Allison Brennan - La Caza

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Sólo hay una cosa que Miranda no puede perdonarse a sí misma: haber sobrevivido. Doce años atrás, consiguió escapar de las manos del asesino conocido como El carnicero, pero al hacerlo tuvo que dejar atrás a otras víctimas como ella, atrapadas, torturadas y asesinadas por un sádico que siempre ha ido un paso por delante de la policía. Ahora, vuelve a actuar. Miranda ya no es la presa, sino el cazador: sabe que atraparlo es la única manera de volver a encontrar la paz. Pero para ello tendrá que reencontrarse con Quinn, el hombre que la ayudó a superar el miedo y, también, el que la traicionó cuando más lo necesitaba. Ahora los dos se enfrentan a la más perversa mente criminal… pero también a unos sentimientos que han intentado enterrar durante años.

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Si eso significaba volver al cuchitril asqueroso, húmedo e infestado de ratones donde había permanecido encadenada siete días infernales, lo haría.

– Te entiendo -dijo él, y ella le creyó. Todos los que hablaban con ella daban la impresión de querer serenarla, pero aquel hombre no tenía esas intenciones-. ¿Crees que podrías llamarme Quinn? Agente Peterson suena demasiado formal.

– De acuerdo.

Ella señaló la zona en el mapa y se adentraron en coche hasta donde pudieron, para luego seguir a pie, aunque quedaban casi cinco kilómetros.

¡Ojalá hubieran corrido en la otra dirección! Habrían llegado a un camino. Era sólo un sendero, pero lo era. ¿Acaso eso habría cambiado su destino? ¿Sharon estaría viva todavía?

– Le dije que teníamos que separarnos -murmuró Miranda cuando se quedó a solas con el agente Peterson… Quinn.

– Fue una buena idea.

– Sharon se negó. Estábamos tan asustadas que no lo discutimos. Y… -dijo, y guardó silencio.

– Sigue.

– No entendíamos por qué nos soltaba. Hasta que vimos el arma. Entonces entendimos con toda claridad que quería cazarnos como a animales. Creo que ni siquiera pensamos en ello y, desde luego, no hablamos de ello. No teníamos tiempo. Nos dijo que echáramos a correr.

– ¡Corred, corred!

– Y las dos sabíamos perfectamente lo que pretendía hacer. Éramos presas malheridas – dijo, riendo con una mueca amarga.

Durante el trayecto, Quinn permaneció a su lado. Le hizo preguntas discretas y certeras. Nunca dijo que lo sentía. Nunca intentó serenarla. Nunca le dijo que debería haber hecho algo diferente, como había hecho ella millones de veces, interrogándose sin parar durante las setenta y dos horas transcurridas desde que la encontraran en la orilla del río Gallatin.

Miranda los condujo directamente a la barraca destartalada perdida en medio del bosque, en Montana, diez kilómetros hacia el oeste del río donde ella había saltado para escapar. Se quedó mirando las tablas podridas que parecían demasiado débiles para aguantar el techo de aluminio corrugado. Miranda se había fijado en el exterior de la barraca sólo un momento breve, antes de que ella y Sharon echaran a correr. Sin embargo, el interior había quedado grabado en su memoria.

Miranda no pudo entrar. Se quedó sentada en el suelo, llorando.

Quinn entró. La gente del sheriff recogió las pruebas que él señalaba. El sheriff Donaldson estaba a punto de jubilarse, y quería coger al asesino de Sharon; que su detención fuera el broche de oro de su carrera, así que escuchó los consejos del agente del FBI llegado el día antes.

Después, Quinn se sentó en el suelo junto a ella.

Te vas a ensuciar ese bonito pantalón -fue lo único que atinó a decir. Desde luego, Peterson no iba vestido como para salir a la montaña, pero no parecía importarle que sus elegantes zapatos quedaran rayados y sucios.

– Encontraré a ese tío. Te prometo que pagará por lo que os ha hecho, a ti y a Sharon.

Ella lo miró, buscando la pena en sus ojos, o el asco, o el desagrado. Lo único que vio fue fuerza, compasión y rabia.

– Haré todo lo que pueda para ayudar.

Al final, a pesar de la angustia que Miranda sintió al volver a la choza, a pesar de la búsqueda en el bosque, después de encontrar los restos de la que, según todas las sospechas, era la primera víctima del Carnicero, no lograron encontrar al asesino. No tenían pistas que los orientaran. Escasas pruebas, y ni un solo rastro. Ningún sospechoso.

Dos meses después, a Quinn lo llamaron de vuelta a la oficina de Seattle. Ella pensó que no volvería a verlo, y eso le dolió, porque lo apreciaba mucho.

Se equivocaba. Quinn volvió un mes más tarde, sólo para verla a ella.

Fue entonces cuando comenzó a sanar de verdad.

Capítulo 4

Cuando Miranda tenía ocho años, su madre murió de cáncer de ovarios. Bill Moore quedó tan devastado por el inesperado diagnóstico, la brevedad de la enfermedad y la muerte, que renunció a su empleo como ejecutivo de marketing de alto nivel en Spokane y se mudó con Miranda al valle Gallatin, en Montana. Compró una vieja cabaña a treinta minutos de Bozeman, camino a West Yellowstone, cerca de Big Sky, y la restauró con dedicación y paciencia. A los diez años, Miranda ya había aprendido todo sobre desempapelar, lijar y barnizar. Ella sola había restaurado casi todos los suelos de la primera planta de la hostería.

Los profundos cañones, las vistas sobrecogedoras y los cielos infinitos fueron un consuelo para el dolor de aquella familia. Habían pasado veinticinco años, y ese mismo entorno fue lo que salvó a Miranda más tarde del Carnicero, y también, una vez más, de lo de Quantico. Y por eso, con el asesinato de Rebecca y el fantasma de Sharon pesando sobre su conciencia, era casi imperativo desviarse y pasar por la Hostería Gallatin. Se dijo que sería necesario llevar unas cuantas provisiones, pero la verdad era que sólo quería ver a su padre.

Bill Moore estaba sentado detrás del mostrador de recepción rellenando los eternos formularios que detestaba. La enorme cabeza de alce, que Miranda había llamado Bruce la primera vez que la vio, hace veinticinco años, era la mascota de la hostería. Desde allá arriba, hacía guardia sobre la recepción y sobre su padre, a quien el alce siempre le arrancaba una sonrisa.

Excepto en días como ése.

Bill alzó la mirada cuando entró Miranda, y su rostro se transfiguró. Le pesaron cada uno de sus cincuenta y siete años. Su pelo, aunque todavía abundante, se había vuelto entrecano. Unas arrugas le surcaban el rostro curtido y su cuerpo, antaño lleno de fuerza, se había hundido imperceptiblemente. Miranda sintió que algo se le retorcía en el interior. Ella era la causa del dolor que veía todos los días en sus ojos claros. Su amor de padre lo estaba matando, día a día. Y saber eso, y no ser capaz de torcer la dirección que tomaba su vida, le hacía sentirse todavía más culpable.

– Papá. -No tenía por qué añadir más.

– Randy -dijo él, con voz ronca.

Bill salió de detrás del mostrador y, cuando lo abrazó, Miranda se sintió reconfortada. Su padre nunca se hacía de rogar con los abrazos.

– Ha sido él -murmuró.

Su padre la estrechó con fuerza. Ella olió aquella mezcla única de loción de afeitado, suculentos granos de café y tabaco de pipa. Olía a hogar y a amor y a todo lo bueno que había en su vida.

– ¿Vuelves a salir?

– Tengo que irme. -Miranda dio un paso atrás, respiró hondo y lo miró con una sonrisa que quería transmitir esperanza.

– Te prepararé unos bocadillos. ¿Cuántos sois los que estáis buscando?

– Quizás unos veinte, o veinticinco. Nick llamará a voluntarios para que colaboren con sus hombres. Hay que darles instrucciones. No tengo mucho tiempo.

– Ve a buscar tus cosas. Yo cogeré algo para que podáis comer.

– Te quiero, papá.

Él le acarició la mejilla, dio media vuelta y se dirigió a la cocina.

Miranda habría dado cualquier cosa por retroceder en el tiempo y proteger a su padre de lo que había sufrido desde aquel día en que ella había vuelto a casa, destrozada y vacía. A veces pensaba que su padre todavía la veía medio ahogada y desnuda en la orilla del río. Golpeada, herida, más allá del agotamiento.

Pero viva.

Lo cual no podía decirse de Rebecca. O de Sharon. O de Penny, Susan, Karen, Ellen y Ellaine. Ni de las otras nueve chicas desaparecidas sin dejar rastro en la primavera de los últimos quince años.

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