Dios quiera que no vuelva a comenzar.
El ruido de las cadenas despertó a Sharon.
– ¡No! -exclamó ésta, con un grito ronco que escapó de su garganta herida-. No, no, por favor -balbuceó entre sollozos. Miranda guardó silencio.
Ya no le quedaban lágrimas, ni le quedaban súplicas. Había venido a violarlas o a matarlas. Iban a morir.
Papá, te quiero. Te quiero y lo siento mucho. Espero que nunca sepas lo que me ocurrió, porque te destrozaría.
Añoraba a su padre, añoraba verlo y dejar que le acariciara el pelo, como hacía cuando era una niña y su madre había muerto.
– Está en el cielo, cariño -solía decirle, y luego le murmuraba palabras dulces acerca de lo maravilloso y bello que era el cielo, donde el dolor no existía.
Miranda ignoraba qué le esperaba. ¿Vería a la madre que apenas recordaba? ¿Era un paraíso como el que le describía su padre?
¿O acaso era la nada? La nada sería preferible a lo vivido durante esos últimos cinco días. ¿Cinco? ¿O eran seis días? Intentaba llevar la cuenta, pero no lo sabía. Quizás había pasado más tiempo.
Era un cuarto pequeño. Un paso. Dos pasos. Sharon gritó.
– ¡No me toques! ¡No me toques!
Al oír el ruido de las cadenas, Miranda tuvo que reprimir su propio terror. Oír que le hacían daño a Sharon realzaba su propio espanto, porque lo que le hiciera a Sharon se lo haría más tarde a ella.
– ¿Qué? -Sharon parecía confundida.
Y entonces Miranda sintió que le levantaba los brazos. Tras el sonido metálico, de pronto se vio libre.
Un leve asomo de esperanza le hinchó el corazón.
Las había tenido con los ojos vendados, ¿no? No podían identificarlo. ¿Acaso las soltaría?
¿Estaban libres?
Ahora le tocaba a los pies.
– De pie.
Una orden de sólo dos palabras. Miranda intentó levantarse, pero tropezó y cayó.
– No… no puedo.
Había procurado mantener los músculos en forma con ejercicios, pero llevaba tanto tiempo tendida de espaldas que sus extremidades ya no estaban conectadas con su cuerpo. Tenía toda la columna magullada. Los cortes habían sangrado y ahora estaban secos.
– Una hora. Aprovechadla bien.
Un paso, y la puerta se cerró. Con llave. Cuatro palabras, lo máximo que les había hablado de un tirón. Sin embargo, la voz sonaba siempre tan extraña, un tono neutro y seco. Hueco.
– ¡Nos ha soltado! -exclamó Sharon.
Miranda olió algo por encima de su propia suciedad corporal. Se arrastró hasta la puerta, palpó a su alrededor.
Pan. Agua.
– Sharon -dijo-. Es comida.
Sharon topó con ella y las dos comieron en el suelo, acurrucadas en torno a su solitaria rebanada de pan, bebiendo de una pequeña taza de agua.
Miranda levantó una mano y se tocó el vendaje. Casi había olvidado que lo llevaba puesto, ya casi formaba parte de ella.
El nudo estaba apretado y ella se sentía débil, pero lo soltó. Sharon hizo lo mismo.
Estaba ciega.
No, estaba oscuro.
Miranda tardó varios minutos en distinguir las débiles estrías de luz que penetraban por los nudos de la madera de la barraca sin ventanas donde habían permanecido atadas durante días. Sharon cogió una camisa abandonada en un rincón. No era suya. Tampoco era de Miranda.
Dios mío, ¿acaso alguien había pasado por ahí antes que ellas?
Sharon se la puso.
– Lo siento, Randy. Lo siento, tengo tanto frío.
– Está bien -dijo ella.
Miranda se estiró todo lo que pudo y, como un bebé que aprende a caminar, se incorporó apoyándose en la pared.
Lentamente, fue recuperando la sensibilidad. Al principio, un cosquilleo, después, un dolor agudo.
– Mueve los músculos, Sharon.
– Pero nos va a soltar.
– Eso no lo sabemos. Tenemos que estar preparadas.
– No puedo.
Sharon se acurrucó en un rincón, con los brazos alrededor de las piernas, meciéndose.
– ¡Levántate! -ordenó Miranda. No quería gritarle a su amiga pero no tardó en darse cuenta de que ella tendría que ser la más firme y asumir el control de la situación. Era su oportunidad para escapar. Ignoraba por qué su secuestrador las había desatado, pero lucharía hasta la muerte antes de verse encadenada al suelo una vez más.
Sharon la miró enfadada, pero se incorporó y caminó por la habitación, que no medía más de tres metros por tres. Miranda probó la puerta y la sacudió con la poca fuerza que tenía.
Cerrada por afuera.
Aprovecharon bien la hora para estirarse. Caminando. Y, lentamente, aunque fuera difícil de creer, recuperando parte de su fuerza.
Clink, clink.
La puerta se abrió y entró la luz a raudales.
Venid aquí.
Ellas obedecieron y salieron a rastras de la barraca. Miranda tropezó y cayó al suelo.
La libertad.
Oyó el sonido distintivo de un cargador acoplado a un rifle.
– Corred.
Miranda miró por encima del hombro. El hombre permanecía en la sombra, encapuchado, y la luz del final de la tarde se reflejaba en el cañón de su rifle.
Cuando Miranda comprendió lo que estaba pasando, sintió como un golpe en el bajo vientre. El hombre quería cazarlas.
– Corred. Tenéis dos minutos -dijo, y calló-. ¡Corred!
Y Miranda corrió.
Miranda se despertó con un sobresalto.
Corred.
Tenía el cuerpo bañado en sudor. Se sentó y se restregó los ojos. Había estado a punto de gritar, y se sorprendió al ver que tenía su pistola en la mano. ¿En qué momento la había empuñado? ¿En su sueño?
Su voz.
No, era su pesadilla. La maldita pesadilla. Él seguía en su cabeza, persiguiéndola. Ella había escapado. Estaba viva. Pero Sharon estaba muerta. De un disparo en la espalda. Y Rebecca, cazada y degollada como un animal.
Volvió a parpadear. Las manos le temblaban cuando se obligó a dejar el revólver. La luz de la luna caía como una cascada por los tragaluces, proyectando sombras gris azuladas por la habitación.
Tenía la cama deshecha, las sábanas retorcidas y húmedas, las mantas en el suelo. Su pijama de franela estaba empapado de sudor, con el olor tangible de sus recuerdos en la piel.
No eran ni siquiera las dos de la madrugada. Cuatro horas de sueño. Miranda estaba sorprendida de haberse dormido tan rápido. Pero dudaba de que esa noche fuera a dormir ni un minuto más.
Se duchó para lavarse el sudor del miedo, se puso unos vaqueros, un jersey de cuello alto y su grueso anorak, ya que las noches de mayo todavía eran frías. Y se dirigió a la hostería, pensando en la tarta de pacana que había preparado Gray.
Entró por la puerta lateral, iluminada por una luz en el techo. La puerta estaba cerrada, pero ella tenía una llave maestra. Cruzó el comedor y cuando estaba a punto de entrar en la cocina oyó algo.
Se detuvo, con el corazón latiéndole tan fuerte como al despertar de la pesadilla.
Rasca, rasca, rasca.
Tap, tap, tap.
Silencio.
Había alguien en la cocina. Aunque la luz de la luna iluminaba la hostería a través de los ventanales, no se veían luces encendidas. Si fuera un cliente, su padre o un empleado, habrían encendido las luces.
Un intruso.
Buscó el arma que llevaba en el bolso. Nunca salía de casa desarmada desde hacía doce años. Cautelosa, pero decidida, se acercó a la puerta grande de la cocina.
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