpeó con fuerza la mejilla. Se disponía a pegarle de nuevo, pero él le sujetó las muñecas y tiró de ella hacia sí.

– No. Escúchame. ¿Quieres hacer el favor de escucharme?

– Me has utilizado.

– Sarah…

– ¿Fue divertido? ¿O tenías la misión de acostarte con la viuda para la CIA?

– ¡Cállate!

– ¡Maldito seas, Nick! -gritó ella, debatiéndose-. Yo te quería. Te quería… -consiguió soltarse, pero el impulso la arrojó sobre la cama. Nick cayó sobre ella, sujetándole las muñecas y cubriendo su cuerpo con el de él. Sarah quedó debajo, sollozando y debatiéndose en vano hasta que las fuerzas la abandonaron y se quedó inmóvil.

Cuando él vio que dejaba de debatirse, le soltó las manos. La besó con ternura en la boca.

– Todavía te odio -dijo ella débilmente.

– Y yo te quiero.

– No me mientas.

Volvió a besarla, esa vez más despacio, haciéndolo durar.

– No miento, Sarah. Nunca te he mentido.

– Trabajabas para ellos desde el comienzo.

– No, te equivocas. No estoy con ellos. Me arrinconaron. Y luego me lo contaron todo. Sarah, puedes dejar de correr.

– Cuando lo encuentre.

– No puedes encontrarlo.

– ¿Qué quieres decir?

Nick la miró con tristeza.

– Lo siento; está muerto.

Sus palabras la golpearon como un puñetazo. Lo miró atónita.

– No puede estar muerto. Me llamó…

– No fue él. Fue una grabación de la CIA.

– ¿Y qué le ocurrió?

– El fuego. El cuerpo que encontraron en el hotel era el suyo.

Sarah cerró los ojos.

– No comprendo. No comprendo nada -sollozó.

– La CIA te tendió una trampa. Querían que Magus fuera a por ti y saliera a la luz. Pero luego los despistamos. Hasta Berlín.

– ¿Y ahora?

– Se acabó. Han cancelado la operación. Podemos irnos a casa.

¡Casa! La palabra tenía un sonido mágico, como un lugar de cuento de hadas en cuya existencia ya no creía. Y Nick también tenía algo de mágico. Pero sus brazos eran reales. Siempre habían sido reales.

– Vamonos a casa, Sarah -susurró él-. Mañana por la mañana salimos de aquí.

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