Erica Spindler - Fruta Prohibida

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La historia de tres generaciones de mujeres, sus complejas vidas, sus misterios, sus pecados, y al hombre que lo sabe todo sobre ellas y puede desvelar los más ocultos secretos.
Lily Pierron es una legendaria madame que sabe que en la cálida Nueva Orleans se puede cometer cualquier pecado a cambio de un alto precio. Para ella, el precio es su hija Hope.
Hope Pierron St. Germaine es la elegante y piadosa mujer de una acaudalado hotelero y la dedicada madre de Glory durante el día, pero por la noche sucumbe a las pasiones carnales que amenazan con destruirla.
Glory St. Germaine ignora los vergonzosos secretos de su familia, pero sufre las consecuencias de una oscuridad cuya existencia desconoce. Obstinada y atolondrada, Glory encuentra el amor prohibido en el hombre que lo sabe todo sobre las Pierron.

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Santos se apartó de la mujer y su miedo se desbocó cuando vio que su madre no se encontraba entre el numeroso grupo. Sin embargo, eso no significaba nada. No habían bajado todos los vecinos.

Se dirigió hacia la entrada del edificio, presa del pánico.

– Eh, chico…

Santos se dio la vuelta. Uno de los policías se dirigió hacia él. Por su aspecto se notaba que iba en serio. Llevaba una mano sobre la culata del revólver.

– Eh, tú, ¿dónde crees que vas?

– Adentro. Vivo aquí.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Mi madre me está esperando. Llego tarde, y debe estar muy preocupada.

– ¿Cómo te llamas?

Otro agente se unió al primero. De aspecto joven y cálidos ojos azules, casi parecía un niño sin edad para ir armado.

– Víctor Santos.

– ¿Santos?

Los dos agentes intercambiaron una mirada.

– ¿Dónde has estado esta noche, Víctor?

– Con unos amigos. Salí un rato aprovechando que mi madre estaba trabajando -explicó, casi sin respiración-. Por favor, deje que suba. Debe estar muy asustada.

– ¿Llevas el documento nacional de identidad?

– No, pero mi madre puede…

– ¿Cuántos años tienes, Víctor?

– Quince -contestó, temblando-. Mire, no la culpe. Es una mujer muy responsable. Es culpa mía. Me escapé, y cuando entre en casa voy a tener un buen problema. Por favor, no la denuncie.

– Tranquilízate, Víctor -intervino el agente de mirada amable-. Todo saldrá bien.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó, presa del pánico-. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¿Qué hacen ustedes aquí?

El agente más joven pasó un brazo por encima de los hombros de Santos y lo llevó hacia uno de los coches patrulla.

– Siéntate dentro, Víctor. Llamaré a alguien para que hable contigo.

– Pero mi madre…

– No te preocupes por eso ahora -dijo, mientras abría la portezuela trasera-. Siéntate unos minutos aquí y llamaré a cierto amigo mío que…

– ¡No! -se apartó del agente-. Me voy a casa. Tengo que ver a mi madre.

– Me temo que no puedo permitirlo. Quédate aquí hasta que yo te lo diga. ¿Entendido?

El policía lo agarró del hombro con fuerza. De repente, toda su simpatía había desaparecido.

En aquel momento se formó un revuelo entre la multitud. Víctor miró hacia la entrada. Varios enfermeros sacaban en aquel instante una camilla, con un cuerpo tapado con una sábana.

Alguien había muerto.

Asesinado.

Santos se libró del agente y corrió hacia la entrada del edificio.

Consiguió saltarse el cordón de seguridad antes de que la policía pudiera impedirlo y apartó la sábana de la camilla.

Dos agentes lo agarraron y lo apartaron del lugar, pero no antes de que pudiera ver la sangre, no antes de que pudiera contemplar el rostro aterrorizado de la víctima.

Eran el rostro y la sangre de su madre.

De forma inconsciente dejó escapar un grito. Su madre había muerto, asesinada. Se inclinó y vomitó sobre los limpios zapatos negros del agente con rostro de niño.

Capítulo 7

Santos estaba sentado en la sala de espera de la brigada de homicidios, mirando el suelo de linóleo. No había imaginado nunca que pudiera sentir un dolor tan terrible.

Su madre había muerto siete días atrás, brutalmente asesinada. Le habían asestado dieciséis puñaladas; en el pecho, en el estómago, en la espalda y en lugares en los que no quería pensar.

Apretó los dientes con fuerza, desesperado, e hizo un esfuerzo para no llorar.

En la sala reinaba una especie de caos controlado. Los policías iban de un lado a otro. Había delincuentes, familiares de víctimas y como siempre varios abogados que parecían tiburones oliendo la sangre. Sobre todas las voces se alzaba de vez en cuando la fuerte voz del sargento, que impartía órdenes a los presentes. En cualquier momento, sabía que oiría algo así como:

– Muy bien, chico, el detective Patterson quiere verte.

No era la primera vez que lo veía, y no le agradaba demasiado. Apretó los puños con ganas de golpear a alguien. Preferiblemente, al detective.

Gracias a los periódicos había conseguido averiguar lo que había sucedido aquella noche. Su madre había ido a trabajar al Club 69, como todas las noches, pero había regresado a casa con un hombre, el supuesto asesino. Junto a la cama, habían encontrado una manzana a medio comer.

Los periodistas decían que su madre era una prostituta y especulaban sobre la posibilidad de que aquel hombre la hubiera matado.

Santos apenas había conseguido contener su ira. Los artículos estaban escritos en un tono desinteresado y algo despectivo, como si sus autores pensaran que la muerte de una «prostituta» más o menos tenía poca importancia. Enfadado, llamó a los periódicos para defender a su madre, pero no sirvió de nada.

La policía no se había comportado mucho mejor. Al principio habían sido amables, aunque condescendientes. Pero se limitaron a decir que harían lo que pudieran, y después de comprobar su coartada se libraron de él como si sólo fuera un insecto sin importancia. Habían insistido en que no los llamara a la comisaría con la promesa de que se pondrían en contacto con él.

Sin embargo, no estaba dispuesto a esperar. No permitiría que cerraran el caso sólo porque pensaban que una prostituta muerta no valía la pena.

Los había llamado todos los días desde entonces, y hasta había pasado varias veces por la brigada de homicidios. Una semana después, ya no se mostraban tan pacientes con él. Santos sabía que habían cerrado el caso aunque no hubieran dicho nada.

Apoyó la cabeza entre las manos, sin poder apartar la imagen de su madre. No podía olvidar su sonrisa, ni la manera en que se había despedido de él la noche que la asesinaron.

No la había besado, no le había dicho que la amaba. Creía que era demasiado mayor para hacerlo.

Apretó los dientes. Sus noches se habían convertido en un infierno lleno de pesadillas que lo asaltaban. Cuando despertaba, lo hacía cubierto de sudor. Soñaba que su madre lo llamaba a gritos, pidiendo su ayuda. Y al final, veía su cuerpo inerte sobre aquella camilla.

Le había fallado. No había estado a su lado para salvarla. Se había quedado con sus amigos, sin importarle sus sentimientos ni su seguridad.

Y ahora estaba muerta.

Se sentía culpable. Sabía que Lucía había regresado a casa con aquel hombre porque tenía que conseguir dinero para pagar sus estudios, y no dejaba de repetirse que tal vez no la hubieran asesinado de haberse encontrado con ella.

Una y otra vez se preguntaba qué habría pensado en los últimos instantes de su vida. Tal vez estuviera decepcionada y enfadada con él, por haber desobedecido, por haberse quedado con Tina tanto tiempo.

No había recordado a la joven hasta dos días después del asesinato. Y sólo porque la policía quiso comprobar su coartada. Aunque no la encontraron, sus amigos confirmaron que había estado con ellos aquella noche.

En realidad, la tragedia de su madre no le había permitido pensar en lo que habría sucedido con Tina, en lo que habría pensado al ver que al día siguiente no aparecía para cumplir su promesa. La angustia lo devoraba. Creía que de haber estado en casa su madre no habría muerto. Creía que era responsable de su muerte.

– ¿Estás bien, Víctor?

Santos levantó la mirada. Era Jacobs, el agente con cara de niño. Se había portado bastante bien con él.

– Siento mucho lo que ha pasado, chico. ¿Puedo hacer algo por ti?

– Encontrar al asesino -respondió, haciendo un esfuerzo por mantener la calma.

– Lo siento. Lo estamos intentando.

– Ya. Cuéntame otra historia.

El agente Jacobs hizo caso omiso del sarcasmo.

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