– ¡Déjame cogerte del brazo! -gritó Kovac, alargando la mano mientras percibía que el hielo se agrietaba bajo el peso de su cuerpo.
En lugar de permitir que Kovac lo asiera del brazo. Gaines agito las manos como un loco, pero sin conseguir aferrarse a él. Varios centímetros más de hielo cedieron, y de la garganta del hombre brotó un chillido animal.
– ¡Quieto! ¡Quieto, maldita sea! -se desesperó Kovac. Se concentró en el brazo de Gaines y se lanzó de bruces al tiempo que lo agarraba con fuerza.
El hielo cedió bajo su pecho, y la parte superior de su cuerpo se sumergió en el agua.
Estaba tan fría que fue como chocar contra un ladrillo a toda velocidad. Instintivamente, se puso a darle manotazos como si fuera sólida y pudiera salir de ella dándose impulso. Percibió las manos de Gaines tirando de él en un intento de arrastrarlo al fondo. De pronto, otra fuerza tiró de él desde fuera, asiéndole las piernas.
Kovac levantó la cabeza y la sacó del agua tosiendo mientras intentaba retroceder hacia una capa de hielo más gruesa.
– ¡Sam! -llamó Liska.
Estaba tras él, tendida en el hielo, aferrada a una de sus piernas. Kovac se quedó muy quieto. Ya se le habían entumecido los dedos por el frío. Sin dejar de toser y atragantarse, escudriñó el agujero en el hielo.
Gaines había desaparecido. El agua relucía quieta y negra a la luz de la luna.
Por un instante, Kovac imaginó lo que sería ahogarse, ese brevísimo momento bajo el agua, a ciegas, intentando salir a respirar y sin sentir más que hielo sobre la cabeza.
De inmediato cerró la puerta a esa parte de su mente y se dirigió a gatas hacia el embarcadero.
– Y tú que creías que yo era ambiciosa -se maravilló Liska- Nunca he asesinado a nadie para progresar en mi carrera.
Estaban sentados en el coche de Kovac. Los técnicos forenses habían llegado, y Tippen los acompañaba en su ronda. Uno de los ayudantes del sheriff le había prestado a Kovac un jersey seco, y sobre él llevaba una cazadora mugrienta que había encontrado en el taller de Neil Fallon. Las mangas le llegaban a medio antebrazo, y la prenda olía a perro mojado.
– Pero has mencionado la posibilidad -le recordó Kovac.
Alguien le había llevado café. Tomó un sorbo sin percibir el sabor del café ni del whisky que Tippen había sacado de no se sabía dónde-
– Eso no cuenta.
Guardaron silencio durante unos instantes.
– ¿Cuánto crees que sabe Wyatt? -inquirió Liska.
Kovac meneó la cabeza.
– No lo sé. A estas alturas, debe de sospechar. Todo se remonta a Thorne. Lo que está clarísimo es que sabe todo lo que sucedió aquella noche.
– Y ha sido un secreto durante todos estos años.
– Hasta que Andy Fallon empezó a indagar. A eso debía de referirse Mike al decir que no podía perdonar a Andy por lo que había hecho, que Andy lo había estropeado todo, que le había ordenado que lo dejara correr. Creí que se refería al hecho de que Andy hubiera salido del armario… Madre mía, tantos años…
– ¿Crees que Wyatt mató a Thorne? -preguntó Liska.
– Es la conclusión a la que llego. Evelyn Thorne estaba enamorada de él.
– Pero ¿cómo lo descubriría Gaines?
– No lo sé. Puede que Andy llegara a la misma conclusión y hablara de ello con Gaines. Puede que viera las notas de Andy… No lo sé.
– ¿Y dónde encaja el tipo al que cargaron el muerto?
– No lo sé.
Lo que había ocurrido aquella noche tan lejana era un bombazo, se dijo Kovac, y aparte de Ace Wyatt, había otra persona viva que tal vez estuviera al corriente de todo: Amanda.
– ¿Quieres hablar con Wyatt a solas? -inquirió Liska-. Si me necesitas te acompaño…
– No -declinó Kovac en un murmullo-. Necesito hacerlo solo. Por Mike. Fuera lo que fuese, en tiempos significó algo muy positivo para mí.
Liska asintió.
– Volveré al despacho y me pondré con el papeleo.
– ¿Por qué no te vas a casa, Tinks? Es muy tarde.
– Los chicos están en casa de mi madre por lo de Rubel, así que en casa solo me espera un coche patrulla con un par de cabrones para cuidar de mí.
– ¿No hay noticias de Rubel?
– Solo un montón de falsas alarmas. Espero que algo lo haga salir de su escondrijo si es que a estas alturas no está ya en Florida.
– ¿Estás asustada? -le preguntó Kovac, mirándola a los ojos.
– Sí -reconoció Liska, devolviéndole la mirada-. Por mí, por los chicos… No me queda más remedio que convencerme de que lo encontraremos antes de que él llegue a nosotros.
Se hizo de nuevo el silencio entre ellos.
– Me siento viejo, Tinks -suspiró por fin Kovac-. Viejo y cansado.
– No pienses en eso, Sam -aconsejó Liska-. Si te detienes el tiempo suficiente para pensar en ello, no volverás a ponerte en marcha.
– Qué optimista.
– Oye, que he perdido la oportunidad de hacer carrera en Hollywood -replicó ella con fingido enojo-. ¿Qué quieres de mí? ¿Una sonrisa de anuncio las veinticuatro horas del día?
Kovac halló fuerzas suficientes para soltar una risita, a la que siguió otro acceso de tos. Aún le dolían los pulmones por culpa del agua helada.
– Eh -siguió Liska, dándole una palmadita en la mejilla-. Me alegro mucho de que Gaines no te matara, compañero.
– Gracias, y gracias por salvarme la vida, compañera. Podría haber acabado bajo el hielo como él.
– Para eso están los amigos -se limitó a responder Liska antes de apearse del coche.
Por alguna extraña razón, pese a que era de noche, todas las plazas de aparcamiento que rodeaban el ayuntamiento estaban ocupadas. Liska estacionó en la zona reservada para emergencias, pues se negaba a ir al parking subterráneo.
Se alegraba secretamente de tener motivo para volver a la oficina. Siempre le había gustado ir allí de noche, cuando casi toda la ciudad dormía, y esa noche, desde luego, era una opción mucho mejor que volver a casa. Si volvía a casa, tendría demasiado tiempo y tranquilidad para pensar en el lamentable estado de su vida personal y en la ausencia de los chicos.
Los pasillos estaban sumidos en un silencio absoluto. Los federales habían instalado el equipo encargado de la búsqueda de Rubel en su edificio de Washington Avenue, donde se concentraría toda la acción.
Se detuvo ante la puerta de las oficinas de Asuntos Internos, pensando en las vueltas que daba la vida. Una semana antes, habría escupido en el suelo ante la sola mención de Asuntos Internos, pero en los últimos días había visto suficientes polis malos para toda la vida.
Nadie reparó en su presencia cuando entró en las oficinas del departamento. Tal vez se quedara a pasar la noche, pensó mientras guardaba el bolso en el cajón. Tal vez durmiera bajo la mesa, como los indigentes que buscaban cobijo en portales y pasadizos cuando todo cerraba.
Encendió el ordenador, se volvió para quitarse el abrigo… y vio a Derek Rubel en el extremo más alejado del cubículo, empuñando un arma.
– Cuéntame la historia. Desde el principio.
En la estancia reinaba un silencio tal que Savard lo percibía como una presión contra los tímpanos.
Wyatt estaba sentado a su mesa, con la mirada clavada en ella y en el arma. Savard había colocado una grabadora sobre la mesa. Estaban en casa de él, a solas. Wyatt se había casado una vez en los años transcurridos desde el asesinato de Bill Thorne, pero el matrimonio no había durado.
– Cuéntame la historia -insistió-. No malgastes la cinta.
– Amanda… ¿por qué haces esto? -preguntó Wyatt con expresión dolida.
– Andy Fallon ha muerto. Mike Fallon ha muerto.
– No los maté yo -aseguró Wyatt.
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