Allison Brennan - La presa

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Cuando Rowan dejó el FBI para dedicarse a escribir novelas de suspense, creyó que comenzaba una vida mucho más tranquila y relajada. Se equivocaba: un asesino en serie está recreando en sus víctimas los crímenes de los libros que ella ha escrito, paso por paso, fundiendo realidad y ficción en una pesadilla de la que la joven no puede escapar. Forzada a aceptar la protección del equipo formado por los hermanos John y Michael, Rowan se da cuenta de que la clave para encontrar al asesino está oculta en su propio pasado, en una infancia que no se atreve a recordar. Y mientras se enfrenta a sus demonios interiores, la relación con los dos hombres que han de protegerla se complica inesperadamente…
UNA EX AGENTE ATORMENTADA POR SU PASADO…
El pasado de Rowan antes de su entrada en la academia del FBI es un misterio: sólo consta que cambió de nombre y fue a parar a un hogar de acogida. Signos que hablan de un suceso terrible en su infancia, de una herida profunda que le dejó aquella persona que debería haberla querido y protegido más que nadie. Ahora sabe manejar un arma, tiene éxito, es una mujer fuerte, segura de sí misma. Pero de nuevo se ha de enfrentar al miedo, a la amenaza que se cuela en sus momentos más vulnerables. Un demonio de su pasado ha regresado en forma de asesino. Para vencerle, tendrá que aprender a confiar en los demás y hacer frente a sus fantasmas más espantosos.
… Y DOS HOMBRES DISPUESTOS A TODO POR PROTEGERLA
Antiguo miembro del cuerpo de elite Delta Force, John ahora se gana la vida en un negocio familiar de seguridad, junto a sus hermanos Michael y Tess. Recién llegado de una misión en la jungla colombiana, descubre que su hermano tiene un interés algo más que profesional por la mujer a la que debe proteger, Rowan Smith. No es raro que eso le suceda a Michael el enamoradizo. Lo extraño es que el propio John, muy a su pesar, sea también seducido por la hermosa e independiente escritora. Un peligroso triángulo de emociones, sobre todo cuando un despiadado asesino en serie ronda a la joven y amenaza a cualquiera que esté cerca de ella.

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A doscientos cincuenta dólares la hora, con un mínimo de cuatro horas, Sadie sólo trabajaba dos noches a la semana y ganaba más en un mes de lo que veía su pobre madre camarera en un año. Y si su madre la hubiera apoyado cuando le contó lo de la violación, quizá Sadie le habría enviado algún dinero para que no tuviera que trabajar doce horas al día y seis días a la semana.

Pero su madre la llamó puta y no le creyó. De modo que Sadie no tuvo remordimientos de quedarse con todo ese dinero manchado de sexo.

Ahora, cinco años después, con asistir a clases en la universidad, trabajar media jornada como escolta de hombres maduros y vivir en una bonita urbanización, Sadie lo tenía todo. Calculaba que le quedaban tres años y que ya no tendría que trabajar si no quería. Bridget, que tenía más de cuarenta años, la estaba instruyendo para que cogiera el relevo en los negocios, y Sadie pensó que podría ser una buena fórmula para jubilarse. El quince por ciento del negocio de sus chicas, aceptando clientes sólo cuando quería, viviendo en una mansión casada con un ejecutivo rico. ¡Qué maravilla de vida!

Normalmente, no trabajaba los miércoles, pero Bridget había llamado para informarle que el juez Vernon Watson la había recomendado a un amigo que estaba de visita y sólo pasaría esa noche en la ciudad. A Sadie le gustaba Vern. Le pagaba unos mil quinientos dólares al mes por una cena y un espectáculo, seguidos de una mamada en su habitación. Como Vern había recomendado al señor Barker, aceptó la propuesta.

Regla número uno: nunca dar a los clientes la dirección de su residencia. Así que Sadie se dio cita con él en el bar de su hotel, el Adam's Mark, un lugar exclusivo cerca del centro.

No dejó de sorprenderle, pensando que Vern tenía más de sesenta arios, que su amigo sólo tuviera unos cuarenta. Y vestía como un habitante del norte se imaginaba que vestiría un vaquero del sur. Pero tenía un aspecto agradable, nada del otro mundo, pero parecía simpático, y era más joven que la mayoría de sus clientes.

Le sonrió y le tendió la mano.

– Señor Barker, soy Sadie Pierce.

Él le devolvió una sonrisa, le tomó la mano y se la besó.

– El placer es mío -dijo, con un leve acento del sur, aunque no era un acento de Texas.

Ella no se lo pensó dos veces cuando él la cogió del brazo y la llevó hasta la entrada del hotel, donde llamó un taxi.

La conversación durante la cena versó sobre lo típico, con largos intervalos de silencio. Barker no paraba de mirar a la gente, fijándose en cada una de las personas que entraban. Aún cuando aquello habría irritado a cualquier invitada, a Sadie no le importó. Al fin y al cabo, a ella se le pagaba por satisfacer sus necesidades.

En el taxi, Barker se volvió hacia ella.

– Sé que le prometí un espectáculo, señorita Sadie. Pero es usted tan redomadamente guapa que me preguntaba si le importaría que volviésemos ahora al hotel.

En realidad, era muy mono cuando lo preguntaba así. Como si a ella fuera a importarle. Ése era su trabajo, una tarea que conocía a la perfección.

– En absoluto, señor Barker.

Era curioso, pero en ningún momento él le había dicho que lo llamara Rex. Todos los hombres con que se citaba le pedían que los llamara por su nombre. Eso les hacía creer que ella estaba allí porque disfrutaba de su compañía, no porque le pagaban. Pero él no era un habitual del asunto, y seguramente no solicitaba los servicios de una chica escolta muy a menudo.

En la habitación, ella pidió un momento en el baño para refrescarse.

– Cruzando la habitación -dijo él-. ¿Quiere que le sirva una copa?

Regla número dos: nunca beber alcohol en el trabajo.

– Perrier o agua mineral, cualquiera de las dos.

– ¿Vino? ¿Algo más fuerte?

– Querido, usted es lo bastante hombre como para excitarme sin estimulantes artificiales. -Siempre había que hacerles creer que eran ellos quienes mandaban.

Él parecía inseguro, así que ella sonrió, se le acercó y lo besó ligeramente en los labios.

– Tres minutos y estaré preparada para lo que usted quiera.

Él sonrió. Sadie tuvo un leve estremecimiento de miedo que le recorrió la espalda. Parpadeó, y cualquier intuición o percepción rara que había tenido se desvaneció.

Pasó por alto la regla número tres: siempre confía en tus intuiciones.

Le guiñó un ojo, se giró y entró en el cuarto de baño con un paso de vals.

Después de asearse, Sadie abrió el bolso para sacar el maquillaje y vio que en su teléfono móvil estaba encendida la luz intermitente de los mensajes. Normalmente, ignoraba los mensajes mientras trabajaba, pero en la pantalla vio el número de Bridget. Eran tres mensajes, y todos eran de ella. Sadie deseó que no hubiera ocurrido nada grave e introdujo su contraseña para escucharlos.

– Por favor, Sadie, por lo que más quieras, sal de ahí en cuanto puedas. No confío en ese tipo. Acabo de hablar con el juez y me ha dicho que no ha recomendado a nadie. Lamento no haberlo verificado antes, pero pensé que… es todo culpa mía. Estoy muy, muy preocupada… ¿Recuerdas esa advertencia de los polis de la que te hablé? -preguntó, sin aliento-. Dile que tu madre ha muerto y que tienes que irte y que le devolveremos el dinero, ¿vale? Por favor, llámame en cuanto puedas. Por favor.

Sadie sintió que se le desbocaba el corazón. Nunca había oído a Bridget tan asustada. A Bridget, la mujer con más clase, más tranquila y más correcta que conocía.

Miró a su alrededor. El cuarto de baño. No había salida. Estaba a punto de perder la calma y devolvió el teléfono al bolso con mano temblorosa. ¿Funcionaría la mentira? No veía otra salida. No podía llegar y salir sin más.

Pero él le había mentido acerca de Vern. Incluso habían hablado del juez durante la cena, y Barker se expresaba como si fueran grandes amigos. Eso exasperó a Sadie. Algunos hombres, como su padrastro y ese cabrón de Barker, creían que podían manipular a las mujeres para que hicieran lo que quisieran porque pensaban que las mujeres eran estúpidas.

Sadie era cualquier cosa menos estúpida.

Se armó de valor. Le diría al señor Barker, si así se llamaba, que la broma había acabado y que ella se marchaba. Abrió de un tirón la puerta del cuarto de baño, cruzó la habitación y se dirigió al salón de la suite.

– ¿Señor Barker? Lo siento, pero…

Una mano enorme le tapó la boca y ella se resistió.

– Has tardado demasiado hablando ahí dentro -le dijo al oído una voz grave y amenazante, una voz que no se parecía en nada al acento con que Barker le había hablado durante la noche.

Sadie luchó, consciente de que era muy posible que en ello le fuera la vida. El aviso acerca de un asesino en serie que andaba buscando prostitutas le vino a la cabeza como un vago recuerdo.

Nunca pensó que le ocurriría a ella.

Algunos de sus clientes se ponían un poco rudos, y ella no tenía reparos en recurrir a sus conocimientos en artes marciales para tenerlos a raya. Pero esto era diferente. Barker utilizaba la fuerza bruta, y lo hacía para anularla.

Sintió algo metálico que le rozaba la muñeca, y luego un «clic» cuando las esposas se cerraron. Sus instintos le hicieron ver una realidad pavorosa. ¡No! No podía dejar que la dominara.

Se resistió y luchó. Recordando su entrenamiento en defensa personal, utilizó la fuerza de él en su contra. Lanzó una patada hacia arriba y hacia atrás y, cuando le dio en los testículos, él aulló de dolor. La empujó contra el suelo. Al tropezar y caer, intentó incorporarse, pero él le propinó un puñetazo.

– ¡Puta! -exclamó, y volvió a pegarle.

Ella se retorció y él le cogió el brazo con la esposa colgando de la muñeca. Por el rabillo del ojo, Sadie vio la lámpara de pie. Intentó agarrarla y con los dedos rozó la base, pero no lo suficiente para cogerla.

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