¡Recuerda tu entrenamiento!
El entrenamiento. Sí. Con la mano que tenía libre, le buscó los ojos y le arañó el que tenía más a su alcance. Hundió los dedos en el borde inferior y tiró de él.
Él lanzó un grito y descargó el brazo libre para golpearla. La cabeza rebotó a un lado y Sadie supo enseguida que le había roto la nariz.
Le entró el pánico, pero también la furia. Aquel tipo era igual a su padrastro. Cualquier mujer que no se pusiera de rodillas para satisfacerle en lo que él quisiera era candidata a ser utilizada como punching ball .
Ella no iba a morir a manos de un cabrón enfermo que quería dominar a las mujeres. Con la mano derecha, de la cual colgaban las esposas, lo golpeó en un lado de la cabeza con el metal. Una y otra vez.
Su grito de dolor y rabia le dio más miedo que la amenaza. Aquel tipo no estaba bien de la cabeza. Sintió sus manos en la garganta, presionándole la tráquea con los pulgares.
Iba a matarla.
¡No! Sadie se resistía a morir. Levantó las manos por entre la uve que dibujaban sus brazos y volvió a buscarle los ojos. Se estaba ahogando y la visión empezaba a fallarle, pero se aferró a los pequeños huesos en el lado exterior de los ojos y apretó. No sabía si la maniobra funcionaría cuando el señor Wolfe se la había enseñado años atrás, pero sintió que los huesos crujían bajo sus dedos y no los soltó. Barker lanzó un grito de dolor, le soltó el cuello e intentó agarrarle las manos.
Ella volvió a usar las esposas como un látigo y le hizo un corte en la cara. Él aflojó justo lo necesario para que ella lanzara una patada y se retorciera para liberarse. No se preocupó por su bolso. Salió disparada hacia la puerta, la abrió de un tirón y corrió por el pasillo. No conseguía que de su garganta magullada escapara un grito.
Corrió hasta las escaleras por miedo a esperar el ascensor. Ignoraba si el tipo la perseguía, pero corrió por su vida y bajó diez plantas a toda velocidad. No paró hasta llegar al vestíbulo y acabar en los brazos de un sorprendido ayudante del director que justo pasaba por ahí.
– Dios mío, señorita, ¿qué ha ocurrido?
Con voz ronca y la sangre de la nariz rota obstruyéndole la garganta, balbuceó:
– El hombre… El hombre que me ha invitado ha tratado de matarme. -Dio el número de la habitación y el ayudante del director la condujo a un sofá en su despacho mientras llamaba a seguridad para que fueran a la habitación.
Quince minutos más tarde, fue él mismo quien le contó que el hombre había desaparecido.
Rowan no vio a John después del funeral. No entendía por qué se sentía tan extrañamente vacía. Al final, John tenía familia y amigos de todas partes del país que habían venido a dar el último adiós a su hermano. Y Tess necesitaba consuelo y fuerzas, dos cosas que John poseía en abundancia.
Pero a las tres de la madrugada, hora en que se despertó con otra pesadilla, deseó que él estuviera allí para abrazarla.
Tonterías , pensó, mientras buscaba la Glock debajo de la almohada y se sentaba en la cama. Había vivido con sus pesadillas veintitrés años sin depender de un hombre que la consolara. ¿Por qué ahora? ¿Por qué John?
Empuñó el arma fría y se quedó mirando la oscuridad en el exterior del gran ventanal. Era una noche sin luna, pero las estrellas brillaban con tanta intensidad que daba la impresión de que se podían tocar.
Bobby, ven, ven a buscarme. Por favor, esto tiene que acabar de una vez.
Su fuerza interior comenzaba a flaquear. El muro afanosamente construido que la había protegido durante tanto tiempo se derrumbaba a sus pies. Ahora era un animal atrapado, paseando de arriba abajo sin parar. Esperando que viniera alguien y la matara de un balazo. Un ratón víctima de los juegos de un gato. En cuanto al ratón lo abandonaba la esperanza y le entraba el miedo, el gato mataba a su presa.
¿Era eso lo que hacía Bobby? ¿Jugar con ella hasta que se viniera abajo? ¿Jugar con ella hasta que gritara de rabia o se enajenara y se recluyera en sí misma?
¿Acaso quería convertirla en su padre? ¿En un hombre vacío, en una víctima de su mente débil y su conciencia de culpa?
¿Y qué pasaría si ella no le daba a Bobby lo que buscaba? ¿Qué pasaría si no imploraba piedad y le rogaba que la matara? ¿Qué pasaría si ella se quedaba ahí, sin más, y aceptaba cualquier tormento que él quisiera infligirle?
No pensaba en John en ese momento, sino en Michael.
Y en Doreen y los Harper y la florista y la simpática Melissa Jane Acker.
No se dejaría vencer por Bobby. No por ella misma, sino por los otros. Por las víctimas de su divertimento, el precio pagado para satisfacer sus planes. Ellos se merecían la justicia. Se merecían la paz de los muertos.
La paz sólo vendría cuando Bobby estuviera muerto y enterrado y pudriéndose en el infierno.
Supo que no podría conciliar el sueño. Echó a un lado las mantas e hizo girar las piernas hacia un lado. Se calzó las zapatillas de footing , siempre esperando a un lado de la cama, y se las abrochó en la oscuridad.
Eran las cuatro de la madrugada. No podía despertar a Quinn para salir a hacer footing a esa hora, pero le encantaría salir a correr con el alba asomando más allá de las montañas de Malibú e iluminando el océano. Eso sería hacia las cinco y media. Quizá podría escribir un poco hasta esa hora. Habían pasado semanas desde la última vez que se había sentado a escribir.
Bajó en silencio las escaleras y se dirigió al estudio. Cerró la puerta y encendió el ordenador.
No pensaba trabajar en La casa del terror , una obra de ficción. Al menos no trabajaría en el libro que había comenzado hacía tres meses. Después de la muerte de Doreen Rodríguez, se dio cuenta de que era incapaz de escribir ficción, al menos no en esos momentos. Quizá nunca más. Se habían acabado los asesinatos inventados y las perversiones ficticias.
Sin embargo, su obra en ciernes se llamaba La casa del terror . Y en su nuevo libro aparecía el mismo crimen.
Eso sí, las víctimas eran reales, el asesino era real y también lo eran los supervivientes.
Por primera vez, escribía sobre crímenes reales.
Sintió el corazón aliviado de un enorme peso.
Eran las siete cuando John llamó a la puerta de Rowan. Quinn Peterson, que lo esperaba, le abrió enseguida.
– ¿Collins ha hablado contigo? -preguntó Peterson, mientras cerraba la puerta con llave y volvía a encender la alarma. Tenía la voz ronca por la falta de sueño.
– Sí. -John miró por la sala, sin darse cuenta de que buscaba a Rowan hasta que vio que no estaba-. ¿Dónde está Rowan?
Peterson señaló la puerta cerrada del estudio con la cabeza.
– Lleva ahí desde las cuatro de la madrugada.
John arqueó las cejas. No le gustaba esa costumbre de Rowan de encerrarse en el estudio.
– ¿Has mirado para ver qué tal está?
El agente asintió con la cabeza mientras se dirigían a la cocina.
– Estaba durmiendo en el sofá y me despertó el ruido del ordenador. Me dijo que estaba escribiendo y que quería salir a correr a las seis. Pero cuando entré a esa hora, no se había movido y me pidió que le diera diez minutos. Pero entonces llamó Roger y… -dijo, y acabó encogiéndose de hombros.
– ¿Se lo contaste?
– Claro que sí. Me arriesgaría a que me tuerza el cuello si se me ocurriera retener información. Le conté todo lo que sabíamos de Bobby y la mujer en Dallas. -Le pasó a John una taza de café humeante y negro, y él se sirvió otra.
– ¿Cómo reaccionó?
– Al comienzo, fue una reacción de rabia, y luego de alegría, cuando supo que la mujer se había salvado. Casi estaba animada. Y luego volvió a escribir.
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