Miranda dio un paso atrás y topó con el aparador de la cocina.
– Quinn… No sé qué se supone que debo decir.
– ¿Por qué me esquivabas en esa época? -Quinn le apretó los hombros, con los ojos igual de encendidos de deseo que ella.
Miranda sacudió la cabeza. No podía tener esa conversación en ese momento, cuando sentía las emociones tan a flor de piel. El afecto de Quinn la confundía. Era mucho más fácil recordar la rígida postura que había tenido al oponerse a su graduación, sus enfáticas declaraciones acerca de sus habilidades cuando se vieron justo después de la muerte de Rebecca.
– Tengo que irme.
– Miranda, no te vayas otra vez. Tenemos que hablar.
Ella sacudió la cabeza y se liberó de su abrazo. Tenía que pensar, y eso era imposible si estaba junto a Quinn. Tenía la impresión de que la sangre le hervía y burbujeaba por debajo de la piel, que se le revolvía el estómago de tanta confusión. Sentía su corazón roto, pero todo mezclado con el amor. Nada tenía sentido. Era mucho más fácil existir y controlar sus emociones antes de que Quinn volviera a entrar en su vida.
Se lo quedó mirando un momento y vio que una expresión de frustración le cruzaba fugazmente el rostro. Se giró y echó a correr hacia su cabaña, sintiéndose como una cobarde pero sin saber qué otra cosa hacer.
Quinn vio cómo se alejaba y sintió que algo se le encogía en el pecho. Al volverse hacia el fregadero se dio cuenta de que el grifo seguía abierto. ¿Había estado abierto todo el rato? Lo cerró de un manotazo.
¿Qué acababa de ocurrir?
Creía que Miranda empezaba a abrirse con él. Había matizado sus sentimientos hacia él. Pensó que quizás hubiera una esperanza…
Y ese beso. El tiempo o la distancia lo hacía aún más dulce. Y él quería más.
¿En qué estaba pensando? ¿Acaso creía que podrían retomar su relación donde la habían dejado? ¿Qué él le podía decir que todavía la amaba y que enseguida se pondrían a hablar de matrimonio?
Quinn nunca había dejado de amar a Miranda. Ella lo irritaba, lo contrariaba, lo enfurecía, pero la había amado casi desde el principio. Estaba orgulloso de ella, admiraba su inteligencia, su fuerza y su perseverancia. Era una mujer muy bella. Verla ahí sentada frente a él comiendo tarta de pacana le traía recuerdos de hacía diez años, de aquella vez que pasó dos semanas de vacaciones en la hostería. En la cabaña de ella. Cuando se metían a hurtadillas en la cocina para comer tarta de pacana y apenas alcanzaban a volver a la cabaña de las ganas que tenían de hacer el amor.
Quinn no tenía tiempo para relaciones duraderas. Había tenido relaciones con unas cuantas mujeres a lo largo de los años, pero eran episodios breves. Ninguna podía compararse con Miranda. Algunas eran más guapas, otras más inteligentes, pero ninguna era Miranda. Su chispa. Su fuerza. Ella.
¿Qué habría pensado ella? ¿Por qué no podía responder a su pregunta? Él había esperado a que Miranda le saltara a la garganta que le gritara por haber tomado esa decisión en Quantico. No esperaba ver una emoción tan abierta y llena de deseo en sus ojos insondables.
¡Maldita sea! Quería seguirla, quería explicarle una vez más las razones de haberla apartado de la Academia. Ella quería centrarse en opinión del psiquiatra, en su obsesión con el Carnicero, pero eso era sólo una parte de su razonamiento. Si hubiera sido sólo por el psiquiatra, Quinn nunca se habría mostrado de acuerdo para que la apartaran del programa.
Lo que Miranda nunca había entendido, y era evidente que él tampoco conseguía hacerle entender, era que los motivos por los que aspiraba a ser agente del FBI estaban mal planteados. Trabajar para el FBI no le daría lo que ella esperaba, y Quinn temía que entonces Miranda se sintiera fatal.
Quizás hubiera sido preferible dejar que se sintiera así. Pero la amaba demasiado, y Miranda era una persona demasiado leal; no podía abandonarla cuando se diera cuenta de que idealizaba la profesión de agente del FBI.
Para decirlo alto y claro, Miranda quería ser agente del FBI para tener la autoridad de perseguir al Carnicero. No se habría sentido satisfecha trabajando en Florida, por ejemplo, o en Maine o en California, a menos que el Carnicero comenzara a cazar en uno de esos estados. Y era muy probable que la hubieran asignado al escuadrón de robos o al de corrupción política, experiencias que no le ayudarían en lo más mínimo a enfrentarse con sus demonios.
Quinn albergaba la esperanza de que, al cabo de un año, Miranda se habría dado cuenta de que no deseaba en absoluto convertirse en agente, o que habría superado la obsesión con el Carnicero y aceptaría cualquier tarea que le asignara la oficina.
Cerró los ojos, sin saber bien cómo pensar en el dolor y la rabia de Miranda hacia él. Durante unos minutos, casi habían llegado a ese punto de confianza en que podría haber dicho cualquier cosa, y ella se habría abierto. Pero no habían llegado ahí, y él no sabía si algún día lo conseguirían. En cuanto él se acercaba demasiado, ella levantaba una barrera invisible.
A veces le daban ganas de sacudirla para que escuchara lo que tenía que decirle, para obligarla a no cuestionar todos sus motivos. Pero esa noche sólo había deseado llevarla a la cama y estrecharla en sus brazos.
Si no se abría y hablaba con él, si ella no escuchaba lo que tenía que decir, quedaban pocas esperanzas de restaurar esa relación rota con la única mujer que había amado en toda su vida.
Como sucede con ciertos sueños, él no paraba de pulsar en su imaginación la tecla de «Rebobinar». Quería ver a Theron surcando el cielo, volando a más de trescientos kilómetros por hora, batiendo poderosamente las alas, seguro en el veloz tramo final hasta llegar al vencejo y dejarlo aturdido en el aire con un certero golpe de sus garras.
Repetía el mismo sueño una y otra vez, a voluntad. En alguna parte de su subconsciente le preocupaba el lugar dónde se encontraba, y a quién esperaba, pero por ahora se entretenía en rebobinar el vuelo de su depredador en un ejercicio de caza.
No se despertó hasta que el frío metal de las esposas se giró en su muñeca.
Ella había vuelto.
Se revolvió entre las sábanas empapadas de sudor y ella se rió. La risa en sordina que él conocía muy bien.
– ¿Qué? -preguntó él, con la voz espesa por el sueño. Theron desapareció y recordó dónde estaba.
De vuelta en Montana.
– Te deseo.
– No, estoy cansado.
Silencio. Se despertó del todo.
Nunca me digas que no.
La luna en cuarto creciente brillaba con fuerza a través de las grandes ventanas, proyectando sombras grises en el loft. Destacaba su cama, una cómoda solitaria y su rifle de caza.
Y ella.
Iba vestida de negro, con el pelo rubio recogido atrás en un moño compacto. Su mentón delicado y su piel pálida eran sólo una ilusión, porque no había nada suave en aquella mujer.
Ella frunció el ceño ante su rechazo.
– Vengo aquí en medio de la noche a darte placer, ¿y tú me dices que no?
¿Placer? Quizá para ella. Siempre para ella. Le daba rabia reaccionar así. Intentaba una y otra vez que su cuerpo no lo delatara. Pero ella sabía qué hacer.
¿Por qué había vuelto? Porque el impulso era muy fuerte, y él no podía resistirse. El castigo por ceder al impulso de cazar era tener que ver a La Puta.
Ella le quitó la sábana de encima y volvió a fruncir el ceño.
– ¡Estás vestido!
Se dejó caer sobre su vientre y le quitó los calzoncillos. Le dio una fuerte palmada en las nalgas. ¡Chac!
¡ Chac! ¡ Chac!
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