Erica Spindler - Fruta Prohibida

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La historia de tres generaciones de mujeres, sus complejas vidas, sus misterios, sus pecados, y al hombre que lo sabe todo sobre ellas y puede desvelar los más ocultos secretos.
Lily Pierron es una legendaria madame que sabe que en la cálida Nueva Orleans se puede cometer cualquier pecado a cambio de un alto precio. Para ella, el precio es su hija Hope.
Hope Pierron St. Germaine es la elegante y piadosa mujer de una acaudalado hotelero y la dedicada madre de Glory durante el día, pero por la noche sucumbe a las pasiones carnales que amenazan con destruirla.
Glory St. Germaine ignora los vergonzosos secretos de su familia, pero sufre las consecuencias de una oscuridad cuya existencia desconoce. Obstinada y atolondrada, Glory encuentra el amor prohibido en el hombre que lo sabe todo sobre las Pierron.

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No obtuvo más respuesta que el silencio. Glory se mordió el labio. Quiso llevarse un dedo a la boca, pero no lo hizo; su madre la había castigado con dureza en cierta ocasión por chupárselo. También eso era maligno y repugnante. Todo lo referente al cuerpo lo era.

En aquel momento oyó que se abría la puerta.

– ¿Mamá?

– No, preciosa, soy papá.

– ¡Papá!

Glory se levantó de la silla y salió corriendo hacia su padre. Con él no tenía que pedir permiso para huir de aquella esquina. No tenía que disculparse ni explicar lo que supuestamente había aprendido durante su penitencia. Su padre la quería, hiciera lo que hiciese.

La abrazó con tanta fuerza que Glory sintió que el día acababa de empezar.

En cuanto se apartó de él, su expresión le dijo que aquella noche habría otra fuerte discusión. Su padre acusaba a su madre de ser una obsesa inflexible, y ella lo llamaba pecador. Decía que si la abandonaba, Glory crecería en el pecado.

Sus peleas siempre terminaban del mismo modo, en silencio. En cierta ocasión la niña se había acercado a la puerta del dormitorio de sus padres para escuchar. Había oído el gemido de su padre, como si sufriera algún tipo de terrible dolor, y la risa sin aliento de su madre, un sonido triunfante y lleno de poder. Acto seguido oyó que algo caía al suelo y corrió a esconderse en su dormitorio.

Nerviosa y asustada, esperó que su madre apareciera en cualquier momento para castigarla, o que por la mañana descubriera que a su padre le había sucedido algo malo. La idea de que pudiera perder a su padre le parecía aterradora. No podría vivir sin él.

Aquella noche la pasó en vela, atemorizada.

– ¿Preciosa? ¿Te encuentras bien?

– Sí -respondió entre lágrimas-. Pero he sido mala, papá. Y lo siento.

Su padre no dijo nada. Se limitó a mirarla durante unos segundos como si quisiera decir algo. Glory bajó la cabeza y continuó:

– Corté unas flores del jardín y se las di al señor Riley. Es muy simpático conmigo, y a veces parece tan triste que quise animarlo. Lo siento, no volveré a hacerlo.

La expresión de su padre se endureció.

– No has hecho nada malo, mi preciosa muñeca. Hay muchas flores en el jardín, e intentar hacer felices a los demás es algo bueno. Le dije a tu madre que podías cortar todas las flores que quisieras y dárselas a quien te viniera en gana. Lamentablemente, no lo sabía -apretó los labios con fuerza-. ¿Lo comprendes, Glory?

– Sí, papá, lo comprendo.

Sin embargo, como tantas veces, era su padre quien no comprendía. Le daba permiso para hacer cosas como cortar flores o jugar al escondite inglés sin permiso, pero su madre seguía mirándola como si estuviera haciendo algo terrible, como si fuera culpable de algún pecado inconfesable. No podía soportar aquella mirada. La estremecía. Era mucho peor que los castigos en la esquina, de manera que no volvería a cortar flores del jardín aunque tuviera el permiso de su padre.

– Tengo una idea. ¿Qué te parece si vamos a cenar al hotel esta noche? Podemos ir al salón Renacimiento.

Glory apenas pudo creer lo que oía. Todos los domingos su padre la llevaba al mercado francés a tomar cruasanes y café con leche. Después daban un paseo y él explicaba todo tipo de detalles sobre el funcionamiento del hotel. Se daban una vuelta por la sala de café y disimulaba cuando tomaba algún pastelillo o alguna chocolatina de las mesas.

Pero hasta entonces no la había llevado nunca al salón Renacimiento, el restaurante de cinco estrellas del hotel. Su madre decía que era demasiado pequeña, y sus modales demasiado alocados, para entrar en un lugar tan elegante.

– ¿De verdad? -preguntó asombrada.

– Podríamos ir -le acarició la nariz.

Glory recordó a su madre y su ánimo decayó un poco. Ir al hotel con su madre no era tan divertido. Cuando los acompañaba se veía obligada a estar muy callada todo el tiempo. Tenía que concentrarse en sus modales y actuar en la mesa tal y como su madre deseaba, aplicando sus rígidas normas. Cuando iba con ellos, los trabajadores del hotel se comportaban con distanciamiento y solemnidad. No hacían bromas con ella.

– Mamá dice que soy demasiado pequeña para ir al restauran.

– No la invitaremos -dijo, con un gesto de desagrado que desapareció al instante-. Iremos tú y yo solos. Pero recuerda que tendrás que ponerte un vestido bonito y esos zapatos que dices que te aprietan.

Glory habría sido capaz de ponerse cualquier cosa con tal de ir. Abrazó a su padre, dominada por la alegría.

– Gracias, papá, ¡gracias!

Glory se puso los zapatos prometidos, y cuando llegaron al hotel ya le dolían los pies. Pero procuró hacer caso omiso del dolor. Miró la hermosa fachada del hotel Saint Charles, con orgullo y cariño. Le gustaba de arriba a abajo. Le encantaban los viejos ascensores que crujían cuando llevaban clientes a cualquiera de los trece pisos, el constante trajín de personas en el vestíbulo y hasta el olor de los suelos encerados y de las flores.

Además, todos los empleados estaban encantados con ella. Allí podía reír todo lo que quisiera y tornar todos los pastelitos de chocolate que le apeteciera. No tenía que preocuparse por la posibilidad de llevarse una reprimenda.

Pero sobre todo le gustaba porque sólo era de su padre. Todo en él era suyo, hecho a su gusto. Glory se sentía a salvo en el hotel; en cierto modo, era como si una vez dentro sintiera constantemente el abrazo de su padre.

A veces pensaba que su madre odiaba aquel lugar. No tenía ninguna influencia, ni podía intervenir en las decisiones de Philip. En cierta ocasión se había atrevido a hacer una sugerencia sobre el funcionamiento, y su esposo había reaccionado de forma contundente, en un tono que no utilizaba nunca con ella.

El aparcacoches se apresuró a abrir la portezuela del automóvil. Al ver a la niña, sonrió.

– Hola, Glory. ¿Cómo estás esta noche?

– Muy bien, gracias -sonrió a su vez.

Su padre dio las llaves del vehículo al hombre.

– Estaremos un par de horas, Eric. ¿Preparada, muñequita?

Glory asintió y ambos se dirigieron hacia la imponente entrada del edificio. El portero saludó a la niña con una amplia sonrisa.

– Buenas noches, señorita Saint Germaine. Me alegro mucho de verla.

– Gracias, Edward. Yo también me alegro de verlo -dijo, actuando como una persona mayor-. Hemos venido a cenar. Vamos al salón Renacimiento…

– Muy bien -le guiñó un ojo mientras abría la puerta-. He oído que esta noche sirven unas fresas excelentes.

Su padre la tomó de la mano y ambos entraron en el amplio vestíbulo. Como siempre, la visión del interior del edificio dejó a Glory sin aliento. Sobre sus cabezas colgaba una gigantesca lámpara de araña, y bajo sus pies un sinfín de alfombras persas decoraban el suelo. Los elementos decorativos de cobre o de bronce brillaban, al igual que las superficies de sólida madera de ciprés.

A su madre la molestaba incluso la belleza del lugar. En cambio, Glory pensaba que era el lugar más maravilloso del mundo.

– Te has comportado muy bien en la entrada, Glory -murmuró su padre-. Estoy orgulloso de ti. Algún día llegarás a ser una magnífica directora del hotel.

Glory se sintió muy orgullosa. Su padre la llevaba al hotel desde que empezara a andar, y hablaba con ella sobre casi todos los aspectos de su funcionamiento. Entonces era demasiado joven para comprenderlo todo, pero escuchaba con atención lo que decía.

Ahora, pasados los años, lo sabía todo sobre la institución. Conocía su historia, su valor, y cómo funcionaba el día a día.

El hotel Saint Charles tenía ciento veinticinco habitaciones o suites. En él habían dormido tres presidentes de los Estados Unidos, todos los gobernadores de Luisiana, e incontables estrellas de cine entre los que se encontraban Clark.

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